Entonces Jesús se sentó, llamó a los doce discípulos y les dijo: “Si alguno de ustedes quiere ser el más importante, deberá ocupar el último lugar y ser el servidor de todos los demás”.[1]
Marcos 9.35, Traducción en Lenguaje Actual
La historia de la Iglesia, desde el primer siglo apostólico hasta nuestros días, muestra un doble y constante movimiento: por un lado, las tentativas de las mujeres por participar en la difusión del mensaje evangélico y, en sentido opuesto, los esfuerzos de los hombres por impedírselo.[2]
Suzanne Tunc
1. Un mea culpa necesario, forzoso, de conciencia…
Pocas cosas hay más tradicionales en el ámbito de la espiritualidad cristiana que la confesión. Ciertamente, en el espectro protestante, no dirigida a nadie sino a Dios y, por lo tanto, confinada al espacio privado, aunque litúrgicamente sea también una práctica colectiva, ya sea en la forma del mea culpa o de otras variantes como el salmo 51. Como ha dicho la teóloga Uta Ranke- Heinemann: “De los innumerables pecados cometidos a lo largo de su historia, de ningún otro deberían de arrepentirse tanto las Iglesias como del pecado cometido contra la mujer”.[3] Y nada más necesario, ciertamente, a la hora de acercarnos a un asunto tan sensible como el del rechazo oficial en el seno de la Iglesia Nacional Presbiteriana de México (INPM) a la ordenación de las mujeres, en nombre, nada menos, que de la voluntad divina consignada en las Sagradas Escrituras.
Porque la actitud espiritual que debe presidir estas reflexiones, discusiones y debates es justamente la del arrepentimiento y la conversión por el estado que guarda en este momento la persistente cerrazón al respecto por parte de la minoría masculina de la INPM, gracias al poder que ejerce desde los inicios históricos de la misma.
Y es que si echamos una mirada a la historia sin dejarnos guiar por un “criterio de género”, la pregunta sobre quién ha sido, hasta el momento, la figura con mayor proyección teológica a nivel mundial que ha surgido de dicha iglesia en este país, tendríamos que responder que esa persona es mujer, que no estudió sus bases en un aula del Seminario de la INPM, ni se postuló nunca para ser pastora a sabiendas de que no se aceptaría su solicitud ni se reconocería su vocación o llamamiento. Tampoco donde ha vivido la mayor parte de su vida y adonde llegó a ser rectora de la institución que la vio desarrollarse ha ejercido las labores pastorales, lo cual no le ha impedido ser una de las voces teológicas latinoamericanas de primera línea. Con todo esto en mente, no hay que olvidar que en septiembre de 1975 participó en el Primer Congreso de Teología Reformada, apenas un año después de haber dado a la luz pública el primero de los frutos de su formación académica, un diccionario del griego del Nuevo Testamento. En aquella ocasión habló precisamente como pionera que fue de la reflexión teológica femenina, de los caminos que se abrían en este terreno y de sus posibilidades para la Iglesia de la época.[4] En octubre de 1979, también en México, D.F., haría lo mismo en otro foro adonde estuvo presente la cubana Ofelia Ortega, primera pastora presbiteriana ordenada en América Latina.[5]
Evidentemente, me estoy refiriendo a la doctora Elsa Tamez Luna. Invito a escuchar su testimonio acerca de esos años formativos, donde se mezclan sentimientos y recuerdos encontrados:
Si hoy me dedico a la educación y producción teológica, mucho tiene que ver la iglesia en la cual crecí. Una iglesia presbiteriana, pequeña. […] A pesar de ser ideológicamente conservadora, allí aprendí a ser persona con palabra, a ser líder, y sobre todo a estar muy cerca de Dios. La iglesia era como un segundo hogar en donde se aprendía mucho pero también se jugaba todo el tiempo. Ahora, como teóloga, me doy cuenta de tantas concepciones erróneas que escuché. Caigo en la cuenta, por ejemplo, de que ese Dios cercano era intimista e imparcial. […]
Muy joven, a los 18 años, ingresé a estudiar Teología en el Seminario Bíblico Latinoamericano, ubicado en Costa Rica. Ni pude estudiar en México simplemente porque en la iglesia presbiteriana las mujeres no teníamos acceso a los estudios superiores de teología, sólo los varones.[6]
Si hacemos caso a estas palabras, se abre toda una veta para alimentar nuestra confesión al pensar en el rostro de Dios que transmitimos al impedir que muchas de sus hijas lo representen oficialmente en la Iglesia… Algunos datos históricos vienen en nuestro auxilio, no tanto para hacer menos doloroso el mea culpa, sino para tratar de abrir los ojos ante las realidades cambiantes que nos han tocado de cerca en México y América Latina. Hace varios años, el doctor Eliseo Pérez Álvarez, como parte de un recuento de mujeres en la historia de la Iglesia, rescató el nombre de la primera alumna egresada del Seminario Teológico Presbiteriano de México (STPM), Eunice Amador de Acle, en 1951, dos años antes de que se otorgara el voto a las mujeres en México.[7]
Y qué decir de Evangelina Corona Cadena, ex costurera y diputada federal entre 1991 y 1994, cuyo testimonio acerca de la ordenación al ancianato sacude conciencias cada vez que lo presenta y da fe de su prolongada militancia cristiana.[8] La Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos (PCUSA) ordenó en 2007 a Rosa Blanca González, otra egresada del STPM, como Ministra de la Palabra y de los Sacramentos como parte de un proceso de integración a los ministerios hispanos, exteriormente, pero también para culminar un desarrollo personal que no necesariamente contemplaba de haber seguido militando en la INPM.[9]
Hace pocos días escuché de viva voz, hace unos días, el testimonio de una egresada del Seminario que fue recientemente ordenada como pastora en una iglesia hermana de la Península Ibérica y a quien había entrevistado a larga distancia para una publicación virtual. Allí, expresó también sus sentimientos y aspiraciones y la forma en que fueron canalizadas con su traslado a otro país e iglesia.[10] Me refiero a Eva Domínguez Sosa, quien ha transitado todos los caminos exigidos por la INPM en los ámbitos femenil, misionero, musical y teológico. Otros nombres de egresadas del STPM se suman también a esta lista: Amparo Lerín Cruz, quien está en medio del proceso que eventualmente desembocará en su ordenación; Luisa Guzmán, quien desde el Centro de Estudios Ecuménicos colabora con diversos movimientos sociales; y Verónica Domínguez, quien ha asumido una sólida labor pastoral en el campo juvenil.
De modo que, ante estos casos relevantes y con aspectos ambiguos debido a la forma en que estas mujeres han asimilado su llamado divino, pero quizá más ante los anónimos y distantes, producto del silencio a que han sido condenadas muchas siervas auténticas del Señor Jesucristo, los hombres de la INPM debemos inclinar la cabeza ante Dios y ante ellas en una actitud de confesión, arrepentimiento y conversión.
