«En el medio está la virtud» es la expresión del pensamiento griego ante la necesidad de huir de las posturas extremas y alcanzar el equilibrio entre posiciones enfrentadas. Mas no parece que la centralidad y la moderación gocen de demasiada buena salud en los diferentes ámbitos de actuación de la persona. En el terreno de la política tenemos un buen ejemplo. Los discursos populistas, el apelar a los sentimientos o la demagogia mesiánica provocan, en muchas personas, un desplazamiento hacia las opciones más radicales. El crecimiento de la extrema derecha lo evidencia.
En el campo de la comunicación, muy especialmente en las redes sociales, el alud de informaciones al que estamos expuestos como resultado del crecimiento exponencial de medios y fuentes, la simplificación de los mensajes a causa de su brevedad y la ausencia de matices y su connotación más emocional que reflexiva dificultan el análisis crítico y el discernimiento. Es por ello que, fácilmente, la moderación queda excluida y es sustituida por identificaciones de dudosa racionalidad.
Esta tendencia hacia los extremos la hallamos de modo generalizado en la práctica totalidad de los escenarios por los que transitamos. El religioso no es una excepción. Por un lado, en clave sociológica, nos hallamos en un modelo de sociedad post-cristiana: el crecimiento del ateísmo, del agnosticismo, de la indiferencia en materia religiosa no se detienen. En este extremo hallamos el actual y reconocido alejamiento de los postulados de la fe religiosa.
Por otro lado, en el seno de un buen número de iglesias, crecen las tendencias fundamentalistas, la literalidad en la interpretación bíblica, el divorcio entre la fe, la ciencia y la cultura, la exclusión de la diferencia… En este caso, predomina la radicalización de la creencia.
Diversas causas contribuyen a esta polaridad, entre ellas:
-El incremento de los conocimientos científicos ha comportado que las respuestas que se buscaban en la religión, ahora se busquen en la ciencia y la tecnología. Las explicaciones míticas ya no son asumidas por las nuevas generaciones, cada vez más preparadas. La reacción frente al Covid-19 ejemplariza este cambio: de las rogativas de antaño, hemos transitado a las actuales vacunas, en tiempo record, para lograr la inmunidad de grupo. Lo que ayer se pedía a Dios, hoy se pide a la ciencia.
-El imaginario de un Dios intervencionista ha sido reemplazado por leyes, principios y constantes universales. Sabemos que el cosmos se mueve por sus propias leyes sean físicas, biológicas o, cuando consideramos el hecho antropológico, por leyes psicológicas y sociológicas. Dios no es causa de los efectos que experimentamos en la temporalidad.
-La formación espiritual ha sido sacudida por Internet. Las dudas y preguntas que antaño se resolvían consultando las páginas de la Biblia ahora se dilucidan navegando por la red en la que coexisten todo tipo de informaciones. Los líderes de las instituciones eclesiales ya no ostentan el patrimonio teológico, pudiendo ser fácilmente cuestionados en sus posicionamientos, lo que en muchos casos provoca su inseguridad y la radicalización en sus conceptos acerca de Dios, elevándolos a categoría de absolutos, sin ser conscientes que las imágenes de Dios no deben confundirse con su inaccesible realidad.
-En otros muchos casos, la teología y praxis de las iglesias incomodan de tal manera que terminan provocando también el éxodo hacia posicionamientos divergentes. La imagen tradicional de Dios, resultado de proyecciones antropomórficas, el bajo nivel intelectual y teológico en demasiados lares, la confrontación con los postulados científicos, la discriminación de determinados colectivos, los problemas morales que cuestionan a algunos de sus líderes… terminan por desmotivar al personal.
Pero conviene matizar. La ubicación en uno u otro extremo, a los que hacíamos referencia, viene más determinada por la forma en que se cree que por el propio contenido de la creencia. En muchos casos, descubrimos que es más fácil el diálogo con el agnóstico o el ateo, si son personas razonables y sinceras, que con creyentes fanáticos e intransigentes.
Habitualmente, quienes se hallan en los extremos, impregnados de una visión absolutista y excluyente, sean creyentes o no creyentes, no suelen percibir su radicalidad y tampoco perciben necesario el atisbar otros registros. El resultado no puede ser otro que un sobredimensionamiento de la polarización y la reducción de la centralidad.
Con demasiada frecuencia, las iglesias han estado más pendientes de las doctrinas, la moral, el aprendizaje memorístico de textos bíblicos que de desarrollar la experiencia personal e íntima de Dios. ¿Nos hallamos frente a una asignatura pendiente? ¿Podría, la orientación a la espiritualidad, crear un mayor espacio de centralidad que permitiera reducir los extremismos?
Cabe reconocer un creciente interés por este trabajo interior. La dinámica, antes descrita, de muchas iglesias es causa de insatisfacción en cantidad de personas que, sin abandonar su fe, van desvinculándose del ámbito institucional. Hay mucha iglesia (entendido el término como sinónimo de los fieles) fuera del templo (entendido como edificio). Creyentes que abogan más por el cultivo de una fe madura y adulta que por la identificación con estructuras pretéritas.
También, entre quienes se reconocen en otras convicciones post-cristianas, florece el interés por el mundo de la espiritualidad, al tratarse de una dimensión humana innata y universal. El auge de las espiritualidades laicas es un fenómeno innegable. Sus formas son plurales: la mirada al budismo, las prácticas meditativas, los espacios de silencio, los baños de bosque, las terapias naturales, el compromiso social con ONGs, el voluntariado… Actividades y prácticas a la búsqueda de un sentido vital, imprescindible para sobrevivir en la jungla de sinsentido en que hemos convertido el mundo.
¿Tendrá razón Arnau Oliveras, miembro de la Asociación Unesco para el Diálogo Interreligioso, cuando postula que: «El hilo invisible que todo lo religa es de orden espiritual»? Considera, asimismo, este autor que: «El objetivo final de las religiones debería ser la espiritualidad […] fuerza que le otorga origen y sentido. Pero es obvio que actualmente este no es el objetivo de la mayoría de las religiones».
Nuestras tradiciones reformadas son portadoras de un inmenso caudal de espiritualidad que con frecuencia ha quedado sepultado por la costumbre, el énfasis doctrinal sin una implicación existencial, una visión reduccionista de la fe, las posturas endogámicas y excluyentes y una cierta indiferencia por este trabajo interior. Recuperar este potencial podría contribuir a reducir la sangría hacia los extremos, a los que hemos aludido, y ensanchar, de este modo, un espacio más efectivo en la práctica de la fe, más próximo a nuestra realidad y necesidad existencial como seres orientados a la trascendencia.
Jaume Triginé
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