El jueves 4 de abril de 1968 me encontraba en Praga, ciudad capital de la entonces Checoslovaquia, en calidad de delegado latinoamericano de la Federación Mundial Cristiana de Estudiantes a una asamblea de la Conferencia Cristiana por la Paz (CCP). El objetivo principal de esa entidad era forjar alianzas entre iglesias cristianas de Occidente y del Este socialista en la ardua y compleja tarea de evitar un conflicto bélico, potencialmente catastrófico, entre los dos grandes ejes geopolíticos armados hasta los dientes con armas nucleares, la Organización del Tratado del Atlántico
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