2. Fortalezas y debilidades de una postura tradicional
El supuesto problema eclesiástico de la ordenación de las mujeres a los ministerios debería remitirnos, con toda claridad espiritual, psicológica y sociológica al verdadero problema: la forma en que las feminidades y masculinidades (en plural) se experimentan en contacto con las realidades propiciadas e iluminadas por la fe, a fin de que se vivan de maneras saludables, no patológicas. El rechazo sistémico (y sistemático) a este proceso como algo “normal” o formal en la INPM sería así, un signo o síntoma de una patología eclesiástica relacionada con el uso del poder en la iglesia, pues como bien señala Hugo Cáceres en un trabajo sobre la masculinidad de Jesús: “…el golpe más duro que recibió el patriarcado fue la auto-revelación de Dios en la fragilidad de la encarnación y la crucifixión que puso de lado el poder y dominio que han caracterizado a la masculinidad occidental”.[11] Este punto de partida, que va más allá del esquema clero-laicado e implica la forma en que debe entenderse antropológicamente la salvación, descubre varios énfasis que ubican la ordenación en el plano de la indefinida resolución de las luchas de poder entre personas del mismo sexo, pues como agrega Cáceres:
Género, poder y sexualidad están definidos inseparablemente en la sociedad. No se puede postular que el asunto de género no tiene nada que ver con el poder en las instituciones; tal como es percibido el género (fuerte, débil, cerebral, afectivo) tiene su repercusión en las estructuras de poder. Igualmente la sexualidad (activa, pasiva, arriba, abajo) es manifestación clara de dominio en las relaciones. La autoridad fundamenta su poder en principios de género para desarrollar una racionalidad que la sostenga.[12]
La masculinidad de los varones de la Iglesia, quienes nos asumimos como los únicos con derecho a ser portadores del mensaje evangélico de manera oficial, se asimila al sistema patriarcal dominante, el cual, lo mismo que en la época de Pablo y de Jesús, no consideraba de ningún modo la posibilidad de compartir el poder que detentaba. Jesús mismo, como varón que se confrontó en diversas ocasiones con la otredad representada por mujeres que cuestionaron, así fuera tímidamente, su papel como representante de Dios, practicó un modelo alternativo de masculinidad que no se ha querido ver como parte prioritaria de su mensaje y acción:
…el modelo de masculinidad que personificó y enseñó Jesús estaba en abierta contradicción con los valores de masculinidad dominantes en el imperio romano. Su propuesta fue sorprendentemente novedosa y desafiaba los patrones de conducta establecidos para un varón aceptable en el mundo mediterráneo antiguo. Al mismo tiempo hace hincapié en el modo cómo en pocas décadas después de iniciado el movimiento de Jesús, el modelo de masculinidad y la consecuente organización social que proponía la ortodoxia cristiana —como en Ef y 1 Tim— se adaptó decididamente a los modelos socialmente aceptables en el imperio y pasó de ser una novedosa propuesta social a convertirse en una defensora de principios de género ajenos a la predicación y actuación del Maestro galileo.[13]
Estaríamos hablando, entonces, de una “masculinidad tóxica” que ha enfermado la praxis cristiana, deformándola especialmente en lo relacionado con la representación, los oficios o ministerios autorizados, debido a que habiéndose hecho del poder desde los inicios del cristianismo y practicado una progresiva “invisibilización” y “borramiento” de la labor de las mujeres al servicio del Evangelio, como han demostrado Suzanne Tunc y Diana Rocco Tedesco, entre otras autoras.[14] La primera escribe al respecto:
Lo primero que aparece es la eliminación progresiva de las mujeres, desde el final del periodo post-apostólico, de los “ministerios” en vías de formación. Efectivamente, poco a poco la “secta” judía nueva tuvo que adoptar los modos y costumbres de la sociedad patriarcal en que vivía. […]
Las excepciones que hemos encontrado, debidas a la iniciativa de las mujeres en la evangelización, sólo fueron posibles gracias a la amplitud de horizontes que tuvo Pablo. Las mujeres tenían que desaparecer. En consecuencia, textos sucesivos irán encargándose rápidamente de volver a poner las cosas en orden. Son los llamados “Códigos de moral doméstica” y, luego, las Pastorales, donde sólo aparecerán las “viudas” y los “diáconos”.[15]
Así se puede apreciar que uno de los frentes históricos de este penoso proceso es el de la redacción y canonización del Nuevo Testamento, en donde una interpretación sesgada del nombre de una apóstola como Junia, no ha vacilado ¡en cambiarla de sexo! para tratar de demostrar que las mujeres no habrían alcanzado el espacio de los ministerios formales mientras vivió el apóstol Pablo, un hombre que tuvo que luchar a brazo partido contra otros hombres (a quienes denominó “súper-apóstoles”) a fin de que le reconocieran la legitimidad de su ministerio. Cristina Conti ha demostrado cómo se llevó a cabo este acto ideológico de “transexuación” en contra de una mujer plenamente identificada como tal en el ámbito cristiano antiguo:
Al final de su carta a los romanos, el apóstol Pablo envía sus saludos a unos parientes suyos, Andrónico y Junia, agregando que son “ilustres entre los apóstoles” (Rom 16:7). Muchos traductores vierten el nombre de la persona que acompañaba a Andrónico como Junias, un nombre masculino. Sin embargo, el nombre Junias no existe en la onomástica griega, en cambio el nombre femenino Junia aparece frecuentemente en la literatura y en las inscripciones. Cuando estudiaba en el seminario, tuve el privilegio de tomar un curso con Bruce Metzger como profesor invitado. El Dr. Metzger es miembro del comité editor del Nuevo Testamento Griego. Recuerdo que un día le pregunté sobre el tema de Junia y él me dijo que efectivamente se trataba de una mujer y que su nombre era Junia, porque el nombre masculino Junias simplemente no existe. ¿Por qué, entonces, se ha traducido ese nombre como si fuera un nombre masculino? Y lo que es tal vez peor, ¿por qué el Nuevo Testamento Griego, incluso en su última edición (NTG27) sigue apegado a la forma masculina Iouniân, el acusativo del masculino Junias (un nombre que no existe)? […]
En la Iglesia Ortodoxa Griega, se tiene en gran estima a Andrónico y a su esposa Junia. Se cree que ambos recorrieron el mundo llevando el evangelio y fundando iglesias. Santa Junia es celebrada el 17 de mayo.[16]
Si en verdad quisiéramos apegarnos a la llamada “tradición reformada” y prestar atención seriamente a autoridades tan importantes dentro de la misma como el propio Juan Calvino y Jean-Jacques von Allmen, por sólo citar dos nombres, deberíamos reafirmar algunas de sus apreciaciones sobre la presencia y acción de las mujeres en la Iglesia y negarles la ordenación a los ministerios, especialmente el pastoral. ¿Por qué? Porque los ímpetus de la inclusión y la exclusión siempre han convivido, no siempre conflictivamente, en el seno de las iglesias cristianas de todas las épocas. En el caso del protestantismo, como bien ha demostrado el sociólogo Jean Paul Willaime, la doctrina tan invocada del “sacerdocio universal de los creyentes” ha disputado la supremacía ideológica y cultural con las tendencias hacia el fundamentalismo (clericalismo) escondidas en el principio de la Sola Scriptura.[17] Jane Dempsey Douglass ha demostrado que, a pesar de todo, Calvino abrió la puerta hacia la inclusión de las mujeres en los ministerios a causa de las derivaciones de su visión sobre el ministerio cristiano.[18] Von Allmen, en los años 60 del siglo XX, aun oponiéndose a la ordenación femenina, aportó una perspectiva sólida y autocrítica en términos de la presencia de la gracia:
Se aborda muy mal el problema tratándolo desde el ángulo de los derechos que se reivindican. Nadie, ni hombre ni mujer, tienen el derecho de ser pastor. Esto es siempre una gracia, y si esta gracia confiere a quien la recibe algunos derechos, sólo es para que pueda ejercerse en condiciones convenientes. […]
No pertenece a la Iglesia apoderarse de la gracia como de una presa para administrarla después a su gusto; se trata, más bien, de que ella sepa que puede devolver gracia por gracia recibida, y para que ésta no se altere, es la gracia recibida la que debe devolver.[19]
La interpretación autoritativa (y con demasiada frecuencia, autoritaria) ha creado y desplegado con el paso de los siglos una tradición bastante cuestionable que por supuesto se niega a ceder espacios a quienes ha relegado al silencio y la marginación. No se advierte con ello, desde una óptica derivada del vaciamiento de Cristo (kénosis) que la renuncia al poder en todas sus manifestaciones forma parte de una opción evangélica advertida incluso por los estudiosos de la masculinidad, como Walter Riso, quien señala. “La liberación masculina no es una lucha para obtener el poder de los medios de producción, sino para desprenderse de ellos. La verdadera revolución del varón, más que política es psicológica y afectiva. Es la conquista de la libertad interior y el desprendimiento de las antiguas señales ficticias de seguridad”.[20] Habría que aprovechar la reconstrucción de aquellas tradiciones sobre ordenación de mujeres de las cuales dan fe varios libros “apócrifos” y que en otros tiempos fueron confinadas a las “iglesias heréticas” de los primeros siglos.[21] En este sentido, es fundamental el trabajo realizado por Kevin Madigan y Carfolyn Osiek en su volumen Mujeres ordenadas en la Iglesia primitiva,[22] que documenta muy bien nombres y registros de diversas iglesias institucionales en el mundo grecorromano. Muchos de esos movimientos fueron espacios de resistencia, como destaca Tunc, pues las mujeres lucharon contra las prohibiciones y la marginación en su afán por servir al Señor.
