Voy a hacer algunas descargas catárticas –y por ello desordenadas y poco académicas- sobre un tema que aparece constantemente dentro del imaginario teológico y eclesial: el cuestionamiento hacia aquellos y aquellas que hacen teología sin pertenecer a una iglesia. Una frase muy apelada para graficar esta situación es la invocación a la famosa metáfora dada por Juan A. Mackay: “hay que hacer teología desde el camino, no desde el balcón”. Ciertamente es una frase con una verdad incuestionable. El problema emerge a la hora de definir qué es uno y otro. ¿El balcón es la academia? ¿El camino es la experiencia de la comunidad de fe? Creo que necesitamos otra lectura de tales imágenes, que muchas veces utilizamos de forma facilista sin comprender experiencias humanas… experiencias sufrientes.
I
Esta última idea me parece la más sensible. Hay muchos y muchas que han pertenecido por un largo tiempo (inclusive toda su vida) a comunidades, estructuras e instituciones eclesiales, y que han salido dañadas, en lo más profundo, por prácticas asfixiantes, moralinas fundamentalistas, actos hipócritas revestidos de una bondad espiritualizada, exclusiones “en nombre de Dios”, entre muchas otras experiencias dañinas que podríamos mencionar. Aclaro para quienes se sienten amenazados y se adelanten con excusas: no me refiero a todas las iglesias. Repito: hablo de muchos y muchas, de experiencias concretas de hombres y mujeres particulares que vivieron y viven estos flagelos.
Teniendo esto en cuenta: ¿no es acaso inhumano no considerar estas heridas sangrantes de quienes hacen teología sin querer comprometerse con una comunidad eclesial concreta? ¿Por qué no pensar en la teología como un grito al cielo, en forma de deseo, de fantasía y de sueño para que las circunstancias sean distintas? ¿Es coherente exigir que el quehacer teológico esté atado a una comunidad eclesial por un romanticismo de lo que sería “una teología coherente”, sin considerar las heridas de creyentes concretos? ¿Por qué la reflexionar sobre la economía divina debe estar atada a la vivencia de un tipo de grupo de vivencia concreto?
En resumen, muchas veces juzgamos rápidamente a aquellos y aquellas que no asisten a una comunidad eclesial sin considerar las heridas de su historia, sin aceptar que sus decisiones tienen que ver con cuestiones de piel y no con una negación consciente de principios absolutos, lo cual los hace “culpables”. La iglesia tiene que ver con vivencias, relaciones y conexiones que se construyen, resignifican, mantienen y quiebran. Por ende, no podemos olvidar los vericuetos de estos sentidos tan subjetivos y profundos desde la fácil crítica desde un lugar de supuesta “coherencia”. ¿Qué tipo de sensibilidad “del camino” muestra tal actitud? Más aún, ¿por qué tenemos que atar la manifestación de Dios a “un” lugar?
II
Otro tema que emerge en esta discusión es la cuestión teoría-práctica. La acusación es ya conocida: los teólogos y teólogas son personajes que viven en la abstracción de la teoría sin ninguna experiencia concreta. Demás está decir que esta expresión representa una gran verdad, y que no sólo se relaciona con la academia –aunque dicho espacio es, tal vez, uno donde más se vivencia tal contradicción.
Pero lo que quiero resaltar es el desmedro que existe dentro de buena parte del mundillo evangélico con respecto a la tarea teórica. ¡La academia es un tipo de práctica por sí misma! ¿Por qué tanta resistencia con pensadores y pensadoras que se dediquen a construir teorías, cuestionamientos, marcos de análisis, escritos, etc.? ¿Acaso no hemos vivenciado una experiencia transformadora, que ha atravesado lo más profundo de nuestra vida y nos ha proyectado a ver la realidad de una manera totalmente distinta, al punto de cambiar de rumbo nuestros transitares, a través del trabajo de intelectuales que se han atrevido a repensar y resignificar puntos nodales de nuestra fe? ¿No es ello la irrenunciable impronta pastoral y espiritual que posee todo discurso teológico, que emerge desde la sensibilidad y se entreteje con las experiencias y necesidades del otro? Creo que existen otros elementos detrás de estas excusas que debemos analizar, más allá de las acusaciones a la “coherencia” con la práctica.
Mi indignación es aún mayor cuando escucho la constante queja sobre la falta de reflexión propia, más aún en nuestro contexto latinoamericano. Necesitamos maneras propias de pensar, de hacer teología desde nuestro contexto, de tener bibliografía propia, se dice. Pero cuando se levantan «los/las teóricos/as», salta la perdiz: “ah… ya llegó el complicado intelectual…”, y ni siquiera le dejamos hablar. Y así, seguimos usando los mismos manuales, libros, teorías importadas, que aplicamos en nuestras prácticas… ¡eclesiales y teológicas!
III
Quiero defenderme de algo de lo que ya me habrán cuestionado: no creo que se pueda hacer teología desde la lógica del soliloquio (bueno, sí se puede… pero tal vez no es la forma más rica de hacerlo). Pero me hago más preguntas: ¿es posible el aislamiento total del sujeto que teologiza? ¿No podemos pensar la relacionalidad y práctica de todo discurso desde el mismo contexto vital y cotidiano de quien construye teología? Más aún, ¿no podemos hablar de lo comunitario de la fe más allá de la visión tradicional de iglesia?
En este sentido, cuestiono esta idea de que el teólogo/a no tiene una comunidad de fe por el hecho de que no pertenezca a una iglesia concreta. Toda persona construye comunidad –y de fe- de diversas maneras, los cuales son espacios de vivencia, de práctica, de construcción de valores, de caminos, que atraviesan vitalmente sus marcos reflexivos y teóricos. Más aún, también existen innumerables alternativas para “poner en práctica” la fe, más allá de la iglesia.
IV
¿Quiero concluir que no hace falta la comunidad de fe para hacer teología? ¡No! Necesitamos de ella, pero siempre y cuando sea comunidad en el pleno sentido del término. Las vivencias, los caminos compartidos, los afectos sentidos, el impacto de la realidad, el roce de los cuerpos, son elementos centrales e inevitables para la construcción de la teología. A lo que apunto con este escrito es apelar a la sensibilidad hacia un grupo muy grande de hombres y mujeres que, por vivencias de sufrimiento y decepción con la estructura eclesial se han apartado a los márgenes de tales instancias, pero desean retroalimentar su fe y espiritualidad desde otro lado, y hacer teología desde allí.
No caigamos en los absolutismos. Estas vivencias no son de «todos/as». Por ello, debemos tener cuidado con las exclusiones y acusaciones irreflexivas que hacemos cuando no se cumplen con ciertos estándares prefabricados. Ricas voces se silencian por esta falta de sensibilidad frente a una experiencia sufriente.
De aquí que prefiero pensar en el balcón como ese lugar inamovible, insensible, que mira desde arriba, sea en la academia, la sociedad, la iglesia. Y ver el camino como un tránsito constante, usando las propias piernas y pies, compartido con amigos, amigas, hermanos, hermanas, y quien se sume a tener una experiencia mutua de amor.
Demás está decir que muchísimas iglesias no reflejan en absoluto tal soltura para permitir el caminar. Hay quienes tienen (tenemos) la bendición de pertenecer a espacios eclesiales donde predomina el amor por sobre cualquier marco institucional. Pero hay muchas y muchos que lo carecen, y de todas formas buscan a Dios, reflexionan sobre su accionar, nos impelen a repensar y nos refrescan con la sensibilidad que provoca la libertad elegida frente al sufrimiento de lo que cercena. No hay camino más rico para ver a Dios que aquel que se elige para vivir plenamente.