La iglesia evangélica de nuestros días se enfrenta a uno de los peligros más importantes de los últimos tiempos, peligro que va siendo cíclico a lo largo de la historia y que afecta a las instituciones religiosas: el fariseísmo implacable y arrogante de tiempos de Jesús. No hay nada nuevo bajo el sol; como ocurrió con el antiguo Israel, cuyas estructuras religiosas se fueron haciendo cada vez más rígidas, la Iglesia se ha ido anquilosando y, lejos de renovarse (o reformarse continuamente para ser fiel al ideario de la Reforma protestante), se ha atrincherado en las formas y en las ideas de antaño sin ser capaz de dar respuesta a los problemas con los que el pueblo de Dios se enfrenta hoy y, mucho menos, de iluminar el camino a seguir para un mundo que va a la deriva.
Enrocada en la “sana doctrina”, la iglesia camina hacia la descomposición espiritual porque, mientras que los profetas antiguos y los apóstoles del Nuevo Testamento fueron capaces de presentar una mensaje inspirado en el Dios misericordioso, la iglesia está levantando muros de intolerancia hacia los que no piensan de la misma manera, señalándolos y percibiéndolos como un peligro del que hay que protegerse, igual que los fariseos de tiempos de Jesús. Mientras que el Dios de la Iglesia derriba muros de separación entre el judío y el diferente (Efesios 2.14, “de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación”), la iglesia intolerante los levanta señalándolo por no pensar de la misma manera, por no ajustarse al patrón, por cuestionar la “línea inspirada” en no sé qué tipo de dogmatismo.
Jesús vivió en sus carnes lo que esto significó y se enfrentó abiertamente a los escribas y fariseos, a los expertos en la letra de la ley. A partir de esa confrontación podemos ver algunos signos identificativos de la iglesia de nuestros días o, para ser más precisos, signos identificativos de algunos sectores dentro de las comunidades cristianas donde la intolerancia se ha instalado para formar parte de su “ADN”. Recordemos que los evangelios fueron escritos en el seno de comunidades que pusieron el énfasis en algunos temas trascendentales que habían vivido o estaban experimentando y el fariseísmo era uno de los peligros que las acechaban siendo conscientes de que no estaban exentos del tropiezo, y el “abismo” estaba solo a un paso.
Uno de los signos del fariseísmo evangélico de nuestros días es el lenguaje adornado, las frases grandilocuentes con resquicio religioso, el discurso exigente; en definitiva, la palabrería. Jesús dijo a sus seguidores: “Todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras, porque dicen y no hacen” (Mat 23.3). Y añade que los fariseos ponían cargas en los demás que ellos mismos no eran capaces de mover con un dedo.
El fariseísmo evangélico se ha encargado de poner cargas insoportables a diferentes tipos de personas. Exigen que se cumplan las normas. Vigilan incansablemente que todos se sometan a la “ley”. Pero este fariseísmo evangélico no se da cuenta de la humana debilidad que atenaza al ser humano y se hace intransigente, intolerante, perseguidor de herejes, apedreador de los que se desvían, saqueador de mentes, opresor de los que buscan libertad… Cuando el pueblo de Dios está más pendiente de señalar al “perdido” que de mostrarle misericordia, es que está siguiendo la línea farisaica que Jesús denunció. Este pueblo fariseo exige santidad, pero su intimidad deja mucho que desear. Es más, aquellos que son más estrictos e intransigentes con el prójimo, son los que más debilidad muestran en su vida privada. El más severo es el que más tiene que callar. El más inflexible es el que más se salta la “ley”. Y Jesús denuncia eso y advierte para que el pueblo de Dios no caiga en semejante despropósito.
Otro signo del fariseísmo evangélico de nuestros días es la imagen de religiosidad vacía de realidad. El propio Jesús denuncia que los fariseos “hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres” (Mat 23.5). Observamos en nuestros días a personas a las que se les llena la boca de misericordia cuando oran públicamente en las iglesias, y se maravillan de la gracia de Dios, y le agradecen su amor…, pero son incapaces de saludar al hermano que piensa de otra manera en algún punto de la “sana doctrina”, mientras hacen “campaña” en su contra usando las viejas armas de la murmuración y el descrédito. Dicen que aman a Dios, pero solo es una imagen de religiosidad que quieren proyectar a los demás de santidad y espiritualidad. Pura apariencia, rancio fariseísmo; es una vivencia vacía de realidad; apunta a lo espiritual pero, en el fondo, es diabólica porque se aleja de la esencia del evangelio: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo (Mat 22.37-39).
Otro signo de fariseísmo evangélico de nuestros días es el deseo de poder. Hay personas a las que les gusta el prestigio, aman tener un puesto de responsabilidad en la Comunidad, les encanta ser escuchados, y que se les de una palmada en la espalda por todo aquello que hacen pensando que sirven a Dios; se encargan de dar a conocer sus ministerios de una forma sutil para que los demás sepan lo buenas que son. Todo su ego se hincha, se ensancha su vanidad, se engrosa su corazón pero no para lo bueno, sino para buscar el reconocimiento y el poder. Es fariseísmo. Se sientan en los primeros bancos de las iglesias, y dicen “amén” de una manera muy pronunciada para que los demás les oigan, cantan a pleno pulmón, están aquí y allí para que se vea que son muy activos en la obra de Dios, que siempre están haciendo algo…, pero cuando aparece el diferente, le miran desde la distancia, desde la sospecha, desde el miedo a que las cosas cambien y no solo le menosprecian, sino que le desprecian. En el fondo es el típico temor del que se aferra al poder porque su estatus se ve amenazado. Pero viene Jesús y les dice a sus discípulos, a los que no están exentos de caer en este signo farisaico, que tengan cuidado, que el que “es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo” (Mat 23.11).