3. ¿Reivindicación, conversión o cambio?: el dilema de una Iglesia hiper-masculinizada
Las diversas motivaciones que puede tener la Iglesia para cambiar su perspectiva en cuanto a la ordenación de las mujeres atraviesan diversos niveles de comprensión de la creencia calvinista en la acción de Dios en la Iglesia y la sociedad, pues aunque se afirma que “el mundo es el escenario de la gloria de Dios”, paradójicamente no se acepta que la influencia de los cambios acontecidos en “el mundo”, así sean muy positivos, deba aplicarse automáticamente como muestra de que Dios desea transformar ambos espacios. Se insiste en creer que la Iglesia debe ser el motor de cambio para el mundo, pero no lo contrario, lo cual contradice claramente la visión reformada de una acción divina encaminada a establecer el Reino de Dios en el mundo. Pero, en ese esquema ideal (e idealizante) sólo la Iglesia puede ser vanguardia del Reino de Dios, por lo que la ruptura entre ambos espacios debe mantenerse como condición para hacer visible, en las prácticas religiosas y espirituales de la Iglesia, los valores del Reino.
El desarrollo contemporáneo de la teología reformada, eclesial y académicamente, ha llevado este tema hasta el punto en que, con base en algunos antecedentes, coloca la definición sobre las ordenaciones femeninas en el terreno de las decisiones locales (basta con revisar el reciente documento sobre la ordenación de la Federación de Iglesias Protestantes Suizas[23]) pero también ha anunciado, en el portal de la nueva Comunión Mundial de Iglesias Reformadas (CMIR), que la determinación de las iglesias miembros al respecto puede llegar a ser un factor vinculante para dicha membresía en el futuro. Uno de sus documentos básicos se refiere explícitamente al asunto y habla de que este organismo promoverá abiertamente la ordenación femenina entre aquellas iglesias que aún no la llevan a cabo. Para la CMIR, como debería ser para nosotros también, esto se llama justicia de género.[24]
Además, en continuidad a su antecedente, la Alianza Reformada Mundial (ARM), ha lanzado un material de estudio, ahora para hombres, que busca contribuir a la concientización de las iglesias no sólo en el tema de la ordenación sino en la necesidad de equiparse eclesialmente (convertirse) hacia una nueva etapa de relaciones entre hombres y mujeres en la iglesia.[25] Previamente a la 24ª Asamblea General de Accra, Ghana, en 2004, la ARM publicó el material Celebrando la esperanza de la plenitud de vida: desafíos para la Iglesia, en donde se recogen testimonios de mujeres de diversas regiones del mundo. Esto se suma a los esfuerzos previos de promoción lanzados en 1993 y 1999, dos recopilaciones de ponencias de autores de diversas partes del mundo, entre las que destacan las de Elsa Tamez y Salatiel Palomino, por México.[26]
En síntesis, que el llamado a la conversión llega desde diferentes lugares y con diversos tonos y matices, y no habría que esperar a que nuestra iglesia entre a una situación de Processus confessionis, es decir, de reconocimiento progresivo, educación y confesión, que la pondría en entredicho hasta que decida vincularse al proceso de reconocimiento de los ministerios ordenados de las mujeres, tal como ya lo han hecho la mayoría de las iglesias, como sucedió con algunas iglesias reformadas sudafricanas en relación con la segregación racial en los años 80 y con la convocatoria para discutir el tema de la destrucción de la creación en 1997. Parecería que el propio Dios está colocando en muchos lugares sus señales de advertencia para la integración de sus hijas al servicio formal en la Iglesia y que nos llama, a hombres y mujeres por igual, a convertirnos, no a una moda más o a un tema de actualidad, sino como lo hizo con el apóstol Pedro en el libro de los Hechos, a una serie de conversiones que implican, para el caso de las mujeres, a una conversión hacia sí mismas, y para los varones, a convertirnos a la otredad para descubrir un rostro de Dios más humano, cercano y solidario.
Curso: Ministerio y ordenación de la mujer, Presbiterio del Estado de México
Iglesia San Pablo, Zaragoza 55, col. Pilares, Toluca, Estado de México
15 de enero de 2011
[1] Cf. la Biblia Isha, edición de la TLA con notas referidas a la mujer, un esfuerzo notable por acercar a los y las lectoras a una reflexión histórica, crítica y contextual.
[2] S. Tunc, También las mujeres seguían a Jesús. 2ª ed. Santander, Sal Terrae, 1999 (Presencia teológica, 98), p. 109.
[3] Cit. por J.G. Bedoya, “Ella como pecado”, en El País, Madrid, 3 de septiembre de 2010, www.elpais.com/articulo/sociedad/pecado/elpepisoc/20100903elpepisoc_1/Tes
[4] El libro que recogió las ponencias (Cecilio Lajara, comp., Un pueblo con mentalidad teológica. México, El Faro, 1976) no incluye su participación.
[5] Cf. Varias autoras, Mujer latinoamericana. Iglesia y teología. México, Mujeres para el Diálogo, 1981. Cf. el testimonio de O. Ortega en J.J. Tamayo y J. Bosch, eds., Panorama de la teología latinoamericana. Estella, Verbo Divino, 2000, pp.
[6] E. Tamez, “Descubriendo rostros distintos de Dios”, en J.J. Tamayo y J. Bosch, op. cit., Estella, Verbo Divino, 2000, pp. 647-648. Énfasis agregado.
[7] Cf. E. Pérez-Álvarez, “Teología de la faena; un asomo a los ministerios cristianos desde la Iglesia Apostólica hasta la Iglesia Imperial”, en Tiempo de hablar. Reflexiones sobre los ministerios femeninos. México, Presbyterian Women-Ediciones STPM, 1997, p. .
[8] E. Corona Cadena, Contar las cosas como fueron. México, Documentación y Estudios de Mujeres, 2007.
[9] Cf. Mary Giunca, “La esposa de un pastor presbiteriano mexicano será ordenada en la Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos”, en Boletín Informativo del Centro Basilea de Investigación y Apoyo, núm. 26, abril-junio de 2007, p. 28, http://issuu.com/centrobasilea/docs/bol26-abr-jun2007.
[10] Cf. L. Cervantes-Ortiz, “Entrevista con Eva Domínguez Sosa, recientemente ordenada por la Iglesia Evangélica española”, en Lupa Protestante, 6 de marzo de 2010, www.lupaprotestante.com/index.php?option=com_content&task=view&id=2097.
[11] H. Cáceres, “La masculinidad de Jesús. Recuperando un aspecto olvidado del seguimiento de Cristo”, p. 181, en www.clar.org/clar/index.php?module=Contenido&type=file&func=get&tid=3&fid=descarga&pid=50.
[14] Cf. D. Rocco Tedesco, Mujeres, ¿el sexo débil? Bilbao, Desclée de Brouwer, 2008 (En clave de mujer…).
