El título de este simposio sobre “la religión en el espacio público”[1] está lleno de interesantes sugerencias, y de oportunidades para pensar. Algunos cristianos podrían preguntarse hasta qué punto el término “religión” refleja sus convicciones teológicas y su caminar espiritual. Por otra parte, la idea de un “espacio público” en el que se inserta la religión también resulta enormemente interesante. La idea del algo “público” (publicum) sugiere aquello que es relativo al pueblo (populus), y que por tanto interesa a todos los miembros del mismo. Inicialmente, la palabra alemana para “publicidad” (Öffentlichkeit) pudo usarse en el ámbito jurídico para expresar la exigencia de que ciertos procesos legales fueran accesibles a todas las personas, aunque no estuvieran implicadas en los mismos. En el período de la ilustración, lo público pudo designar con frecuencia lo que hoy llamaríamos “sociedad civil”, en contraposición al estado. Sin embargo, después de la ilustración, lo público se utiliza usualmente como sinónimo de lo estatal: hay servicios públicos, bienes públicos, etc. ¿Es el carácter “público” de las religiones en definitiva algo equivalente a su carácter estatal? ¿Una religión en el espacio público es en definitiva una religión insertada en los “servicios” y “bienes” del estado?
1. Una publicidad extraña
Desde el punto de vista bíblico, Israel presenta una extraña característica. Por una parte, Israel es claramente un pueblo, el “pueblo de Dios”. La iglesia cristiana, en una problemática continuidad con Israel, se entiende también a sí misma como “pueblo de Dios”. Sin embargo, curiosamente, Israel es un pueblo que durante la mayor parte de su existencia no ha asumido propiamente una forma estatal. Y, cuando Israel ha sido un estado, su constitución como tal ha resultado teológicamente problemática. Los textos de la Biblia hebrea nos hablan de la dificultad principal que significa instaurar una monarquía en Israel: un pueblo con estado ya no es un pueblo sobre el que Dios reina.[2] Y, de hecho, los historiadores “deuteronomistas” y los profetas de Israel esbozan una evaluación altamente negativa del período estatal comprendido entre la instauración de la monarquía con Saúl y la cautividad babilónica: Israel quiso tener un rey “como las demás naciones, y los reyes habrían sido precisamente los principales responsables de la injusticia social y de la idolatría que condujeron a Israel al desastre.[3]
¿Significa esto que Israel no tenga una función “pública”? Al contrario: precisamente como un pueblo sin estado, como un pueblo gobernado directamente por Dios, como un pueblo en el que no se han de repetir las injusticias que se dan entre el resto de las naciones, como un pueblo que adora solamente a Dios, como un pueblo gobernado por la sagrada “instrucción” (torah) de Dios, Israel tiene una importantísima y esencial función pública. Ahora bien, esta “publicidad” de Israel no acontece “dentro” de un estado nacional, o “en relación a” una forma estatal determinada, como puede ser el estado español o el estado alemán. La “publicidad” de Israel es una publicidad para todas las naciones, delante de las cuales habría de existir como testimonio de aquello que sucede cuando Dios gobierna directamente sobre un pueblo. Tan importante es esta función pública de Israel, que los profetas bíblicos llegan a entrever el tiempo en que las naciones todas peregrinarán a Sión, deseando ser gobernadas por la ley de Dios.[4]
La posición de las iglesias libres sobre “la religión en el espacio público” no se puede separar de esta especialísima condición de Israel, sobre la que reflexionaron los escritos hoy contenidos en la Biblia hebrea, a la cual los cristianos se consideran hoy vinculados. La investigación actual sobre los orígenes del “cristianismo” y del “judaísmo” muestra cada vez más que estas dos ramas del mismo olivo (la natural y la injertada, siguiendo la metáfora de Pablo),[5] tardaron el separarse definitivamente más tiempo del que usualmente se había pensado. Y fue justamente el proceso de separación el que condujo a la idea del cristianismo y del judaísmo como “religiones” y no ya como pueblo.[6] De alguna forma, las heridas de esta separación siguen abiertas hasta el día de hoy. La razón es que esas heridas definen en gran medida todavía a los dos grupos. Y esas heridas están relacionadas precisamente con la comprensión del carácter “público” de Israel, tanto en el sentido de la constitución de Israel como un “pueblo” (con o sin estado), como en el sentido de su “publicidad” respecto a otras naciones.
