Por estos días de emergencia sanitaria y crisis económica, saltan a la palestra religiosa diferentes discursos bíblicos y teológicos que prometen explicar (a veces enmarañar) las razones del virus, los propósitos de Dios y otros misterios insondables. Los discursos apocalípticos (los que vaticinan peores males) superan con creces a los proféticos (los que denuncian los males y proponen cómo lidiar con ellos).
A propósito de ese contraste entre los acercamientos apocalípticos y lo proféticos, viene al caso mencionar que en la antigua literatura judía los textos apocalípticos se diferenciaban notoriamente de los proféticos (X. Pikaza). Los primeros afirmaban el fracaso de la historia y, por lo tanto, presagiaban las acciones justicieras de Dios para terminar con esa historia y hacer una nueva. Siendo que ya no se podía hacer nada, Dios debía intervenir para rehacer lo que el ser humano había arruinado. Desde esta óptica apocalíptica, Dios es el censor soberano y, el ser humano está a merced de agentes sobrehumanos (demonios o ángeles) que toman la decisión sobre el futuro de la humanidad.
Los textos proféticos, por su parte, no concebían la historia como “caso cerrado”, ni menos al ser humano como sujeto de fuerzas ajenas. Preferían criticar el actuar humano en la historia y animarlo a trabajar para construir una historia afín con los propósitos del Señor. En lugar de sentenciar ¡aquí ya no se puede hacer nada! Preferían anunciar ¡aquí todo está por hacerse! Denunciaban los males y estimulaban las acciones éticas a favor de la vida y el cambio. Jeremías lo hace a su manera:
“Así ha dicho el Señor: «Deténganse en los caminos y pregunten por los senderos de otros tiempos; miren bien cuál es el buen camino, y vayan por él. Así hallarán ustedes el descanso necesario. Pero ustedes dijeron: “No iremos por allí.” También les puse vigilantes que les advirtieran: “Presten atención al sonido de la trompeta.” Pero ustedes dijeron: “No vamos a prestar atención.” (Jeremías 6:16-17).
Y Hageo reclama: “Así ha dicho el Señor de los ejércitos: “Piensen en lo que hacen. Vayan al monte, y traigan madera, y reconstruyan mi casa. Yo pondré en ella mi beneplácito, y seré glorificado.”
En nuestro caso y ante la pandemia, la “apocalíptica criolla” opta por el Dios severo y castigador que trama el fin, mientras sus voceros anuncian la aparición del Nuevo Orden Mundial y pintan el escenario dramático que nos espera y que, según dicen, ellos habían advertido. Dios, aquí, es el inflexible soberano que castiga. Y el ser humano, un ser incapaz bajo cuya responsabilidad solo pesa el no haberse arrepentido a tiempo. Ningún reclamo que denuncie su irresponsabilidad social, ni que incite al cambio de los modelos económicos que sustentan el dislocado orden social. De eso, nada. Los reclamos morales, por cierto, se reducen a los pecados sexuales, su idolatría religiosa y su abandono religioso. En silencio se quedan los desmesurados pecados sociales que hoy revela, ¡y de qué manera!, la pandemia: desigualdad social, injusticia económica, violencia de género, exclusión social, racismo, violencia estructural, entre decenas más.
Las dramáticas cifras de más de 3.900 millones de personas confinadas, casi 4 millones de infectadas, 300.000 fallecidas y más de 1.600 millones de niños y niñas afectados por el cierre de las escuelas, entre otras cifras que siguen ascendiendo cada día, ¿no podrían ser razón suficiente para que las iglesias enmienden sus vetustas teologías de la Misión? ¿No se requeriría para este momento una misión contextual, compasiva, profética y solidaria? Se trata de develar el rostro misericordioso y clemente de Dios (que llora junto a nosotros) y de ajustar los presupuestos antropológicos, para que el ser humano recupere su fisonomía bíblica como ser libre, responsable y con capacidad de cambio. Bajo esa premisa, el libro de Deuteronomio apela a la decisión del pueblo para que escoja el camino de la vida y de la bendición:
“Hoy pongo a los cielos y a la tierra por testigos contra ustedes, de que he puesto ante ustedes la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge, pues, la vida, para que tú y tu descendencia vivan; y para que ames al Señor tu Dios, y atiendas a su voz, y lo sigas, pues él es para ti vida y prolongación de tus días.” (Deuteronomio 30:19-20).
Se escoge, en este caso, el camino profético, que convoca a la trasformación. El mismo que hoy pudiera escoger el pueblo de Dios, para sumarse como actor protagónico de las trasformaciones éticas, sociales, ecológicas y políticas que apremian. ¡Porque malas noticias, sobran! Urge profecía que movilice cambios, en lugar de apocalipticismo que los paralice.
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