[15] S. Tunc, op. cit., pp. 109-110. Énfasis agregado. Cf. E. Tamez, “Visibilidad, exclusión y control de las mujeres en la Primera carta a Timoteo”, en RIBLA, núm. 55, www.claiweb.org/ribla/ribla55/visibilidad.html.
[16] C. Conti, “Junia, la apóstol transexuada”, en Lupa Protestante, 15 de noviembre de 2010, www.lupaprotestante.com/index.php?option=com_content&view=article&id=2266:junia-la-apostol-transexuada-rom-167&catid=13&Itemid=129. Cf. Eldon Jay Epp, Junia: the first woman apostle. Minneapolis, Fortress Press, 2005.
[17] Cf. J.-P. Willaime, La precarité protestante. Sociologie du protestantisme contemporain. Ginebra, Labor et Fides, 1992; e Idem, “Del protestantismo como objeto sociológico”, en Religiones y Sociedad, México, Secretaría de Gobernación, núm. 3, 1998, pp. 124-134.
[18] J. Dempsey Douglass, Women, freedom and Calvin. Filadelfia, The Westminster Press, 1985. Cf. Idem, “Glimpses of reformed women leaders from our history”, en U. Rosenhäger y S. Stephens, eds., “Walk, my sister”. The ordination of women: reformed perspectives. Ginebra, Alianza Reformada Mundial, 1993 (Estudios, 18), pp. 101-110.
[20] W. Riso, Intimidades masculinas. Lo que toda mujer debe saber acerca de los hombres. Bogotá, Norma, 1998, p. 18. Énfasis original.
[22] K. Madigan y C. Osiek, eds., Mujeres ordenadas en la Iglesia primitiva. Una historia documentada. Estella, Verbo Divino, 2006 (Aleteheia, 2).
[23] Cf. Ordination from the perspective of the Reformed Church. Berna, Federación de Iglesias Protestantes Suizas, 2009 (IFSCPC, 10).
[25] Cf. Patricia Sheerattan-Bisnauth y Philip Vinod Peacock, eds., Created in God’s image. From hegemony to partnership. A Church manual on men as partners. Ginebra, CMIR-CMI, 2010, www.wcrc.ch/sites/default/files/PositiveMasculinitiesGenderManual_0.pdf. Un primer volumen fue: Created in God’s image. From hierarchy to partnership. A Church manual for gender awareness and leadership development. Ginebra, Alianza Reformada Mundial, 2003.
[26] Cf. E. Tamez, “No longer silent: a Bible study on 1 Corinthians 14.34-35 and Galatians 3.28”, en U. Rosenhäger y S. Stephens, op. cit., pp. 52-62; y S. Palomino López, “En busca de aceptación y reconocimiento: las luchas de las mujeres en el ministerio”, en Mundo Reformado, núms. 1-2, marzo-junio de 1999, pp. 51-66.
Leopoldo Cervantes Ortiz, México
Entonces Jesús se sentó, llamó a los doce discípulos y les dijo: “Si alguno de ustedes quiere ser el más importante, deberá ocupar el último lugar y ser el servidor de todos los demás”.[1]
Marcos 9.35, Traducción en Lenguaje Actual
La historia de la Iglesia, desde el primer siglo apostólico hasta nuestros días, muestra un doble y constante movimiento: por un lado, las tentativas de las mujeres por participar en la difusión del mensaje evangélico y, en sentido opuesto, los esfuerzos de los hombres por impedírselo.[2]
Suzanne Tunc
1. Un mea culpa necesario, forzoso, de conciencia…
Pocas cosas hay más tradicionales en el ámbito de la espiritualidad cristiana que la confesión. Ciertamente, en el espectro protestante, no dirigida a nadie sino a Dios y, por lo tanto, confinada al espacio privado, aunque litúrgicamente sea también una práctica colectiva, ya sea en la forma del mea culpa o de otras variantes como el salmo 51. Como ha dicho la teóloga Uta Ranke- Heinemann: “De los innumerables pecados cometidos a lo largo de su historia, de ningún otro deberían de arrepentirse tanto las Iglesias como del pecado cometido contra la mujer”.[3] Y nada más necesario, ciertamente, a la hora de acercarnos a un asunto tan sensible como el del rechazo oficial en el seno de la Iglesia Nacional Presbiteriana de México (INPM) a la ordenación de las mujeres, en nombre, nada menos, que de la voluntad divina consignada en las Sagradas Escrituras.
Porque la actitud espiritual que debe presidir estas reflexiones, discusiones y debates es justamente la del arrepentimiento y la conversión por el estado que guarda en este momento la persistente cerrazón al respecto por parte de la minoría masculina de la INPM, gracias al poder que ejerce desde los inicios históricos de la misma.
Y es que si echamos una mirada a la historia sin dejarnos guiar por un “criterio de género”, la pregunta sobre quién ha sido, hasta el momento, la figura con mayor proyección teológica a nivel mundial que ha surgido de dicha iglesia en este país, tendríamos que responder que esa persona es mujer, que no estudió sus bases en un aula del Seminario de la INPM, ni se postuló nunca para ser pastora a sabiendas de que no se aceptaría su solicitud ni se reconocería su vocación o llamamiento. Tampoco donde ha vivido la mayor parte de su vida y adonde llegó a ser rectora de la institución que la vio desarrollarse ha ejercido las labores pastorales, lo cual no le ha impedido ser una de las voces teológicas latinoamericanas de primera línea. Con todo esto en mente, no hay que olvidar que en septiembre de 1975 participó en el Primer Congreso de Teología Reformada, apenas un año después de haber dado a la luz pública el primero de los frutos de su formación académica, un diccionario del griego del Nuevo Testamento. En aquella ocasión habló precisamente como pionera que fue de la reflexión teológica femenina, de los caminos que se abrían en este terreno y de sus posibilidades para la Iglesia de la época.[4] En octubre de 1979, también en México, D.F., haría lo mismo en otro foro adonde estuvo presente la cubana Ofelia Ortega, primera pastora presbiteriana ordenada en América Latina.[5]
Evidentemente, me estoy refiriendo a la doctora Elsa Tamez Luna. Invito a escuchar su testimonio acerca de esos años formativos, donde se mezclan sentimientos y recuerdos encontrados:
Si hoy me dedico a la educación y producción teológica, mucho tiene que ver la iglesia en la cual crecí. Una iglesia presbiteriana, pequeña. […] A pesar de ser ideológicamente conservadora, allí aprendí a ser persona con palabra, a ser líder, y sobre todo a estar muy cerca de Dios. La iglesia era como un segundo hogar en donde se aprendía mucho pero también se jugaba todo el tiempo. Ahora, como teóloga, me doy cuenta de tantas concepciones erróneas que escuché. Caigo en la cuenta, por ejemplo, de que ese Dios cercano era intimista e imparcial. […]
Muy joven, a los 18 años, ingresé a estudiar Teología en el Seminario Bíblico Latinoamericano, ubicado en Costa Rica. Ni pude estudiar en México simplemente porque en la iglesia presbiteriana las mujeres no teníamos acceso a los estudios superiores de teología, sólo los varones.[6]
Si hacemos caso a estas palabras, se abre toda una veta para alimentar nuestra confesión al pensar en el rostro de Dios que transmitimos al impedir que muchas de sus hijas lo representen oficialmente en la Iglesia… Algunos datos históricos vienen en nuestro auxilio, no tanto para hacer menos doloroso el mea culpa, sino para tratar de abrir los ojos ante las realidades cambiantes que nos han tocado de cerca en México y América Latina. Hace varios años, el doctor Eliseo Pérez Álvarez, como parte de un recuento de mujeres en la historia de la Iglesia, rescató el nombre de la primera alumna egresada del Seminario Teológico Presbiteriano de México (STPM), Eunice Amador de Acle, en 1951, dos años antes de que se otorgara el voto a las mujeres en México.[7]
Y qué decir de Evangelina Corona Cadena, ex costurera y diputada federal entre 1991 y 1994, cuyo testimonio acerca de la ordenación al ancianato sacude conciencias cada vez que lo presenta y da fe de su prolongada militancia cristiana.[8] La Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos (PCUSA) ordenó en 2007 a Rosa Blanca González, otra egresada del STPM, como Ministra de la Palabra y de los Sacramentos como parte de un proceso de integración a los ministerios hispanos, exteriormente, pero también para culminar un desarrollo personal que no necesariamente contemplaba de haber seguido militando en la INPM.[9]
Hace pocos días escuché de viva voz, hace unos días, el testimonio de una egresada del Seminario que fue recientemente ordenada como pastora en una iglesia hermana de la Península Ibérica y a quien había entrevistado a larga distancia para una publicación virtual. Allí, expresó también sus sentimientos y aspiraciones y la forma en que fueron canalizadas con su traslado a otro país e iglesia.[10] Me refiero a Eva Domínguez Sosa, quien ha transitado todos los caminos exigidos por la INPM en los ámbitos femenil, misionero, musical y teológico. Otros nombres de egresadas del STPM se suman también a esta lista: Amparo Lerín Cruz, quien está en medio del proceso que eventualmente desembocará en su ordenación; Luisa Guzmán, quien desde el Centro de Estudios Ecuménicos colabora con diversos movimientos sociales; y Verónica Domínguez, quien ha asumido una sólida labor pastoral en el campo juvenil.