2. Los problemas de una relación
Por supuesto, la interpretación de las relaciones entre la iglesia e Israel se hace desde una perspectiva cristiana, y en concreto desde la perspectiva de las iglesias libres.[7] Sin embargo, esta perspectiva está necesariamente abierta a un diálogo, porque alude precisamente a ese “otro” que es una referencia esencial a la que el cristianismo nunca ha querido renunciar en la medida en que ha mantenido la Biblia hebrea como parte de su identidad.
La idea clásica de muchos cristianos sobre la relación entre la iglesia e Israel ha sido la de un remplazo o sustitución. Desde el punto de vista “supercesionista”, la iglesia habría sustituido al pueblo de Israel, desde el momento en que una gran parte de este pueblo no aceptó a su propio Mesías.[8] Esta posición apenas es defendida en la actualidad. Por una parte, muchos entienden que el “supercesionismo” sirvió como fundamento ideológico de la persecución de las comunidades judías en Europa. Por otra parte, el “supercesionismo” difícilmente se sostiene desde un punto de vista bíblico. El Nuevo Testamento habla explícitamente de una alianza nunca rescindida entre Dios e Israel, aludiendo precisamente a aquella parte de Israel que no aceptó a Jesús como Mesías.[9]
Frente a estas concepciones tradicionales, hoy es frecuente que los teólogos cristianos hablen de la existencia dos “pueblos de Dios”, Israel y la iglesia, o de la existencia de un solo pueblo de Dios, compuesto de dos entidades distintas, representantes de dos caminos de salvación diversos, pero convergentes. El problema de esta perspectiva consiste en la idea de que la iglesia cristiana pudiera ser comprendida como una entidad que de alguna manera podría ser distinguida y diferenciada de Israel. Justamente allí donde Pablo habla de una alianza nunca rescindida, habla también, sorprendentemente, de los cristianos como aquéllos israelitas que no han doblado sus rodillas ante Baal.[10] Dicho en otros términos: precisamente allí donde la iglesia no quiere sustituir al pueblo de Israel se piensa sin embargo en la iglesia como una magnitud que no es separable de Israel.
Para entender esto, tal vez podemos volvernos a los orígenes mismos del movimiento cristiano, tal como sería normal en una hermenéutica propia de las iglesias libres.
3. La competencia originaria
El contexto de la praxis de Jesús de Nazaret y de las primeras comunidades cristianas no es el de una sustitución de Israel, ni tampoco el de una convivencia paralelas de dos entidades distintas. La situación inicial es más bien la situación de lo que podríamos llamar una “competencia” sobre cuál ha de ser a configuración correcta de Israel. En el siglo I, varios grupos participan de esta competencia: los fariseos, los saduceos, los herodianos, los esenios, etc. No se trata simplemente de una discusión, sino de una competencia, en la que no sólo se formulan argumentos y visiones divergentes, sino que cada grupo se esfuerza por llevar a la práctica sus concepciones sobre lo que ha de ser la auténtica configuración de Israel como pueblo.
En una situación de competencia, es posible aceptar a los otros grupos como parte del mismo pueblo, al mismo tiempo que se difiere radicalmente de ellos respecto a la configuración concreta que ese pueblo ha de tener. Los otros grupos son entonces interpretados como partes “equivocadas”, “caídas”, “desviadas”, “confundidas”, o “pecadoras”, y sin embargo no dejan de ser considerados como partes del mismo pueblo, y precisamente por eso se compite con ellos.
