Posted On 11/10/2024 By In portada, Teología With 394 Views

Salir de la tierra de nuestros padres. El éxodo comunitario frente a la religión patriarcal | Eliana Valzura

¿Y si hubiera que “castrar” al dios masculino y patriarcal que nos ha legado la tradición cristiana y todos sus “padres”? ¿Y si no hubiera otra opción posible que un “éxodo” de esas estructuras opresoras? ¿Y si nos rebeláramos contra la idea de que exista un “segundo” sexo, es decir, que el “primero” siempre les corresponda a los hombres? ¿Y si la opresión a las mujeres en todos los ámbitos estuviera de alguna manera relacionada con las metáforas y nombres con que se nombra a Dios en las religiones monoteístas? ¿Y si la crueldad con que la humanidad ha tratado a la creación en todos los tiempos fuera consecuencia directa de las relaciones asimétricas hombre-mujer, de una imagen idolátrica de Dios-hombre, de una distorsión machista y patriarcal de la forma de relacionarse Dios con nosotrxs y nosotrxs con Dios? ¿Y si pensáramos que esas relaciones son “diabólicas” y, por tanto, propusiéramos “exorcizarlas”?

Soy consciente de que empezar un artículo de esta forma puede resultar bastante chocante para el/la lector/a que intuyo —quizás me equivoque— me está leyendo ahora mismo. Sin embargo, elegí hacerlo justamente para incomodar, para sacudir la “zona de confort”, para agitar algunos letargos que arrastramos por años. Esas preguntas del principio —las preguntas suelen ser más suaves que las afirmaciones directas— surgen de la lectura de una teóloga feminista no lo suficientemente estudiada —a mi entender— sobre todo en ámbitos de habla hispana. Precursora en el ámbito de la teología y la filosofía feminista, fue elogiada, por ejemplo, por Harvey Cox (“Es difícil imaginar dónde estaría hoy todo el campo de los estudios religiosos y teológicos si no fuera por las contribuciones que ha hecho”), y por Sallie McFague (“Ella es simplemente una de las mentes más brillantes y extraordinarias de nuestro tiempo”)[1]. En 1968 publicó su libro “The Church and the Second Sex”, en obvia alusión a Simone de Beauvoir, y en 1973 “Beyond God the Father”[2], dos de las nueve obras propias que componen su vasta producción, que se completa con varias participaciones en libros conjuntos y numerosos artículos en revistas especializadas[3].

Mary Daly —que de ella estoy hablando— (1928-2010) es una filósofa y teóloga estadounidense, doctorada en teología en su país de origen y doctorada en Filosofía y Teología Sagrada en la Universidad de Friburgo. Fue profesora durante tres décadas del Boston College, donde desplegó sus ideas disruptivas respecto de los problemas de una religión patriarcal, a la que no dudó en relacionar con la implantación, el sostenimiento y la profundización del sexismo en el lenguaje y en la sociedad toda. Sus posturas —que ella misma calificaba de “radicales”— le valieron diferentes enconos de las autoridades del Boston College, quienes intentaron revocarle su cátedra varias veces, acusándola, entre otras cosas, de poco rigor académico, en un exacto ejemplo de “injusticia epistémica”[4].

Sus escritos, muy difíciles de traducir por la gran cantidad de neologismos acuñados —todos neologismos que se corresponden con la etimología, tarea sencilla para una graduada en Filología que había, además, estudiado a Santo Tomás en su idioma original, el latín— poseen una hondura argumental y un espesor académico irrefutable, pero su contenido atrevido y revolucionario para el patriarcado enquistado en las instituciones —religiosas y académicas— resultaba lo suficientemente incómodo como para que se intentase acallarlo.

Sus traductoras al español[5] explican que luego de una primera etapa de confianza en la transformación de la iglesia, tal vez producto de la efervescencia de los años sesenta, del surgimiento de las corrientes revolucionarias, de los movimientos de liberación, incluso de los intentos reformistas del Concilio Vaticano II (al que Daly había asistido con una credencial de periodista), pasa a una etapa que podríamos llamar “posteológica”, en la que su principal desvelo es la lucha por los derechos de las mujeres, por los derechos de la creación completa y por el fin del patriarcado en todas sus formas y todos sus ámbitos.

En 1971 predicó un sermón en la Harvard’s s Memorial Church, que rompió una inercia de trescientos treinta y seis años de historia en los que ninguna mujer lo había hecho. Y Mary Daly lo hizo de manera rotunda y deslumbrante, de modo que la revista The Heights lo calificó de “histórico”.

El sermón se tituló “The death of God the Father”, título cuyas reminiscencias nietzscheanas se volverían a repetir en “Más allá de Dios el Padre”. Apenas puedo imaginarme la conmoción del auditorio al oír en su propio templo la propuesta de la muerte de Dios. Pero el estupor era premeditado, justamente, para que no ocurriera lo que inmediatamente Daly iba a desarrollar: la costumbre instalada de negarse a ver un problema en la situación de las mujeres. ¿Ocuparse de las mujeres cuando hay tantos problemas en el mundo?, ¿Para qué ocuparse, si es solo un problema de la cristiandad o de la iglesia? ¿No dijo Pablo que en Cristo no hay varón ni mujer? ¿Acaso esa necesidad de liberación no es la misma necesidad que tienen todos los seres humanos? En estas preguntas están las pistas de lo que Daly denuncia como formas del patriarcado para evadir la situación de opresión: trivializándola, particularizándola, espiritualizándola o universalizándola.