De modo que, ante estos casos relevantes y con aspectos ambiguos debido a la forma en que estas mujeres han asimilado su llamado divino, pero quizá más ante los anónimos y distantes, producto del silencio a que han sido condenadas muchas siervas auténticas del Señor Jesucristo, los hombres de la INPM debemos inclinar la cabeza ante Dios y ante ellas en una actitud de confesión, arrepentimiento y conversión.
2. Fortalezas y debilidades de una postura tradicional
El supuesto problema eclesiástico de la ordenación de las mujeres a los ministerios debería remitirnos, con toda claridad espiritual, psicológica y sociológica al verdadero problema: la forma en que las feminidades y masculinidades (en plural) se experimentan en contacto con las realidades propiciadas e iluminadas por la fe, a fin de que se vivan de maneras saludables, no patológicas. El rechazo sistémico (y sistemático) a este proceso como algo “normal” o formal en la INPM sería así, un signo o síntoma de una patología eclesiástica relacionada con el uso del poder en la iglesia, pues como bien señala Hugo Cáceres en un trabajo sobre la masculinidad de Jesús: “…el golpe más duro que recibió el patriarcado fue la auto-revelación de Dios en la fragilidad de la encarnación y la crucifixión que puso de lado el poder y dominio que han caracterizado a la masculinidad occidental”.[11] Este punto de partida, que va más allá del esquema clero-laicado e implica la forma en que debe entenderse antropológicamente la salvación, descubre varios énfasis que ubican la ordenación en el plano de la indefinida resolución de las luchas de poder entre personas del mismo sexo, pues como agrega Cáceres:
Género, poder y sexualidad están definidos inseparablemente en la sociedad. No se puede postular que el asunto de género no tiene nada que ver con el poder en las instituciones; tal como es percibido el género (fuerte, débil, cerebral, afectivo) tiene su repercusión en las estructuras de poder. Igualmente la sexualidad (activa, pasiva, arriba, abajo) es manifestación clara de dominio en las relaciones. La autoridad fundamenta su poder en principios de género para desarrollar una racionalidad que la sostenga.[12]
La masculinidad de los varones de la Iglesia, quienes nos asumimos como los únicos con derecho a ser portadores del mensaje evangélico de manera oficial, se asimila al sistema patriarcal dominante, el cual, lo mismo que en la época de Pablo y de Jesús, no consideraba de ningún modo la posibilidad de compartir el poder que detentaba. Jesús mismo, como varón que se confrontó en diversas ocasiones con la otredad representada por mujeres que cuestionaron, así fuera tímidamente, su papel como representante de Dios, practicó un modelo alternativo de masculinidad que no se ha querido ver como parte prioritaria de su mensaje y acción:
…el modelo de masculinidad que personificó y enseñó Jesús estaba en abierta contradicción con los valores de masculinidad dominantes en el imperio romano. Su propuesta fue sorprendentemente novedosa y desafiaba los patrones de conducta establecidos para un varón aceptable en el mundo mediterráneo antiguo. Al mismo tiempo hace hincapié en el modo cómo en pocas décadas después de iniciado el movimiento de Jesús, el modelo de masculinidad y la consecuente organización social que proponía la ortodoxia cristiana —como en Ef y 1 Tim— se adaptó decididamente a los modelos socialmente aceptables en el imperio y pasó de ser una novedosa propuesta social a convertirse en una defensora de principios de género ajenos a la predicación y actuación del Maestro galileo.[13]
Estaríamos hablando, entonces, de una “masculinidad tóxica” que ha enfermado la praxis cristiana, deformándola especialmente en lo relacionado con la representación, los oficios o ministerios autorizados, debido a que habiéndose hecho del poder desde los inicios del cristianismo y practicado una progresiva “invisibilización” y “borramiento” de la labor de las mujeres al servicio del Evangelio, como han demostrado Suzanne Tunc y Diana Rocco Tedesco, entre otras autoras.[14] La primera escribe al respecto:
Lo primero que aparece es la eliminación progresiva de las mujeres, desde el final del periodo post-apostólico, de los “ministerios” en vías de formación. Efectivamente, poco a poco la “secta” judía nueva tuvo que adoptar los modos y costumbres de la sociedad patriarcal en que vivía. […]
Las excepciones que hemos encontrado, debidas a la iniciativa de las mujeres en la evangelización, sólo fueron posibles gracias a la amplitud de horizontes que tuvo Pablo. Las mujeres tenían que desaparecer. En consecuencia, textos sucesivos irán encargándose rápidamente de volver a poner las cosas en orden. Son los llamados “Códigos de moral doméstica” y, luego, las Pastorales, donde sólo aparecerán las “viudas” y los “diáconos”.[15]
Así se puede apreciar que uno de los frentes históricos de este penoso proceso es el de la redacción y canonización del Nuevo Testamento, en donde una interpretación sesgada del nombre de una apóstola como Junia, no ha vacilado ¡en cambiarla de sexo! para tratar de demostrar que las mujeres no habrían alcanzado el espacio de los ministerios formales mientras vivió el apóstol Pablo, un hombre que tuvo que luchar a brazo partido contra otros hombres (a quienes denominó “súper-apóstoles”) a fin de que le reconocieran la legitimidad de su ministerio. Cristina Conti ha demostrado cómo se llevó a cabo este acto ideológico de “transexuación” en contra de una mujer plenamente identificada como tal en el ámbito cristiano antiguo:
Al final de su carta a los romanos, el apóstol Pablo envía sus saludos a unos parientes suyos, Andrónico y Junia, agregando que son “ilustres entre los apóstoles” (Rom 16:7). Muchos traductores vierten el nombre de la persona que acompañaba a Andrónico como Junias, un nombre masculino. Sin embargo, el nombre Junias no existe en la onomástica griega, en cambio el nombre femenino Junia aparece frecuentemente en la literatura y en las inscripciones. Cuando estudiaba en el seminario, tuve el privilegio de tomar un curso con Bruce Metzger como profesor invitado. El Dr. Metzger es miembro del comité editor del Nuevo Testamento Griego. Recuerdo que un día le pregunté sobre el tema de Junia y él me dijo que efectivamente se trataba de una mujer y que su nombre era Junia, porque el nombre masculino Junias simplemente no existe. ¿Por qué, entonces, se ha traducido ese nombre como si fuera un nombre masculino? Y lo que es tal vez peor, ¿por qué el Nuevo Testamento Griego, incluso en su última edición (NTG27) sigue apegado a la forma masculina Iouniân, el acusativo del masculino Junias (un nombre que no existe)? […]
En la Iglesia Ortodoxa Griega, se tiene en gran estima a Andrónico y a su esposa Junia. Se cree que ambos recorrieron el mundo llevando el evangelio y fundando iglesias. Santa Junia es celebrada el 17 de mayo.[16]