El cristianismo y el judaísmo rabínico surgieron a partir de esta situación de competencia, en el interior de Israel, en torno a la configuración concreta que ese pueblo habría de tener en el contexto de la dominación romana. Jesús nunca intentó introducir una nueva entidad que sustituyera a Israel o que fuera paralela a Israel. Sin embargo, Jesús sí tuvo su propia perspectiva de lo que habría de ser Israel, a veces significativamente distinta de la de otros grupos judíos. Conectando con las tradiciones vivas que hoy conservamos en la Biblia hebrea, Jesús entendió que el reinado de Dios sobre Israel implicaba la reconstitución de Israel como un pueblo sin estado, distinto del imperio romano y distinto también de las demás naciones.
Las alusiones al Israel pre-estatal están claramente presentes en distintos gestos simbólicos de Jesús, como el sometimiento al bautismo de Juan o la elección de los doce “enviados”.[11] La historia de las tentaciones de Jesús desenmascara la semejanza estructural entre las tentaciones mesiánicas de los grupos revolucionarios judíos y las políticas del imperio romano, repartidor de reinos entre sus vasallos leales.[12] La no-violencia de Jesús, anclada en las tradiciones de Israel, y en las mismas actitudes de muchos judíos contemporáneos de Jesús, contradice la esencia de cualquier estado como monopolizador de la violencia coactiva en un determinado territorio. No se trataba solamente de decidir cuál habría de ser el verdadero rostro de Israel; al decidir esto, se decidía también cómo Israel habría de presentar una alternativa a la dominación de Roma. Desde el punto de vista de Jesús, Israel tendría que ser distinto a las naciones, renunciando a la retribución violenta, a la configuración estatal, y a la dominación de unos seres humanos por otros.[13] El misterioso título del “Hijo del Hombre” alude precisamente a la diferencia fundamental entre los imperios bestiales que recorren la historia humana y el gobierno de alguien verdaderamente humano, que sería por tanto un gobierno compartido por todos los miembros del pueblo de los santos del Altísimo.[14]
Hoy día comienza también a ser claro entre los investigadores que Pablo nunca quiso crear una nueva “religión”, separada de Israel.[15] En la competencia en torno al verdadero rostro de Israel, era para Pablo completamente obvio el reconocimiento de otros grupos judíos como pertenecientes a Israel. Y al mismo tiempo era para él perfectamente posible mantener un desacuerdo total sobre la configuración que Israel tendría que tomar en los tiempos finales, una vez venido el Mesías. Así se puede comprender la peculiar posición de Pablo. Por una parte, Pablo entiende que los judíos que no han aceptado al Mesías definen su identidad en función de una Jerusalén que no es libre, porque está bajo el yugo de Roma. Incluso llega a afirmar, como dijimos, que esta sección de Israel dobla su rodilla ante Baal. No se trata, obviamente, de una alusión a la idolatría religiosa, sino a una idolatría política, pues en definitiva añoran para Israel una forma de organización social que es pagana. Frente a ellos, Pablo entiende que las comunidades cristianas emergentes representan una Jerusalén libre, que no dobla sus rodillas ante los sistemas paganos, y que es regida por un Mesías que está sentado a la derecha de Dios.[16]
4. La gran traición
La traición a la que me refiero no consiste en que los cristianos, en el siglo I, no empuñaron las armas contra Roma para luchar por la independencia de la tierra de Israel. La traición no consiste tampoco en el hecho de que el judaísmo rabínico haya sido amparado por los romanos a la hora de reorganizar a los judíos derrotados, y que los cristianos no entraran en esa reorganización, manteniéndose de este modo al margen del resto de Israel. La traición tampoco está en las iniciativas, de parte rabínica, para excluir a los cristianos de las sinagogas. De hecho, tras las guerras anti-romanas de los dos primeros siglos de nuestra era, solamente pudieron desarrollarse dos configuraciones de Israel que no necesitaban del Templo ni del estado para sobrevivir cotidianamente: lo que vendría a ser el judaísmo rabínico, organizado sinagogalmente en torno a la Torah, y lo que vendría a ser el cristianismo, organizado eclesialmente en torno al Mesías. Estos dos grupos pudieron mantenerse durante siglos en grave desacuerdo, que sin embargo no implicaba una ruptura completa. Contra lo que se suele pensar, la cristología cristiana “alta” no significó una ruptura definitiva con la otra tendencia. La separación se produjo muy paulatinamente, y por motivos más complejos.
