En memoria de Juan P. B.
“Una de las tentaciones actuales consiste en hablar positivamente de la transformación espiritual, pero manteniendo una cierta reserva con respecto a dos dimensiones esenciales del cristianismo: la extensión de dicha transformación al ámbito de la justicia social para nuestro planeta dividido y herido, así como el arraigo de esta transformación en la figura de Jesucristo” [1].
Cuando se buscan razones en el Evangelio que den sentido al diálogo ecuménico y a la unidad de las confesiones cristianas se recurre con frecuencia a la plegaria de Jesús recogida en el texto de Juan: “para que todos sean uno; como tú, oh, Padre, en mí, y yo en ti” [2]. De mismo modo, suele ser frecuente el uso argumentativo de otras dos referencias neotestamentarias.
La primera de ellas es de la Carta a los Efesios: “Hay un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos” [3]. La segunda referencia aparece en la carta a las comunidades de Galacia: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” [4]. Sin embargo, más allá de estas citas clásicas, la lectura de los evangelios ofrece otras razones que afianzan la riqueza y la necesidad del dinamismo ecuménico.
En líneas generales, se puede decir que la experiencia del seguimiento a Jesús de Nazaret constituye un proyecto de vida en el que lo más singular y genuino es que la adhesión a su figura y su mensaje se traduce en un diálogo de amor con Dios y con lo creado; un diálogo que presenta dos dimensiones ligadas entre sí y complementarias: una personal; la otra, comunitaria.
De la primera de estas dimensiones del amor, la personal, hay de Jesús una idea aparentemente sencilla, pero de gran fuerza y fondo: que “pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos” [5]. En efecto, Jesús se dedicó a dignificar la vida de los hombres y de las mujeres con los que se encontró en los caminos y en las aldeas. En el mensaje de Jesús, en su proyecto, el amor trascendía el plano de los afectos para ser la fuerza que quiebra cualquier forma de opresión y convertirse en una cuestión de dignidad, de igualdad y en la práctica de la justicia y de la misericordia.
De hecho, las tres principales inquietudes de Jesús [6] fueron: la salud, sobre la que versan las historias evangélicas de las curaciones de leprosos, ciegos o lisiados; la comida, tema al que se refieren los relatos en los que se da de comer a la multitud; y las relaciones humanas, reflejadas en las narraciones sobre las comensalías abiertas de Jesús, de las que ninguna persona era excluida: ¿por qué come con pecadores? [7], preguntaron una vez sobre la forma de proceder de Jesús.
Es en esta tercera inquietud de Jesús, la de las relaciones humanas, donde es posible insertar el diálogo ecuménico, es decir, la creación de espacios de encuentro, de oración, de convivencia y, en definitiva, de vida compartida entre cristianos y cristianas de distintas denominaciones. Unos espacios que se han de asentar sobre los principios de la tolerancia, el respeto y sobre todo en el reconocimiento mutuo que ha de partir del innegable principio de igualdad.
Probablemente, las palabras de las Escrituras provistas de un sentido más vivo sean aquellas de «no temas». Esas fueron las palabras que oyó Josué en su vocación [8], las que acogió María de Nazaret al conocer que estaba embarazada [9], las que tranquilizaron a las mujeres ante la tumba vacía [10] y fueron también las palabras de la comunidad que, con el viento de la noche en contra, reconocía la cercanía de Jesús [11]. Isaías, por su parte, recoge estas otras significativas palabras: “No tengas miedo, pues yo estoy contigo; no temas, pues yo soy tu Dios. Yo te doy fuerzas, yo te ayudo, yo te sostengo con mi diestra victoriosa” [12]. «No temas» es la experiencia de un Dios que ama y que se muestra próximo, cercano, que, de alguna forma, anida en lo profundo del corazón humano, que acampa entre las gentes de su pueblo, que camina con su pueblo y que lo sostiene, lo alienta y lo fortalece en el camino.