Si en verdad quisiéramos apegarnos a la llamada “tradición reformada” y prestar atención seriamente a autoridades tan importantes dentro de la misma como el propio Juan Calvino y Jean-Jacques von Allmen, por sólo citar dos nombres, deberíamos reafirmar algunas de sus apreciaciones sobre la presencia y acción de las mujeres en la Iglesia y negarles la ordenación a los ministerios, especialmente el pastoral. ¿Por qué? Porque los ímpetus de la inclusión y la exclusión siempre han convivido, no siempre conflictivamente, en el seno de las iglesias cristianas de todas las épocas. En el caso del protestantismo, como bien ha demostrado el sociólogo Jean Paul Willaime, la doctrina tan invocada del “sacerdocio universal de los creyentes” ha disputado la supremacía ideológica y cultural con las tendencias hacia el fundamentalismo (clericalismo) escondidas en el principio de la Sola Scriptura.[17] Jane Dempsey Douglass ha demostrado que, a pesar de todo, Calvino abrió la puerta hacia la inclusión de las mujeres en los ministerios a causa de las derivaciones de su visión sobre el ministerio cristiano.[18] Von Allmen, en los años 60 del siglo XX, aun oponiéndose a la ordenación femenina, aportó una perspectiva sólida y autocrítica en términos de la presencia de la gracia:
Se aborda muy mal el problema tratándolo desde el ángulo de los derechos que se reivindican. Nadie, ni hombre ni mujer, tienen el derecho de ser pastor. Esto es siempre una gracia, y si esta gracia confiere a quien la recibe algunos derechos, sólo es para que pueda ejercerse en condiciones convenientes. […]
No pertenece a la Iglesia apoderarse de la gracia como de una presa para administrarla después a su gusto; se trata, más bien, de que ella sepa que puede devolver gracia por gracia recibida, y para que ésta no se altere, es la gracia recibida la que debe devolver.[19]
La interpretación autoritativa (y con demasiada frecuencia, autoritaria) ha creado y desplegado con el paso de los siglos una tradición bastante cuestionable que por supuesto se niega a ceder espacios a quienes ha relegado al silencio y la marginación. No se advierte con ello, desde una óptica derivada del vaciamiento de Cristo (kénosis) que la renuncia al poder en todas sus manifestaciones forma parte de una opción evangélica advertida incluso por los estudiosos de la masculinidad, como Walter Riso, quien señala. “La liberación masculina no es una lucha para obtener el poder de los medios de producción, sino para desprenderse de ellos. La verdadera revolución del varón, más que política es psicológica y afectiva. Es la conquista de la libertad interior y el desprendimiento de las antiguas señales ficticias de seguridad”.[20] Habría que aprovechar la reconstrucción de aquellas tradiciones sobre ordenación de mujeres de las cuales dan fe varios libros “apócrifos” y que en otros tiempos fueron confinadas a las “iglesias heréticas” de los primeros siglos.[21] En este sentido, es fundamental el trabajo realizado por Kevin Madigan y Carfolyn Osiek en su volumen Mujeres ordenadas en la Iglesia primitiva,[22] que documenta muy bien nombres y registros de diversas iglesias institucionales en el mundo grecorromano. Muchos de esos movimientos fueron espacios de resistencia, como destaca Tunc, pues las mujeres lucharon contra las prohibiciones y la marginación en su afán por servir al Señor.
3. ¿Reivindicación, conversión o cambio?: el dilema de una Iglesia hiper-masculinizada
Las diversas motivaciones que puede tener la Iglesia para cambiar su perspectiva en cuanto a la ordenación de las mujeres atraviesan diversos niveles de comprensión de la creencia calvinista en la acción de Dios en la Iglesia y la sociedad, pues aunque se afirma que “el mundo es el escenario de la gloria de Dios”, paradójicamente no se acepta que la influencia de los cambios acontecidos en “el mundo”, así sean muy positivos, deba aplicarse automáticamente como muestra de que Dios desea transformar ambos espacios. Se insiste en creer que la Iglesia debe ser el motor de cambio para el mundo, pero no lo contrario, lo cual contradice claramente la visión reformada de una acción divina encaminada a establecer el Reino de Dios en el mundo. Pero, en ese esquema ideal (e idealizante) sólo la Iglesia puede ser vanguardia del Reino de Dios, por lo que la ruptura entre ambos espacios debe mantenerse como condición para hacer visible, en las prácticas religiosas y espirituales de la Iglesia, los valores del Reino.
El desarrollo contemporáneo de la teología reformada, eclesial y académicamente, ha llevado este tema hasta el punto en que, con base en algunos antecedentes, coloca la definición sobre las ordenaciones femeninas en el terreno de las decisiones locales (basta con revisar el reciente documento sobre la ordenación de la Federación de Iglesias Protestantes Suizas[23]) pero también ha anunciado, en el portal de la nueva Comunión Mundial de Iglesias Reformadas (CMIR), que la determinación de las iglesias miembros al respecto puede llegar a ser un factor vinculante para dicha membresía en el futuro. Uno de sus documentos básicos se refiere explícitamente al asunto y habla de que este organismo promoverá abiertamente la ordenación femenina entre aquellas iglesias que aún no la llevan a cabo. Para la CMIR, como debería ser para nosotros también, esto se llama justicia de género.[24]
Además, en continuidad a su antecedente, la Alianza Reformada Mundial (ARM), ha lanzado un material de estudio, ahora para hombres, que busca contribuir a la concientización de las iglesias no sólo en el tema de la ordenación sino en la necesidad de equiparse eclesialmente (convertirse) hacia una nueva etapa de relaciones entre hombres y mujeres en la iglesia.[25] Previamente a la 24ª Asamblea General de Accra, Ghana, en 2004, la ARM publicó el material Celebrando la esperanza de la plenitud de vida: desafíos para la Iglesia, en donde se recogen testimonios de mujeres de diversas regiones del mundo. Esto se suma a los esfuerzos previos de promoción lanzados en 1993 y 1999, dos recopilaciones de ponencias de autores de diversas partes del mundo, entre las que destacan las de Elsa Tamez y Salatiel Palomino, por México.[26]
En síntesis, que el llamado a la conversión llega desde diferentes lugares y con diversos tonos y matices, y no habría que esperar a que nuestra iglesia entre a una situación de Processus confessionis, es decir, de reconocimiento progresivo, educación y confesión, que la pondría en entredicho hasta que decida vincularse al proceso de reconocimiento de los ministerios ordenados de las mujeres, tal como ya lo han hecho la mayoría de las iglesias, como sucedió con algunas iglesias reformadas sudafricanas en relación con la segregación racial en los años 80 y con la convocatoria para discutir el tema de la destrucción de la creación en 1997. Parecería que el propio Dios está colocando en muchos lugares sus señales de advertencia para la integración de sus hijas al servicio formal en la Iglesia y que nos llama, a hombres y mujeres por igual, a convertirnos, no a una moda más o a un tema de actualidad, sino como lo hizo con el apóstol Pedro en el libro de los Hechos, a una serie de conversiones que implican, para el caso de las mujeres, a una conversión hacia sí mismas, y para los varones, a convertirnos a la otredad para descubrir un rostro de Dios más humano, cercano y solidario.
Curso: Ministerio y ordenación de la mujer, Presbiterio del Estado de México
Iglesia San Pablo, Zaragoza 55, col. Pilares, Toluca, Estado de México
15 de enero de 2011
[1] Cf. la Biblia Isha, edición de la TLA con notas referidas a la mujer, un esfuerzo notable por acercar a los y las lectoras a una reflexión histórica, crítica y contextual.