Ahora bien, el reconocimiento del mesiazgo de Jesús tuvo el efecto de poner a sus adherentes en una posición difícil con las autoridades romanas, que aceptaban el culto judío como religio legitima, pero que conocían los efectos revolucionarios de la apelación a un Mesías. Un filósofo pagano convertido al cristianismo, Justino, refleja estas discusiones “mesiánicas” a la altura del siglo II en un diálogo ficticio con el judío Trifón. Éste sostiene que, si Jesús fuera el Mesías, el mundo habría cambiado. No habría violencia, ni guerra, ni hambre, ni dolor. Pero el mundo, constata Trifón, sigue igual. El interlocutor cristiano, sin embargo, sostiene que los signos de la era mesiánica ya están presentes: el pueblo mesiánico ha transformado sus lanzas en podaderas, y ya no se preparan para la guerra. Entre los creyentes en Jesús ya no hay pobreza, ni hambre. El Mesías, por tanto, ha llegado, y es Jesus.[17]
Esta apologética de Justino no es por tanto un proceso meramente teórico, como el término “heresiología”, aplicado a Justino, parece sugerir.[18] Las fronteras respecto a la identidad del Mesías implican también fronteras prácticas, por ejemplo en el mismo compartir de los bienes, tal como los cristianos lo practicaron durante los primeros siglos. Sin embargo, todavía en el siglo IV encontramos cristianos que comparten su mesa con los judíos, o que llaman a los rabinos para que les bendigan sus campos.[19] La ruptura decisiva posiblemente no tiene lugar hasta el momento en que el cristianismo se convierte en “religión”, y esta religión es adoptada como oficial por el imperio. Los romanos entendían la religio como un “culto a los dioses” (cultus deorum). Los cristianos, que no tenían culto, eran considerados como una superstición (superstitio). Para defender su estatuto legal, los cristianos propusieron otro significado de religio, en el sentido de una “religación” a Dios. Inicialmente, esta “religación” era la de un pueblo a su Dios. Todavía en el siglo IV, el mismo Eusebio de Cesarea habla de los cristianos como “tribu”. Sin embargo, la conversión del cristianismo en religión oficial del imperio hace desaparecer progresivamente la “tribu” cristiana. Dejó de haber un pueblo cristiano, porque todo el imperio era cristiano. Y el cristianismo fue entonces “religión” en un nuevo sentido, que llega a nuestros días: la religión es ahora un “sistema de creencias”.[20]
Lo que he querido llamar “traición” no es algo relativo a las creencias cristianas, ni siquiera a la cristología “alta” de los cristianos, ya bastante desarrollada mucho antes del concilio de Nicea. Lo decisivo está precisamente en esta transformación de la “tribu” cristiana (mesiánica) en “religión” imperialmente asumida y promulgada. Esta traición tiene múltiples dimensiones. En primer lugar, los cristianos abandonan su extraña identidad, a la vez mesiánica y no-estatal, que era precisamente aquella identidad que les había caracterizado frente a otros grupos judíos del siglo I. En segundo lugar, los cristianos entran en una “nueva alianza”, no ya con Dios y su Mesías, sino con el emperador de Roma, que no por casualidad es quien preside el concilio de Nicea. En tercer lugar, la antigua “Jerusalén libre” se vincula con el imperio que había sido precisamente el destructor de la “Jerusalén terrenal”. En cuarto lugar, las comunidades cristianas asumen una configuración estatal que es completamente extraña a Israel, porque esta configuración ya no es la de los antiguos reinos de Israel o Judá, sino la del imperio de Roma. Y, en quinto lugar, la alianza de los cristianos con el imperio de Roma implica una nueva actitud frente a las comunidades judías: de la competencia sobre el verdadero rostro de Israel se pasa a la persecución.
