Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más (Is. 45, 22) Allá por los años en que, en tanto que joven seminarista, iniciábamos nuestros estudios teológicos —la penúltima década del siglo pasado, ni más ni menos—, uno de nuestros profesores afirmó de forma rotunda en clase que la idea de Dios resultaba sumamente molesta a los incrédulos por dos conceptos fundamentales: la creación del mundo y el juicio final. Para combatir la primera, proseguía, ateos como Darwin (!)
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