[2] S. Tunc, También las mujeres seguían a Jesús. 2ª ed. Santander, Sal Terrae, 1999 (Presencia teológica, 98), p. 109.
[3] Cit. por J.G. Bedoya, “Ella como pecado”, en El País, Madrid, 3 de septiembre de 2010, www.elpais.com/articulo/sociedad/pecado/elpepisoc/20100903elpepisoc_1/Tes
[4] El libro que recogió las ponencias (Cecilio Lajara, comp., Un pueblo con mentalidad teológica. México, El Faro, 1976) no incluye su participación.
[5] Cf. Varias autoras, Mujer latinoamericana. Iglesia y teología. México, Mujeres para el Diálogo, 1981. Cf. el testimonio de O. Ortega en J.J. Tamayo y J. Bosch, eds., Panorama de la teología latinoamericana. Estella, Verbo Divino, 2000, pp.
[6] E. Tamez, “Descubriendo rostros distintos de Dios”, en J.J. Tamayo y J. Bosch, op. cit., Estella, Verbo Divino, 2000, pp. 647-648. Énfasis agregado.
[7] Cf. E. Pérez-Álvarez, “Teología de la faena; un asomo a los ministerios cristianos desde la Iglesia Apostólica hasta la Iglesia Imperial”, en Tiempo de hablar. Reflexiones sobre los ministerios femeninos. México, Presbyterian Women-Ediciones STPM, 1997, p. .
[8] E. Corona Cadena, Contar las cosas como fueron. México, Documentación y Estudios de Mujeres, 2007.
[9] Cf. Mary Giunca, “La esposa de un pastor presbiteriano mexicano será ordenada en la Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos”, en Boletín Informativo del Centro Basilea de Investigación y Apoyo, núm. 26, abril-junio de 2007, p. 28, http://issuu.com/centrobasilea/docs/bol26-abr-jun2007.
[10] Cf. L. Cervantes-Ortiz, “Entrevista con Eva Domínguez Sosa, recientemente ordenada por la Iglesia Evangélica española”, en Lupa Protestante, 6 de marzo de 2010, www.lupaprotestante.com/index.php?option=com_content&task=view&id=2097.
[11] H. Cáceres, “La masculinidad de Jesús. Recuperando un aspecto olvidado del seguimiento de Cristo”, p. 181, en www.clar.org/clar/index.php?module=Contenido&type=file&func=get&tid=3&fid=descarga&pid=50.
[12] Ibid., p. 190.
[13] Ibid., p. 182.
[14] Cf. D. Rocco Tedesco, Mujeres, ¿el sexo débil? Bilbao, Desclée de Brouwer, 2008 (En clave de mujer…).
[15] S. Tunc, op. cit., pp. 109-110. Énfasis agregado. Cf. E. Tamez, “Visibilidad, exclusión y control de las mujeres en la Primera carta a Timoteo”, en RIBLA, núm. 55, www.claiweb.org/ribla/ribla55/visibilidad.html.
[16] C. Conti, “Junia, la apóstol transexuada”, en Lupa Protestante, 15 de noviembre de 2010, www.lupaprotestante.com/index.php?option=com_content&view=article&id=2266:junia-la-apostol-transexuada-rom-167&catid=13&Itemid=129. Cf. Eldon Jay Epp, Junia: the first woman apostle. Minneapolis, Fortress Press, 2005.
[17] Cf. J.-P. Willaime, La precarité protestante. Sociologie du protestantisme contemporain. Ginebra, Labor et Fides, 1992; e Idem, “Del protestantismo como objeto sociológico”, en Religiones y Sociedad, México, Secretaría de Gobernación, núm. 3, 1998, pp. 124-134.
[18] J. Dempsey Douglass, Women, freedom and Calvin. Filadelfia, The Westminster Press, 1985. Cf. Idem, “Glimpses of reformed women leaders from our history”, en U. Rosenhäger y S. Stephens, eds., “Walk, my sister”. The ordination of women: reformed perspectives. Ginebra, Alianza Reformada Mundial, 1993 (Estudios, 18), pp. 101-110.
[19] J.-J. von Allmen, Ministerio sagrado. Salamanca, Sígueme, 1968, pp. 139-140.
[20] W. Riso, Intimidades masculinas. Lo que toda mujer debe saber acerca de los hombres. Bogotá, Norma, 1998, p. 18. Énfasis original.
[21] S. Tunc, op. cit., pp. 110, 121-126.
[22] K. Madigan y C. Osiek, eds., Mujeres ordenadas en la Iglesia primitiva. Una historia documentada. Estella, Verbo Divino, 2006 (Aleteheia, 2).
[23] Cf. Ordination from the perspective of the Reformed Church. Berna, Federación de Iglesias Protestantes Suizas, 2009 (IFSCPC, 10).
[24] “Gender Justice and Partnership”, en www.wcrc.ch/node/487.
[25] Cf. Patricia Sheerattan-Bisnauth y Philip Vinod Peacock, eds., Created in God’s image. From hegemony to partnership. A Church manual on men as partners. Ginebra, CMIR-CMI, 2010, www.wcrc.ch/sites/default/files/PositiveMasculinitiesGenderManual_0.pdf. Un primer volumen fue: Created in God’s image. From hierarchy to partnership. A Church manual for gender awareness and leadership development. Ginebra, Alianza Reformada Mundial, 2003.
[26] Cf. E. Tamez, “No longer silent: a Bible study on 1 Corinthians 14.34-35 and Galatians 3.28”, en U. Rosenhäger y S. Stephens, op. cit., pp. 52-62; y S. Palomino López, “En busca de aceptación y reconocimiento: las luchas de las mujeres en el ministerio”, en Mundo Reformado, núms. 1-2, marzo-junio de 1999, pp. 51-66.
Leopoldo Cervantes Ortiz, México
Entonces Jesús se sentó, llamó a los doce discípulos y les dijo: “Si alguno de ustedes quiere ser el más importante, deberá ocupar el último lugar y ser el servidor de todos los demás”.[1]
Marcos 9.35, Traducción en Lenguaje Actual
La historia de la Iglesia, desde el primer siglo apostólico hasta nuestros días, muestra un doble y constante movimiento: por un lado, las tentativas de las mujeres por participar en la difusión del mensaje evangélico y, en sentido opuesto, los esfuerzos de los hombres por impedírselo.[2]
Suzanne Tunc
1. Un mea culpa necesario, forzoso, de conciencia…
Pocas cosas hay más tradicionales en el ámbito de la espiritualidad cristiana que la confesión. Ciertamente, en el espectro protestante, no dirigida a nadie sino a Dios y, por lo tanto, confinada al espacio privado, aunque litúrgicamente sea también una práctica colectiva, ya sea en la forma del mea culpa o de otras variantes como el salmo 51. Como ha dicho la teóloga Uta Ranke- Heinemann: “De los innumerables pecados cometidos a lo largo de su historia, de ningún otro deberían de arrepentirse tanto las Iglesias como del pecado cometido contra la mujer”.[3] Y nada más necesario, ciertamente, a la hora de acercarnos a un asunto tan sensible como el del rechazo oficial en el seno de la Iglesia Nacional Presbiteriana de México (INPM) a la ordenación de las mujeres, en nombre, nada menos, que de la voluntad divina consignada en las Sagradas Escrituras.
Porque la actitud espiritual que debe presidir estas reflexiones, discusiones y debates es justamente la del arrepentimiento y la conversión por el estado que guarda en este momento la persistente cerrazón al respecto por parte de la minoría masculina de la INPM, gracias al poder que ejerce desde los inicios históricos de la misma.