Es muy significativo que en la primera carta de Constantino después del concilio de Nicea, dirigida a las iglesias cristianas, el emperador no menciona las conclusiones cristológicas del concilio, sino solamente las determinaciones respecto a la fecha de la pascua, exigiendo a los cristianos no continuar usando el calendario judío. El pueblo judío ya no ha de ser tenido en cuenta, dice Constantino, y los cristianos “no han de tener nada en común con esa muy odiada chusma”.[21] La cuestión verdaderamente importante no es cuando se produce la diferenciación entre las comunidades cristianas y el judaísmo rabínico: mucho depende de los criterios utilizados para determinar cuándo hay una separación entre dos grupos. Lo verdaderamente decisivo es que, al aliarse con el imperio, se producen dos procesos inevitables. Por una parte, para trazar fronteras ya no se recurre a medidas, en definitiva “judías”, como las de no participar en comidas comunes, en matrimonios “mixtos”, o en oraciones comunes. Las medidas de distinción son ahora medidas estatales. Por otra parte, el cristianismo, una vez aliado con el imperio, y configurado por él, ya no puede competir por el verdadero rostro de Israel en ningún modo que pudiera ser comprensible para la parte rabínica. El llamado “supercesionismo”, a la vez que pretende “sustituir” a Israel, al mismo tiempo deja de ser comprensible como “Israel”, porque deja de ser un pueblo públicamente situado frente a las demás naciones. Ahora toda la oikumene es “cristiana”, porque todo el imperio es cristiano, pero ya no hay una “tribu” cristiana.
5. La gran paradoja
De la gran traición emerge una paradoja, que se ha mantenido hasta el siglo XX. La paradoja consiste en que las comunidades inspiradas por el judaísmo rabínico, manteniendo en Europa una existencia a veces precaria, asumieron una configuración muy semejante a aquello que Jesús y Pablo (entre otros) habían proyectado como el verdadero rostro del Israel de los últimos tiempos.[22] Los hijos de Israel, en Europa, generalmente perseveraron como un pueblo sin estado, y en este sentido fueron verdaderamente un pueblo distinto de todas las naciones de la tierra. Los hijos de Israel, en Europa, fueron un pueblo que no se preparó para la guerra, sino que normalmente fueron capaces de mantener su identidad sin recurrir a las armas. Los hijos de Israel, en Europa, fueron capaces de organizar también distintas formas de solidaridad económica interna, manteniendo niveles de educación superiores a los de su entorno, y así pudieron mostrarse con frecuencia como una “sociedad alternativa”, admirada y envidiada al mismo tiempo. Los hijos de Israel, en Europa, pudieron presentarse públicamente como un pueblo que, en su diferencia, pudieron dar testimonio de un Dios que es distinto de todos los dioses del paganismo, y de todos los ídolos del cristianismo paganizado.
En su distinción con las naciones, los hijos de Israel pudieron mostrar que la fe monoteísta “hace una diferencia” en el mundo, pues es una fe que libera de los poderes de este mundo, y una fe que por tanto necesariamente constituye un pueblo, públicamente situado en diálogo, y en diferencia, con los demás pueblos. Por eso es perfectamente comprensible aquella anécdota, repetida en distintas maneras, según la cual Federico el Grande de Prusia le pide a un filósofo que le dé una prueba de la existencia de Dios. En la edad de oro del racionalismo, el filósofo no responde con un argumento cosmológico u ontológico, sino con una sencilla frase: “los judíos, majestad, los judíos”.[23] El testimonio de Israel consiste precisamente en lo que el pueblo de Dios es, y no sólo en lo que el pueblo de Dios dice. Frente al fácil “irenismo” de quienes, frente al supercesionismo, sostienen hay dos pueblos de Dios, o un pueblo de Dios dividido en dos entidades distintas, habría que decir que, durante una gran parte de la historia de Europa, lo que con frecuencia sucedió es que solamente un pueblo, solamente una “tribu”, fue reconocible para muchos como pueblo de Dios, que daba testimonio de la alteridad del Dios vivo.
