“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, dijo Jesús (Mt 27.46)
Al conocer el final de esta historia, tendemos a asumir esa declaración de Jesús en medio de su angustia como un simple grito al pasar. Como que “un par de versículos después” todo se soluciona. Como que la vida está escrita sobre un papel de antemano. Vaciamos de realidad un desahogo provocador. La confesión de una escisión. El reconocimiento del despojo, de la desolación. El quiebre de Dios mismo. Su auto-abandono.
Una pérdida de sentido absoluto frente a circunstancias que se transformaron en hostiles, en pura niebla, lejos de multitudes festivas. Un sentimiento de desamparo en medio del sufrimiento, de la persecución, de la burla de aquellos/as más cercanos, a quienes diste tu día y tu noche.
Un abandono que se siente traición, de los amados/as y de Dios mismo. No hay nadie en quién confiar. Solo vos, el dolor de la carne abierta y la sonrisa sarcástica de los desconocidos/as que te miran cual espectáculo de circo.
A veces pensamos que es una especie de exclamación heroica, alimentada de un mesianismo contaminado de puritanismo victimista. ¡Qué manera de proyectar! ¿Por qué no soportamos la idea de ser abandonados/as, de que lo más seguro que tenemos se presenta como pura ilusión, a partir del silencio abrupto después de que las muchedumbres que llenaban nuestro ego ahora salieron despavoridas por miedo? ¿De qué tememos en realidad?
Jesús se sintió abandonado. Fue abandonado. Lo de “construiré de nuevo el Templo en tres días”, no fue ningún consuelo. De hecho, para nada sirvió. Hay que leer esta historia en su microclima, sin saltar rápidamente a la ascensión salvadora para sentir respiro. Aprendamos a cargar con el ahogo. Aprehendamos el abandono de Dios. O el abandono de nuestras propias esperanzas. Hay que transitar la contradicción. Hay que habitar la escisión.
¿Que después las cosas se aclaran? Eso dicen. Casi siempre pasa. La realidad, es que no lo sabemos, menos aún en ese instante en que todo duele, todo decepciona. Vivir es también asumir el despojo que nos lleva al silencio. Lo que no soportamos, al final, es eso: el vacío, la falta de respuesta; nuestro propio silencio.