Posted On 29/07/2013 By In Opinión With 3876 Views

“Tan cierto como el aire que respiro”

Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás (Sal. 139, 8 RVR60)

Sin duda que es bien conocido en los medios evangélicos el cántico del cual hemos extraído el título de esta reflexión y que se inicia con las palabras “Dios está aquí”. Lo que nos ha impulsado a elegirlo para encabezar estas palabras es, cómo no, la desgraciada —¿qué otro calificativo se le podría dar?— tragedia que se ha vivido estos últimos días en Santiago de Compostela, cuyos detalles, sin olvidar los más morbosos, se han prodigado ampliamente por todos los medios de comunicación.

No tenemos la más mínima intención de hacer hincapié en ninguno de ellos, ni tan sólo pretendemos emitir juicios o jugar a detectives buscando culpables y/o responsables de tamaña catástrofe. Quienes tengan sobre sí la responsabilidad de efectuar las investigaciones pertinentes ya llevarán a cabo su tarea, y sin duda difundirán los resultados de sus pesquisas, sean cuales sean. Lo que nos proponemos es algo muy distinto y muy simple: únicamente queremos manifestar nuestra convicción de que Dios ha estado (y está) muy presente en todo este lamentable suceso. Así, como suena.

La Santa Biblia fue escrita, recopilada y compuesta por gentes que creían en un Dios omnipresente y omnipotente, un Dios que se encontraba en los cielos, en la tierra y hasta en el mundo de los muertos. Quienes redactaron los sagrados oráculos que componen los 66 libros de las Escrituras no se planteaban “fallas”, “errores” ni “fisuras” en la obra divina. Al contrario de lo que parecerían pensar muchos de nuestros contemporáneos, cristianos inclusive, no entendían que Dios tuviera frente a él entidades sobrenaturales rivales que pudieran limitar su acción, ni tampoco zonas incompatibles con su presencia. Ni la muerte, ni las catástrofes —naturales o provocadas por mano humana— constituían para los autores sagrados una barrera, un obstáculo o un atentado contra la soberanía divina. Al recordar los tristes sucesos acaecidos estos días pasados en Galicia, nos vienen a la mente ciertas expresiones que hallamos tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento y que nos dan a entender que Dios no ha estado ausente en ningún momento.

No nos corresponde explicar por qué no ha impedido el accidente, o por qué no ha permitido que todos sobrevivan y no tan sólo unos cuantos, preguntas que más de uno se ha planteado ya. No entra en nuestras competencias el “justificar” la Providencia divina frente a quienes pudieran ponerla en duda. En realidad ignoramos por completo qué respuestas se podrían dar a todos estos interrogantes. Pero sí tenemos la plena certeza de que Dios comparte el dolor humano que aún hoy sacude tantos hogares en Galicia y en España entera, sin olvidar a quienes sufren en otros puntos de esta tierra por distintos motivos. En Santiago de Compostela Dios se ha solidarizado una vez más con el sufrimiento humano igual que ha hecho siempre, tal como leemos en los oráculos de los profetas y vemos plasmado en los relatos acerca de la pasión y muerte de Cristo.

Cuando escuchábamos estos días pasados en los medios informativos los gritos desgarradores, las palabras entrecortadas por el llanto de muchos familiares de accidentados, o cuando veíamos imágenes reales de dolor, gestos de angustia, de impotencia ante lo sucedido, estábamos viendo a Dios junto a esas personas. Realmente.

Y hemos visto también a Dios en esos otros gestos solidarios nacidos de forma inmediata, espontánea, casi como una explosión descontrolada, que han sacudido no sólo Galicia, sino todo el país, y que han hallado eco en rotativos e informativos de todo el mundo. Desde los vecinos cercanos al lugar del siniestro que se lanzaron de inmediato a sacar personas heridas de los vagones, rompiendo ventanas, saltando dentro de cada vehículo, hasta los médicos y enfermeros sin trabajo que se ofrecieron para actuar como voluntarios en los hospitales, pasando por los bomberos que desconvocaron una huelga sólo para ayudar, los innumerables donantes de sangre y otros muchos más cuyos nombres no se conocen ni quizás se conozcan nunca. Dios ha estado allí, y sigue estando hoy, y estará mañana, porque el espíritu de servicio desinteresado, de entrega genuina a los demás, de alivio del dolor ajeno porque se trata en realidad de un dolor colectivo, es algo que sólo puede nacer de él y no depende de credos o filiaciones religiosas o ideológicas.

A Dios no lo pueden limitar los errores de los hombres ni las catástrofes, tal es nuestra convicción personal. Nada se le va de las manos, aunque sufra él mismo por ello, aunque se conmueva por el dolor humano y lo comparta hasta el final.

Tan cierto como el aire que respiramos. Dios, en efecto, está aquí, allí y en todo lugar y momento.

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Juan María Tellería

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