Esta alteridad de Dios, representada por la libertad de su pueblo, nunca dejó de ser representada por un pueblo que nunca pudo dejar de ser otro. Ni la Edad Media, ni la ilustración, ni la era de los nacionalismos, ni la era del socialismo pudieron acabar con esa alteridad. Estamos ante una enorme paradoja o, si se quiere, ante un “supercesionismo” invertido, pues no fueron las comunidades cristianas, ya extintas como tales, sino el pueblo judío, el que realizó en gran medida el proyecto no estatal y pacífico de Jesús para Israel. Y esto es más llamativo, por cuanto que los hijos de Israel realizaron este proyecto sin disponer de la interpretación “mesiánica” de la Torah (el “Nuevo Testamento”), y sin renunciar nunca definitivamente al ideal de un estado en la tierra de Israel, por más que se subrayara siempre que era el Mesías, el verdadero Mesías, quien únicamente tendría la autoridad para introducir tal estado. En esta perspectiva, algunos intelectuales judíos pudieron pensar, en los albores del sionismo, el significado transcendental de que Israel pudiera mantenerse como un pueblo sin estado.[24]
Frente a esa existencia pública del pueblo judío como un pueblo distinto, apenas es necesario recordar el lamentable papel de las iglesias cristianas en Europa. No se trata solamente de recordar todas las persecuciones antisemitas de los siglos pasados. También es necesario recordar la dimensión distinta de la publicidad “cristiana”. Por su relativa libertad frente a los estados, el pueblo judío se pudo mantener como un pueblo distinto frente a todas las naciones. En este sentido, su publicidad fue, por así decirlo, universal. Precisamente por ello, los judíos, a pesar de su distinción frente a otros pueblos, o gracias precisamente a esa distinción, fueron muchas veces los más indicados para expresar los intereses universales de todos los seres humanos, frente a los intereses particulares de individuos, grupos y, sobre todo, naciones. En cambio, las iglesias cristianas, configuradas cada vez más como iglesias protestantes nacionales, o como iglesias católicas “con sabor nacional”, tuvieron una publicidad muy limitada, porque ésta publicidad se refirió siempre primeramente a las relaciones de la iglesia nacional con un estado concreto, el estado que las sostenía y financiaba. Todavía hoy, cuando se habla de la “religión en el espacio público”, para muchos cristianos la referencia primera es, no el conjunto de las naciones, sino un estado nacional concreto, el estado “de” su iglesia.
6. Después de la paradoja
La paradoja de siglos ha comenzado a llegar a su fin en el siglo XX. El holocausto no fue simplemente un resultado del “neo-paganismo”, ni tampoco fue simplemente un producto del “cristianismo”. Ambas cosas tuvieron que mezclarse para que la ruptura con la “chusma judaica”, preconizada por Constantino, llegara a convertirse en un intento sistemático de aniquilación. Tras el holocausto, Israel se ha vuelto a constituir como estado, determinando de modo esencial la vida y el pensamiento judíos en todos los lugares del mundo. La existencia pública de Israel ya no es la existencia de un pueblo sin estado, sino la existencia de un estado más, hasta el punto de que el significado de la palabra “Israel”, para una gran parte de la humanidad, se vincula a una nación concreta del Oriente Próximo, y no ya al pueblo universal de los hijos de Jacob. Antes de la venida (o re-venida) del Mesías, una gran parte del pueblo Israel ha optado por constituirse como una nación-estado a semejanza de “las demás naciones”, repitiendo el proceso iniciado por Saúl y David. ¿Pueden los hijos de Israel seguir siendo la señal de la existencia de Dios? ¿Es posible en esta nueva situación decir todavía “los judíos, majestad, los judíos”?
