Guarda silencio ante Jehová, y espera en él (Sal. 37, 7a)
Aunque es cosa archisabida, resulta siempre escalofriante leer o consultar cualquier artículo o crónica periodística referente a los niveles de contaminación acústica en nuestro entorno occidental, especialmente en las zonas urbanas (en algunas más que en otras, naturalmente). No faltan, como es lógico, quienes advierten en tonos cuasi-apocalípticos acerca de las consecuencias devastadoras que ello puede acarrear a corto o largo plazo sobre nuestro sentido del oído y que, según afirman, ya empiezan a hacerse patentes en algunas personas.
De alguna manera, los seres humanos del siglo XXI vivimos en una sociedad del ruido. Peor aún, en una cultura del ruido institucionalizado, en la que al ruido físico y a los decibelios sobrepasados se aúna el ruido mediático que impide la comunicación de ideas y que enturbia la transmisión fidedigna de sucesos y noticias.
De alguna forma, se impone que alguien con autoridad para ello se levante y grite ¡silencio!
Por desgracia, nada de ello es ajeno a la vida de las congregaciones cristianas. También en un número creciente de ellas constatamos niveles alarmantes de ruido, físico y mediático, que dañan por completo los aparatos auditivos y hasta cognoscitivos de los creyentes.
En relación con lo primero, se ha extendido la pésima costumbre —algunos prefieren hablar de moda— de acompañar los cultos con una instrumentalización y unos estilos musicales, no ya completamente ajenos a lo que en las culturas cristianas tradicionales significaba música sacra, sino realmente estruendosos y harto desagradables. Entiéndasenos que no nos oponemos de forma sistemática (e irracional) al empleo de cánticos o composiciones actuales un tanto distintas a los himnos clásicos. Hay himnos en nuestros himnarios tradicionales que debieran ser revisados en profundidad (y algunos de ellos incluso eliminados), pues sus contenidos, dígase lo que se quiera, se hallan en ocasiones en oposición abierta con el mensaje del evangelio. Así como suena. Cánticos en los que sólo parece exaltarse el sufrimiento y el dolor transmiten una pésima visión de la vida cristiana, sustancialmente tétrica, que no casa en absoluto con una Teología de la Gracia en el más puro sentido neotestamentario. Por otro lado, ciertos estilos rimbombantes de un lenguaje decimonónico pueden de hecho distraer al fiel con unas expresiones hoy carentes de sentido y en algunos casos muy concretos incluso malsonantes. Evidentemente no lo eran cuando se compusieron, pero el idioma evoluciona, cambia, se transforma de manera imperceptible, y ciertos vocablos otrora nobles hoy adquieren significados diametralmente opuestos. Muchas composiciones modernas de calidad contienen, además de una música muy apta para la adoración, una expresión mucho más adecuada a nuestros usos lingüísticos contemporáneos, aunando actualidad con reverencia. En relación con el uso de instrumentos en el culto público, cualquiera es apto, dicho de entrada. En ningún lugar se ha escrito que sólo órganos o violines puedan ser adecuados para la adoración a Dios. También la batería o la guitarra, clásica o eléctrica, por no olvidar la trompeta, el clarinete y cualquier otro similar, cumplen esa función si son bien utilizados. Personalmente hemos escuchado en alguna congregación hermosísimas combinaciones de órgano clásico con batería y de guitarra eléctrica con instrumentos de cuerda que realmente nos han elevado por la innegable maestría de quienes ejecutaban con toda reverencia las piezas escogidas. Pero, triste es decirlo, también hemos sido testigos de unas representaciones que nada tenían de reverente y que daban la impresión de asistir, no a un culto en un templo de adoración, sino a un concierto rock de barrio o a una discoteca de baja estofa. No nos extraña, por lo tanto, que haya habido familias enteras que han abandonado congregaciones en las que se habían reunido toda la vida, no por discrepancias doctrinales ni personales, sino por no poder soportar literalmente el estruendo, el guirigay, la barahúnda dominical a que se había visto reducido lamentablemente el culto sagrado.
Realmente, no se adora mejor por hacer más ruido. No “se mueve el espíritu” mucho más —expresión ésta que se nos antoja radicalmente blasfema y por eso nos resistimos a escribir espíritu con mayúscula— porque la música se ejecute a ritmos deliberadamente rápidos o porque ésta se acompañe de ciertos movimientos corporales o de palmas, la mayor parte de las veces desacompasados y ejecutados con muy escasa habilidad. El ruido resulta molesto, puede incluso convertirse en nocivo. No contribuye a la tranquilidad mental precisa para elevar el alma al Señor, sino que, de forma imperceptible incluso, contribuye a generar crispación. Y, desde un punto de vista meramente testimonial, vierte una pésima imagen de quienes pretenden adorar de esas maneras. No suele ser infrecuente, por desgracia, que se denuncie a congregaciones enteras, especialmente de ciertas denominaciones, por el incordio permanente que han de sufrir sus vecindarios cada vez que celebran un culto. Es lástima tener que reconocer que muchas capillas contribuyen en buena medida a la contaminación acústica de sus localidades o barrios más que a otra cosa.