Otro signo más de fariseísmo evangélico es el poner palos a las ruedas; algunos son especialistas en esto. Es como el perro del hortelano que ni come, ni deja comer. Jesús lo dice así: “cerráis el reino de los cielos delante de los hombres; pues ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que están entrando” (Mat 23.13). El Reino de los cielos tiene que ver con una transformación social y religiosa en la Comunidad cristiana; es lo opuesto al fariseísmo. En el Reino de Dios, la libertad impera; en el fariseísmo evangélico todos tienen que estar hechos del mismo molde y uno no se puede mostrar tal y como es. En el Reino de Dios, la gracia y la misericordia son sus señas de identidad; en el fariseísmo evangélico, impera la letra de la ley y el ánimo justiciero. En el Reino de los cielos, el perdón es la práctica más habitual; en el fariseísmo evangélico, se señala al que tropieza y se le aparta para que no contamine. Además, cuando alguien quiere cambiar algo porque ve que la comunidad cristiana se aleja del evangelio de Jesús al primar la norma por encima de la misericordia, se le censura y se le hace el vacío.
Otro signo de identidad del fariseísmo evangélico es que se da importancia a lo insignificante: “Diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe” (Mat 23.23). Yo me pongo a temblar cada vez que un creyente emite estas palabras: “la Biblia dice que…”. Normalmente se usa esta expresión para exigir a los demás lo que deben hacer, no para redargüirse o enmendarse uno mismo. La mirada está en el otro, en el prójimo, pero no para amarlo, sino para “machacarlo” con palabras evangélicas en aras de la religiosidad más fundamentalista. Aquellos que ponen el acento en la “ley”, devienen en fariseísmo puro y duro; afortunadamente, todavía quedan cristianos que prefieren concentrarse en la gracia porque son muy conscientes de su debilidad, de que todos estamos hechos de la misma humanidad, como Elías, que era un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras (Sant 5.17).
Otro signo de identidad del fariseísmo evangélico es que se cree en posesión de la verdad. Jesús les dice que son ciegos, guías de ciegos (Mat 23.17,19,24,26). No hay nada peor que una persona que no quiera ver, porque está convencida de que tiene la verdad, que la razón le respalda, que actúa en nombre de Dios. Eso hacía que los fariseos se volvieran intransigentes, intolerantes y que decidieran eliminar al que era la verdad y la vida, Jesús de Nazaret. Pero lo peor de todo no es que el fariseo caiga en el hoyo, sino que hará caer a otros con él porque se erige en guía de los demás, acarreando mayor responsabilidad. El fariseo pierde de vista que “Dios es verdad” y que la verdad, la diga quien la diga, viene siempre de Dios, aunque el mensajero sea un pobre desnutrido, un ateo o un hijo del Altísimo. Creerse en posesión de la verdad lleva al fanatismo, una de las peores drogas ideológicas de nuestros días; de ahí el peligro que entraña. El cristiano, por ser cristiano, no está en posesión de la verdad; es la Verdad quien nos posee a nosotros para darnos una mente nueva orientada a la misericordia, a la justicia y a la libertad y todo lo que se aleje de esto, es manipulación farisaica.
Otro signo de identidad del fariseísmo evangélico es hacer una lectura literalista de la Escritura perdiendo de vista el entorno cultural en el que fue escrita. Pero es curioso que, normalmente, el fariseo solo levante la vista alrededor mirando a quien devorar con la literalidad de la Escritura y, en nombre de no sé qué Dios, dogmatiza para crucificar al que difiere de su pensamiento. Jesús, dando respuesta a los saduceos les dijo: “Erráis, ignorando las Escrituras y el poder de Dios” (Mat 22.29). Si hoy se tuviera que escribir la Biblia se usaría otra terminología, otros conceptos que expresaran el amor de Dios hacia la humanidad. Por eso, es tarea del exégeta descubrir los principios bíblicos (que son permanentes) y separarlos del “ropaje” en el que están envueltos (lo circunstancial, temporal, accesorio). Sin embargo, el fariseísmo evangélico se aferra a lo accesorio (el ropaje) y deja a un lado lo permanente (los principios eternos).
Esto son solo algunas reflexiones de un cristiano que intenta seguir a Jesús, con sus limitaciones, con sus incongruencias, con sus conflictos personales, sujeto a las mismas pasiones de Elías; por eso, conforme pasa el tiempo me voy haciendo cada vez más comprensivo con el prójimo y más intolerante con aquellos que exigen a los demás lo que no están dispuestos a hacer.
El fariseísmo evangélico se ha atrincherado en la iglesia y se ha camuflado bajo el paraguas de la santidad. En el fondo es una manifestación más del principio de aversión a la pérdida que anida en el corazón humano (ver mi artículo “Aversión a la pérdida” publicado en 2016 en Lupa Protestante). Es responsabilidad de todos identificarlo y erradicarlo para volver a la esencia del evangelio: el amor, la misericordia, la justicia, la libertad… Los signos farisaicos fueron descubiertos y denunciados por Jesús de Nazaret; es tarea de todos desmarcarse de ellos, pero desde la humildad, porque nadie está exento de caer en sus garras, ya que sus tentáculos son muy sutiles y poderosos. Ojalá avancemos por esa senda, aunque nos cueste el rechazo y la incomprensión. Ojalá aspiremos a ser sencillos seguidores y seguidoras de Jesús, huyendo del fariseísmo evangélico de nuestros días. Seguro que merece la pena.