Una vez que inquietó a su auditorio y lo emplazó para que no adoptaran ninguna de estas vías de escapatoria del problema, Daly explicó cómo y por qué los símbolos exclusivamente masculinos para describir a Dios refuerzan y legitiman la jerarquía sexual y hacen más difícil tener conciencia de las injusticias del sistema. La teología toda, según Daly está al servicio de la sociedad sexista, del sostenimiento de los estereotipos de género y de las imágenes de “mujer” que los hombres mismos han creado y con las cuales han fosilizado el constructo “mujer” a su favor. Sin advertirlo, las mujeres mismas hemos internalizado esas imágenes, de modo que las mismas han actuado en contra de la toma de conciencia y, de alguna manera, nos han inmovilizado en la lucha.

Frente a esto, dice Daly, las mujeres debemos producir un verdadero “éxodo” de las estructuras patriarcales (de la iglesia, de la fe, de la teología, pero también de toda estructura patriarcal). Porque esas estructuras patriarcales oprimen e impiden que la promesa de liberación (siguiendo la línea de pensamiento del éxodo bíblico) incluya a las mujeres.

Haciendo esos juegos de palabras tan representativos de la escritura de Daly (que también contribuyen a la dificultad de traducción), afirma que las mujeres “debemos salir de la tierra de nuestros padres” hacia un lugar desconocido, proponiéndoles a las mujeres salir de la religión sexista con una actitud que, haciéndome eco del “juego” de Daly, calificaré de “abrahámica”: salir de los “patriarcas” adueñándonos de las herramientas que los patriarcas detentan.

El movimiento de mujeres, dirá Daly en su sermón histórico, es un “éxodo comunitario”: no valen los individualismos en esta lucha:

“La esperanza, en lugar de reducirse a una expectativa pasiva de una recompensa por seguir reglas supuestamente establecidas por el Padre y sus sustitutos, puede ser una creación comunitaria del futuro. Amar, en lugar de ser la aceptación abyecta de la explotación, puede volverse limpio y libre, seguro de saber que lo más amoroso que podemos hacer en una situación opresiva es trabajar en contra de las estructuras que destruyen tanto a los explotados como al explotador”.

Y finalmente, Daly hace un llamado:

Tenemos que salir de la tierra de nuestros padres a un lugar desconocido. Esta mañana podemos demostrar nuestro éxodo de la religión sexista. Algo que para muchas de nosotras ya ha tenido lugar espiritualmente. Podemos dar expresión física a nuestra comunidad del éxodo, al hecho de que debemos irnos. Realmente no podemos pertenecer a instituciones y a la religión tal como existe. El tokkenismo[6] de algunos predicadores no es suficiente frente a nuestras energías que son drenadas y cooptadas. Cantar himnos sexistas y rezar a un dios masculino rompe nuestro espíritu, nos hace menos que humanas. El peso aplastante de esta tradición, de esta estructura de poder, nos dice que ni siquiera existimos. El movimiento de mujeres es una comunidad en éxodo. Su base no está simplemente en la promesa hecha a nuestros padres hace miles de años atrás. Más bien su fuente está en lo incumplido: la promesa de la vida de nuestras madres, cuya historia nunca fue registrada. Su fuente está en la promesa de nuestras hermanas que han sido despojadas de sus voces, y en nuestra propia promesa, que es nuestra creatividad latente. Podemos afirmar ahora nuestra promesa y nuestro éxodo mientras caminamos hacia un futuro que será nuestro propio futuro. Hermanas y hermanos, si hay alguno aquí: nuestro momento ha llegado. Tomaremos nuestro propio lugar bajo el sol. Dejaremos atrás los siglos de silencio y oscuridad. Afirmemos nuestra fe en nosotras mismas y en nuestra voluntad de trascendencia levantándonos y caminando juntas”[7].

A continuación, la predicadora se encaminó hacia la puerta y comenzó el éxodo —literalmente, salió del templo— seguida de la congregación, en un acto performativo de liberación que fue pionero y revolucionario, cuarenta y tres años atrás, y desde un púlpito cristiano.
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[1] Wozna, A. (2023). Prólogo a Pura Lujuria. Filosofía feminista elemental. Cátedra.

[2] La iglesia y el segundo sexo, Más allá de Dios el Padre.

[3] Para una revisión bibliográfica de y sobre Mary Daly, consultar la web “Teologanda” (chrome-extension://efaidnbmnnnibpcajpcglclefindmkaj/https://teologanda.home.blog/wp-content/uploads/2020/09/daly-1-modificado.pdf)

[4] Miranda Fricker acuñó este concepto en su libro Epistemic injustice: power and the ethics of knowing, de 2007. La injusticia epistémica refiere a diferentes tipos de injusticias practicadas en el ámbito del saber hacia grupos subordinados, como las mujeres. Puede ser de dos clases: la “injusticia testimonial”, se da cuando no se toma en cuenta la palabra o el saber de una persona, por su pertenencia a un grupo subalternizado. La “injusticia hermenéutica” tiene lugar cuando la experiencia de cualquier persona de un grupo oprimido no puede ser verbalizada ni comprendida, porque no existe el nombre, las palabras exactas, o el concepto que dé cuenta de ello.

[5] Antonina Wozna y Carmen Martín Rojas

[6] Se llama “tokkenismo” a pequeñas actitudes simbólicas que pretenden cumplir con las exigencias de los grupos mal llamados “minoritarios”, pero no cambian de raíz el problema: se me ocurre, por ejemplo, incluir en la agenda de “predicadores” (hombres) a algunas mujeres, algunas veces, como para cumplir “una cuota” pero sin compartir plenamente el ministerio.

[7] Traducción propia. Puede leerse en el original en:  chrome-extension://efaidnbmnnnibpcajpcglclefindmkaj/https://static1.squarespace.com/static/588bcd399f74561e5f64a486/t/58b7b2dcbe659432c589d72e/1488433887816/Mary+Daly.pdf

Eliana Valzura

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