En relación con lo segundo, asistimos desde hace cierto tiempo a un verdadero aluvión de predicaciones —si es que se les ha de aplicar realmente este nombre— de un corte completamente ajeno a las buenas nuevas de salvación transmitidas por Nuestro Señor y los apóstoles. Invade a muchas congregaciones de nuestro entorno todo un entramado ideológico en el que, so pretexto de proclamar la Palabra del Dios Vivo, se vehiculan ideas altamente peligrosas no sólo para los creyentes individuales, sino para el conjunto de la iglesia y de la sociedad. No faltan a tales proclamas la acostumbrada profusión de versículos bíblicos y expresiones lingüísticas que pretenden transmitir piedad, pero su efecto es similar al del agua de un charco cuando pasa por él un coche a toda velocidad e impregna de manera desagradable a cuantos estuvieran a su lado. La Escritura se halla permanentemente en la boca de tales supuestos “pastores” o “líderes”, pero no el evangelio de Cristo. No es la redención obtenida por Jesús el centro de esa presunta proclamación, sino otros asuntos muy variopintos, desde un apocalipticismo muy rentable financieramente hablando, hasta un moralismo que disimula mal cierta hipocresía de trasfondo, pasando por una serie de “doctrinas bíblicas” a cual más estrambótica, más rocambolesca y más ajena al elenco cristiano y a la propia sensibilidad de las sociedades occidentales. Triste es tener que admitir que ese ruido mediático se produce precisamente con la misma Biblia en la mano, a base de textos y citas literales que aturden más que nada. Y para algunos profesionales de esta clase de contaminación los resultados son más efectivos cuando una parafernalia tal viene rubricada por “señales milagrosas” hábilmente inducidas (supuestas glosolalias, curaciones muy discutibles) y/o magistralmente preparadas (¡hasta resurrecciones!), amén de la presencia de ciertos individuos pretendidamente escogidos por Dios como “profetas”, “apóstoles” o “siervos ungidos”. Cuando todo este entramado está bien orquestado por showmen profesionales, los resultados son magníficos: no sólo se consigue desviar la atención de las congregaciones de aquello que es fundamental, sino que incluso esos “líderes” acrecientan sus cuentas corrientes, de ahorros, sus inversiones en territorio nacional y/o extranjero y sus propiedades particulares. A eso le llaman algunos “bendiciones del Señor”.
Tal ruido y tan bien planificado tiene un claro propósito: impedir el pensamiento, anular el raciocinio, la capacidad crítica, es decir, aquello que nos hace ser realmente humanos, racionales e imagen de un Dios inteligente que nos ha hecho, nos ha diseñado y nos quiere inteligentes. Dios no desea adoradores pasivos y embrutecidos, sino creyentes capaces de pensar y asimilar plenamente lo que él transmite. En nada se diferencian, por tanto, este tipo de “predicadores” y de “iglesias” de cualquier multinacional dedicada a la explotación de los seres humanos. Bueno, sí. Se diferencian en algo fundamental: el producto que venden toca los sentimientos más profundos de las personas, es decir, los religiosos; aquello que nos puede hacer más manejables, más fácilmente manipulables, más vulnerables, en una palabra.
Sinceramente, no entendemos por qué aún algunas instancias se empeñan en considerar este tipo de fenómenos de puro márketing pseudo-religioso como “iglesias”, por qué no se les tilda con el nombre que mejor los define, que es sectas peligrosas, y por qué se comete el craso error de permitir que estén alineadas con denominaciones serias y dignas que difunden el evangelio de Cristo. Nos cuesta mucho imaginar cuáles pueden ser los elementos de base que motivan se permita a semejantes individuos y organizaciones delictivas tener voz y voto en organismos que, se supone, coordinan actividades cristianas a niveles más abarcantes que el simple trabajo testimonial en una localidad o un barrio. Lo único que se nos ocurre pensar, y no sin gran lástima, es que el ruido mediático hace muy bien su labor y logra con creces sus objetivos primordiales.
¿Cuándo se alzará alguien con autoridad que en el nombre del Señor se atreva a decir ¡silencio!?