El salto de Felix Baumgartner, a treinta y nueve kilómetros desde la estratosfera, cortó la respiración en el controlador y produjo escalofríos de vértigo en los telespectadores. Tranquilidad posterior ante el saludo triunfal del paracaidista aterrizado. Buscan de prisa información los reporteros: cuándo, desde qué altura y por quién fue el record anterior. Interrogan titulares: ¿salto al espacio o salto a la fama? ¿al vacío o al futuro? ¿hacia la tierra o al universo? ¿descenso paracaidista o humanidad alada?
En mesa de tertulianos califican la proeza con sinónimos de incertidumbre. Ha sido, comentan, un salto incierto, arriesgado, audaz, imprevisible, incalculable, valeroso, temerario, expuesto, mortal o vital… Una voz ingeniera precisa: “el salto lo dieron aunadas las tecnologías aeronaúticas, bioquímicas e informáticas”. Una antropóloga añade: “el salto lo dio el cerebro complejo del homo sapiens, capaz de descubrir ciencia e inventar tecnología”. La presentadora da la palabra a opinantes de filosofía y ética, propensos a aguar la fiesta como Sócrates con preguntas incómodas sin respuesta fácil.
“Tiene razón la antropóloga”, dicen las voces pensadoras, “el salto lo dio el cerebro, caracteriza a la especie humana su capacidad cerebral para saltar al futuro anticipándolo, plantear cuestiones inteligentes y arriesgarse a opciones no programadas por completo; así avanzan ciencia y tecnología, volamos sin ser aves y ponemos satélites en órbita. Pero no todo avance es progreso, puede ser retroceso. La capacidad del cerebro humano es bifronte: constructiva y destructiva. Sin ser mejores que otras especies, podemos hacernos mejores o peores. Somos un animal ambiguo, paradójico y vulnerable que, por esa condición, necesita la ética para hacerse responsable. ¿Qué saltos querremos dar desde el trampolín de nuestras tecnologías ingenieras, financieras, informáticas y políticas, para bien o para mal de la humanidad entera?”.
Hoy, con más recursos tecnológicos y comunicativos que nunca para fomentar la humanización, vemos amenazada la convivencia. Somos animal de realidades y responsabilidades, habría dicho Zubiri. Tenemos que hacernos cargo de la realidad y cargar con ella, habría añadido Ellacuría. Pero si no cargamos bien con ella, corremos peligro de “cargárnosla”. Hoy ya no nos atrevemos a decir que el ser humano es un animal ético, sino más bien menesteroso con necesidad de ética. Tenemos la doble posibilidad de humanizarnos o deshumanizarnos; que dé de sí lo que nos hace humanos o sea sofocado por la injusticia. Esa doble posibilidad radica en nuestra principal característica biológica: la complejidad de nuestro cerebro, que nos capacita para un grado alto de creatividad y destructividad por comparación con otras especies. Inventamos indumentaria protectora y paracaídas que funcionen en la estratosfera, pero no hemos descubierto aún los controladores que necesita el cerebro para no saltar saliéndose de órbita.
No somos una especie de “reyes de la creación en la cúspide evolutiva por encima de todas las especies animales”, no somos mejores que esas otras especies, sino capaces de colocarnos mediante nuestro comportamiento, por encima o por debajo de ellas.
Para ejemplo, la tecnologización informática de las comunicaciones y la globalización de los intercambios mercantiles: podrían solucionar el problema de la alimentación y elevar el nivel de vida; pero, en cambio, la manipulación de los mercados por la dictadura financiera enriquece a una minoría a costa del empeoramiento de condiciones de vida, enfermedad y muerte de la mayoría.
En el reverso de la complejidad de nuestro cerebro, la clave de nuestra especial vulnerabilidad. El neurofilósofo Gazzaniga detectó en el funcionamiento del hemisferio izquierdo neocortical la pista de despegue para desencadenar procesos creativos o destructivos, “saltos de creatividad o de autoengaño”. Somos capaces de prometer o traicionar, de querer u odiar, de curar o herir, Como sentenciaba lapidariamente Sófocles, el ser humano es a la vez terrible y maravilloso. Pone los pies en la luna en 1969 y desciende por la estratosfera en caída libre en 2012, pero sigue sin resolver el problema de la violencia, la guerra, la desigualdad y la pobreza, aunque tiene saber y poder para ello en la globalización de la tecnología y las relaciones interculturales. Como en la narración mítica de Dédalo e Ícaro, nos ha perdido el exceso de confianza en el poder tecnológico de fabricar, pero sin saber usar responsablemente lo fabricado. ¿Avanzará la tecnociencia orientada por brújulas de conciencia o hará revivir los mitos del arca de Noé y la torre de Babel?
Publicado en el blog de Juana Masiá en El País
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