Por su parte, los estados “cristianos”, surgidos del constantinismo, han iniciado procesos de secularización, más o menos intensos, en los cuales las “iglesias”, muchas veces a su pesar, comienzan a enfrentarse con la necesidad de pensarse a sí mismas como tales iglesias, y no solamente como secciones de un estado cristiano. El cristianismo como “religión” (en el sentido constantiniano de un “sistema de creencias”) empieza a dar paso al cristianismo como “pueblo” (o como “tribu”), por más que este proceso se haga con frecuencia contra la voluntad explícita de los cristianos, renuentes a ceder privilegios, o nostálgicos de un pasado que difícilmente puede volver. Los cristianos se ven después de dieciséis siglos ante la posibilidad de convertirse de nuevo en un pueblo sin estado, y esta posibilidad tal vez les aterroriza. El activismo político, el juego de influencias, la lucha por los “derechos” de las iglesias, o la vinculación del cristianismo con la suerte de Europa o de Estados Unidos, son con frecuencias maneras para evitar ese proceso aterrorizador. Y, sin embargo, este proceso es una oportunidad magnífica para el cristianismo.
Todavía en la primera mitad del siglo XX, eruditos judíos como Martin Buber seguían planteando a los cristianos la misma objeción que Trifón en el diálogo de Justino: si el Mesías ya hubiera venido, el mundo habría cambiado. Sin embargo, los teólogos cristianos del siglo XX ya no podían responder como Justino, mostrando la existencia de un pueblo en el que, de alguna manera, se habrían comenzado a realizar las promesas de la era mesiánica, y tenían que conformarse con reinterpretar el mesianismo en términos más bien generales y abstractos, sin referencia a la publicidad de un pueblo.[25] Un mesianismo concreto requiere empero la existencia de un pueblo mesiánico, por más que este pueblo esté cargado de dificultades, limitaciones y ambigüedades. Para decir “los judíos, majestad”, no se necesitaba que los judíos fuera un pueblo perfecto, sobre el que se pueda pronunciar algún tipo de “teología de la gloria”, que ignore los límites del peregrinar humano en este mundo. Para que el evangelio de Juan pueda decir “venid y lo veréis”,[26] no se requería que el movimiento de los seguidores de Jesús fuera perfecto. Basta con que los seguidores de Jesús formen un pueblo que, por su referencia constitutiva a la libertad de Dios, sea distinto de todas las naciones.
Cuando los cristianos temen que la pérdida de poder político en los países occidentales implique una pérdida de relevancia social, están implícitamente diciendo, contra toda evidencia, que la existencia de los judíos en Europa habría sido irrelevante para Occidente. Además, como ponen de relieve los sociólogos, lo verdaderamente relevante en nuestro mundo no está en las viejas instituciones vinculadas a los estados nacionales. Lo verdaderamente relevante se encuentra más bien en aquellos movimientos, de todo tipo y condición, que son capaces de reelaborar desde sus raíces la identidad humana, proporcionando el sentido de la vida que la economía no puede aportar.[27] Del mismo modo, quien afirma que la idea de una iglesia “más allá del sistema” es totalmente impracticable, parecería tener que afirmar, al mismo tiempo, que la vida de los judíos en Europa no fue posible. Y aquí es donde la “teología de la gloria” es más bien una “teología de la cruz”, porque ciertamente el judaísmo existió en Europa, pero existió bajo la sospecha, la marginación y la persecución. Y del mismo modo que no se puede decir que sea imposible ser cristiano más allá del sistema, hay que asumir que una existencia más allá del sistema tiene que contar con la posibilidad del sufrimiento y de la persecución.
Algunos cristianos han afirmado que el cristianismo murió en Auschwitz. Y algunos judíos han afirmado con cierta precaución que “su” judaísmo, el judaísmo tradicional, podría estar muriendo en las guerras contra el pueblo palestino.[28] Por lo que toca al cristianismo, se podría decir que en Auschwitz llegó a su culminación lo que había comenzado con Constantino, en el siglo IV de nuestra era. Si eso fue el cristianismo, tal cristianismo parece estar herido de muerte en Europa. Sin embargo, es posible que eso no fuera el cristianismo, y que el cristianismo originario tenga ahora la oportunidad de mostrar su verdadero rostro, asumiendo la herencia crítica de la Biblia hebrea y del pueblo hebreo, de Jesús, de Pablo, de las primeras comunidades cristianas, y de todos los movimientos de reforma a lo largo de los últimos dieciséis siglos. Porque la verdadera relevancia pública del cristianismo no consiste en las declaraciones ni en los juegos de influencia. La mayor y más grande relevancia pública de la iglesia consiste en que el pueblo de Dios sea, como está llamado a ser, un pueblo universalmente público, que en su publicidad muestra lo que podría significar que Dios reine por medio de su Mesías.
