Hice el ejercicio de remontarme al pesebre. ¿Cómo habrá sido esa noche? José y María, en un establo fuera de la ciudad, sin el bullicio y los gritos de la gente en el mercado. Probablemente era de noche. Por ser un establo, los dueños del campo estaban alejados. Un parto que se produce en circunstancias difíciles, no sólo por el lugar donde estaban (una pocilga con animales, excrementos y comida media podrida, con un denso olor alrededor) sino también por el ambiente político, colmado de rumores de persecución y asesinato a mansalva. Los imagino hablando bajo, tratando de no llamar la atención, escuchando, tal vez, sólo el llorisqueo del recién nacido. La madre y el padre observando al niño, seguramente con mucha sorpresa. Y la noche se va, tratando los tres de dormir después de un día con tantas tensiones, buscando el descanso.
En fin, imagino un momento con pocos ruidos. El gemir de algunos animales, el resonar de las hojas en los escasos árboles alrededor del establo, el cantar de las langostas en la noche, y algún que otro intercambio susurrado entre José y María, para no despertar al bebe, y no atraer la atención de algún desconocido que podría llegar a pasar de incógnito. Vislumbro una noche de mucho silencio, a causa del miedo por estar escondidos, de la sorpresa por un nacimiento no planificado, de la quietud que impone estar a las afueras de la ciudad, en la a veces desesperante quietud del campo.
El silencio del pesebre se contrapone bastante al estruendo de las navidades actuales, cargadas de tanto mandato cultural, de clichés teológicos y eclesiales, de la presión del consumismo capitalista, de las suntuosas fiestas, de la demanda por aparentar una armonía y paz irreales, frente a todo lo acumulado en nuestros quebrados afectos por lo que en todo el año intentamos evadir en la vorágine de la vida. En fechas como ésta, la función de la memoria involucra muchas veces llevarnos a ese mito originario que da cuenta de nuestras faltas, no morales sino existenciales: de aquello rudimentario que comenzó el camino, y que en el transitar lo hemos cargado innecesariamente con interpretaciones, discursos, idealismos y tantos otros desvíos. Recordar el origen nos expone, a través de la invocación, frente a mucha cáscara amontonada, para tapar la simpleza de los comienzos. Así pasa con la fe, con la vida, con las relaciones, y con los hitos que inevitablemente nos atraviesan.
Por ello mi deseo es una navidad con más silencio. Recordar al Jesús del pobre y apestoso establo, es dar cuenta del lugar donde Dios decide hacerse presente. No fue en el Templo, ni en el Palacio, ni en el Mercado. Fue allí, en los márgenes de los lugares de poder, en el sosiego de una noche estrellada, entre murmullos de una madre y un padre adolescentes que no entendían muy bien lo que estaba pasando, pero que allí estaban, comprometidos, desafiando inclusive una perversa persecución.
Necesitamos una navidad con más silencio para escucharnos, a nosotros/as mismos/as y a quienes nos rodean. Más silencio para dejar de evadir y esconder el dolor entre sonrisas falsas. Más silencio para encontrar la sabiduría que requerimos en nuestro caminar. Más silencio para dar cuenta que Dios está aquí, en mí, en este lugar que no tiene nada que ver con el exitismo –religioso, político y económico- que se nos impone como disfraz, sino en la simpleza, en la debilidad, en la fragilidad. En fin, una navidad con más silencio para desnudarnos de la algarabía que esconde la belleza de lo más rudimentario que nos constituye.