En ese sentido, los cristianos y las cristianas depositan su confianza en un Misterio último de la vida que confiesan absoluto en bondad, en compasión y en amor. ¿Qué se puede temer entonces? Dios solo sabe amar y en el amor el temor no tiene cabida [13]. El amor aleja el temor y el miedo y afianza la confianza y la libertad porque “donde está el Espíritu del Señor hay libertad” [14].
El diálogo ecuménico implica reconocer que la unidad de los cristianos no pasa por el logro de la uniformidad o el afán por la homogeneidad. Del mismo modo, conlleva apostar por la riqueza de la diversidad cristiana y por la pluralidad de sus tradiciones, arriesgando en la búsqueda de nuevos espacios de oración, de confluencia y de vida comprometida con la buena noticia de Jesús de Nazaret. Se trata de un “arriesgar(se)” sin temor, sin miedo, desde la confianza y la libre conciencia, pues los cristianos y las cristianas se reconocen personas habitadas, sostenidas, alentadas y acompañadas por un Dios que en Jesús de Nazaret se revela como «abbá» e «immá» -padre y madre-, imágenes de las que hay un rico corpus metafórico en el Antiguo Testamento [15].
Precisamente, la preocupación de Jesús por las relaciones humanas conecta las dos dimensiones de la experiencia del amor de su mensaje: la personal y la comunitaria. Sobre esta segunda dimensión se puede decir que el amor asumido como praxis de vida, como ethos, es también la búsqueda del bien común y de un amplio horizonte que permita vivir con dignidad y posibilite las relaciones hermanadas entre los seres humanos. Y esto es, en definitiva, el compromiso con el proyecto del Reino de Dios, aquello que ocupó el grueso de la vida pública de Jesús de Nazaret.
De igual forma, ante un mundo en el que a veces se utiliza un rostro desfigurado de Dios para justificar la violencia y la violación de los derechos humanos, la creencia en el diálogo ecuménico, el testimonio del acercamiento franco como hermanos y hermanas, hace visible un rostro de Dios muy diferente y necesario: un Dios valedor de la paz y de la reconciliación, rico en bondad y en perdón.
Desde este análisis, el diálogo ecuménico no es solo una necesidad real y contemporánea que interpela a los cristianos y las cristianas. Tampoco se trata de la respuesta obediente a la plegaria de Jesús en el Evangelio de Juan que conmina a buscar la unidad como un bien independiente, sin amplias raíces en el campo de la fe cristiana que justifiquen las actuaciones pro-ecuménicas más allá de la semana anual de oración por la unidad de los cristianos. Desde la perspectiva de una lectura amplia de los evangelios, el diálogo ecuménico forma parte inherente del compromiso de la fe; un compromiso que se acepta y se acoge a semejanza de Jesús de Nazaret: vivir para que haya vida buena y la haya en abundancia [16].
[1] Gallager, Michael P. (2014). El Evangelio en la cultural actual. Un frescor que sorprende. Cantabria, España: Sal Terrae. Cit. En p. 74.
[2] Jn 17: 21a (RV2020).
[3] Ef 4: 5-6a (RV2020)
[4] Gl 2: 28 (RV2020)
[5] Hch 10:38 (RV 2020)
[6] Esta idea aparece recogida en varios trabajos de José María Castillo. Véase, por ejemplo, Castillo, J.M. (2015). Las tres preocupaciones de Jesús. Recuperado de: https://cutt.ly/uIZ8xFw.
[7] ¿Qué es esto de comer y beber con los recaudadores de impuestos y pecadores” (Mc. 2: 16 RV2020)
[8] Jos 1:9
[9] Lc 1:30
[10] Mt 28: 10
[11] Mt 14:27
[12] Is 41:10 (DHH)
[13] 1Jn 4:18
[14] 2 Cor 3: 17
[15] Dt 1:31; Is 49: 15; Sal 131: 2, por citar solo algunos ejemplos.
[16] Jn 10: 10.
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