[1] Se trata del simposio sobre Religion im öffentlichen Raum, que tuvo lugar entre el 22 y el 23 de febrero en Augsburg, Alemania, organizado por la Ökumenische Rundschau.
[2] Cf. Jue 8:23; 1 S 8:1-22; 12:6-26.
[3] Cf. N. Lohfink, Das Jüdische am Christentum. Die verlorene Dimension, Freiburg i. B., 1987 (2ª ed.).
[4] Cf. Miq 4:1-5; Is 2:1-5; Sof 3:9-13; etc.
[5] Cf. Ro 11:17-19; 23-24.
[6] Cf. D. Boyarin, Border Lines. The Partition of Judaeo-Christianity, Philadelphia, 2004.
[7] Digamos que se trata de una perspectiva específicamente “anabaptista”, al menos en el sentido de que muchas iglesias libres, especialmente en el contexto norteamericano, se entienden a sí mismas como iglesias nacionales, sólo que fragmentadas.
[8] Cf. J. Cohen (ed.), Essential Papers on Judaism and Christianity in Conflict: From Late Antiquity to the Reformation, New York, 1991.
[9] Cf. N. Lohfink, Der niemals gekündigte Bund. Exegetische Gedanken zum christlich-jüdischen Gespräch, Freiburg 1989.
[10] Ro 11:4 en referencia a 1 R 19:18.
[11] Señales de la entrada en la tierra prometida, cf. Jos 2-3.
[12] Cf. Lc 4:6.
[13] Cf. Lc 22:24-30 par.
[14] Cf. Dn 7.
[15] Cf. James D. G. Dunn, The New Perspective on Paul, Grand Rapids, 2005. Más radicalmente, P. Eisenbaum, Paul Was Not a Christian: The Original Message of a Misunderstood Apostle, San Francisco, 2009.
[16] Cf. Ga 4:21-31; Ro 11:4.
[17] Cf. Justino, “Diálogo con Trifón”, edición bilingüe en D. Ruiz Bueno, Padres apologistas griegos, Madrid, 1954, pp. 300-548.
[18] Cf. A. Le Boulluec, La notion d’heresie dans la littérature grecque, IIe-IIIe siècles, Paris, 1985.
[19] Cf. A. W. W. Dale, The Synod of Elvira and Christian Life in the Fourth Century, London, 1882.
[20] En parte esto lo señala Boyarin, en “Rethinking Jewish Christianity: An Argument for Dismantling a Dubious Category (to which is Appended a Correction of my Border Lines)”, Jewish Quarterly Review 1/99 (2009) 7-36.
[21] μηδὲν τοίνυν ἔστω ὑμῖν κοινὸν μετὰ τοῦ ἐχθίστου τῶν Ἰουδαίων ὄχλου, Eusebio de Cesarea, Vita Constantini III, 18.
[22] Me parece muy importante, y sigo de cerca la contribución de J. H. Yoder, The Jewish-Christian Schism Revisited, London, 2003.
[23] La frase ha sido atribuida a Herder y a otros personajes de la época; también a Pascal, en el contexto de la corte del rey de Francia.
[24] Cf. F. Rosenzweig, Der Stern der Erlösung (1921), Freiburg i. B., 2002, pp. 364-372.
[25] Cf. J. Moltmann, “Jesus zwischen Juden und Christen”, en Evangelische Theologie 1 (1995) 49-63. Moltmann entiende que la objeción mesiánica es original de Martin Buber, de quien la habría tomado Schalom Ben-Chorim. Sin embargo, es la misma objeción que ya encontramos en el Trifón de Justino.
[26] Cf. Juan 1:39-40.
[27] Cf. M. Castells, La Era de la Información. vol. 2: El poder de la identidad, México, D. F., 2001.
[28] Cf. D. Boyarin, Border Lines, op. cit., p. XIV.