Y es que si echamos una mirada a la historia sin dejarnos guiar por un “criterio de género”, la pregunta sobre quién ha sido, hasta el momento, la figura con mayor proyección teológica a nivel mundial que ha surgido de dicha iglesia en este país, tendríamos que responder que esa persona es mujer, que no estudió sus bases en un aula del Seminario de la INPM, ni se postuló nunca para ser pastora a sabiendas de que no se aceptaría su solicitud ni se reconocería su vocación o llamamiento. Tampoco donde ha vivido la mayor parte de su vida y adonde llegó a ser rectora de la institución que la vio desarrollarse ha ejercido las labores pastorales, lo cual no le ha impedido ser una de las voces teológicas latinoamericanas de primera línea. Con todo esto en mente, no hay que olvidar que en septiembre de 1975 participó en el Primer Congreso de Teología Reformada, apenas un año después de haber dado a la luz pública el primero de los frutos de su formación académica, un diccionario del griego del Nuevo Testamento. En aquella ocasión habló precisamente como pionera que fue de la reflexión teológica femenina, de los caminos que se abrían en este terreno y de sus posibilidades para la Iglesia de la época.[4] En octubre de 1979, también en México, D.F., haría lo mismo en otro foro adonde estuvo presente la cubana Ofelia Ortega, primera pastora presbiteriana ordenada en América Latina.[5]
Evidentemente, me estoy refiriendo a la doctora Elsa Tamez Luna. Invito a escuchar su testimonio acerca de esos años formativos, donde se mezclan sentimientos y recuerdos encontrados:
Si hoy me dedico a la educación y producción teológica, mucho tiene que ver la iglesia en la cual crecí. Una iglesia presbiteriana, pequeña. […] A pesar de ser ideológicamente conservadora, allí aprendí a ser persona con palabra, a ser líder, y sobre todo a estar muy cerca de Dios. La iglesia era como un segundo hogar en donde se aprendía mucho pero también se jugaba todo el tiempo. Ahora, como teóloga, me doy cuenta de tantas concepciones erróneas que escuché. Caigo en la cuenta, por ejemplo, de que ese Dios cercano era intimista e imparcial. […]
Muy joven, a los 18 años, ingresé a estudiar Teología en el Seminario Bíblico Latinoamericano, ubicado en Costa Rica. Ni pude estudiar en México simplemente porque en la iglesia presbiteriana las mujeres no teníamos acceso a los estudios superiores de teología, sólo los varones.[6]
Si hacemos caso a estas palabras, se abre toda una veta para alimentar nuestra confesión al pensar en el rostro de Dios que transmitimos al impedir que muchas de sus hijas lo representen oficialmente en la Iglesia… Algunos datos históricos vienen en nuestro auxilio, no tanto para hacer menos doloroso el mea culpa, sino para tratar de abrir los ojos ante las realidades cambiantes que nos han tocado de cerca en México y América Latina. Hace varios años, el doctor Eliseo Pérez Álvarez, como parte de un recuento de mujeres en la historia de la Iglesia, rescató el nombre de la primera alumna egresada del Seminario Teológico Presbiteriano de México (STPM), Eunice Amador de Acle, en 1951, dos años antes de que se otorgara el voto a las mujeres en México.[7]
Y qué decir de Evangelina Corona Cadena, ex costurera y diputada federal entre 1991 y 1994, cuyo testimonio acerca de la ordenación al ancianato sacude conciencias cada vez que lo presenta y da fe de su prolongada militancia cristiana.[8] La Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos (PCUSA) ordenó en 2007 a Rosa Blanca González, otra egresada del STPM, como Ministra de la Palabra y de los Sacramentos como parte de un proceso de integración a los ministerios hispanos, exteriormente, pero también para culminar un desarrollo personal que no necesariamente contemplaba de haber seguido militando en la INPM.[9]
Hace pocos días escuché de viva voz, hace unos días, el testimonio de una egresada del Seminario que fue recientemente ordenada como pastora en una iglesia hermana de la Península Ibérica y a quien había entrevistado a larga distancia para una publicación virtual. Allí, expresó también sus sentimientos y aspiraciones y la forma en que fueron canalizadas con su traslado a otro país e iglesia.[10] Me refiero a Eva Domínguez Sosa, quien ha transitado todos los caminos exigidos por la INPM en los ámbitos femenil, misionero, musical y teológico. Otros nombres de egresadas del STPM se suman también a esta lista: Amparo Lerín Cruz, quien está en medio del proceso que eventualmente desembocará en su ordenación; Luisa Guzmán, quien desde el Centro de Estudios Ecuménicos colabora con diversos movimientos sociales; y Verónica Domínguez, quien ha asumido una sólida labor pastoral en el campo juvenil.
De modo que, ante estos casos relevantes y con aspectos ambiguos debido a la forma en que estas mujeres han asimilado su llamado divino, pero quizá más ante los anónimos y distantes, producto del silencio a que han sido condenadas muchas siervas auténticas del Señor Jesucristo, los hombres de la INPM debemos inclinar la cabeza ante Dios y ante ellas en una actitud de confesión, arrepentimiento y conversión.
2. Fortalezas y debilidades de una postura tradicional
El supuesto problema eclesiástico de la ordenación de las mujeres a los ministerios debería remitirnos, con toda claridad espiritual, psicológica y sociológica al verdadero problema: la forma en que las feminidades y masculinidades (en plural) se experimentan en contacto con las realidades propiciadas e iluminadas por la fe, a fin de que se vivan de maneras saludables, no patológicas. El rechazo sistémico (y sistemático) a este proceso como algo “normal” o formal en la INPM sería así, un signo o síntoma de una patología eclesiástica relacionada con el uso del poder en la iglesia, pues como bien señala Hugo Cáceres en un trabajo sobre la masculinidad de Jesús: “…el golpe más duro que recibió el patriarcado fue la auto-revelación de Dios en la fragilidad de la encarnación y la crucifixión que puso de lado el poder y dominio que han caracterizado a la masculinidad occidental”.[11] Este punto de partida, que va más allá del esquema clero-laicado e implica la forma en que debe entenderse antropológicamente la salvación, descubre varios énfasis que ubican la ordenación en el plano de la indefinida resolución de las luchas de poder entre personas del mismo sexo, pues como agrega Cáceres:
Género, poder y sexualidad están definidos inseparablemente en la sociedad. No se puede postular que el asunto de género no tiene nada que ver con el poder en las instituciones; tal como es percibido el género (fuerte, débil, cerebral, afectivo) tiene su repercusión en las estructuras de poder. Igualmente la sexualidad (activa, pasiva, arriba, abajo) es manifestación clara de dominio en las relaciones. La autoridad fundamenta su poder en principios de género para desarrollar una racionalidad que la sostenga.[12]
La masculinidad de los varones de la Iglesia, quienes nos asumimos como los únicos con derecho a ser portadores del mensaje evangélico de manera oficial, se asimila al sistema patriarcal dominante, el cual, lo mismo que en la época de Pablo y de Jesús, no consideraba de ningún modo la posibilidad de compartir el poder que detentaba. Jesús mismo, como varón que se confrontó en diversas ocasiones con la otredad representada por mujeres que cuestionaron, así fuera tímidamente, su papel como representante de Dios, practicó un modelo alternativo de masculinidad que no se ha querido ver como parte prioritaria de su mensaje y acción:
…el modelo de masculinidad que personificó y enseñó Jesús estaba en abierta contradicción con los valores de masculinidad dominantes en el imperio romano. Su propuesta fue sorprendentemente novedosa y desafiaba los patrones de conducta establecidos para un varón aceptable en el mundo mediterráneo antiguo. Al mismo tiempo hace hincapié en el modo cómo en pocas décadas después de iniciado el movimiento de Jesús, el modelo de masculinidad y la consecuente organización social que proponía la ortodoxia cristiana —como en Ef y 1 Tim— se adaptó decididamente a los modelos socialmente aceptables en el imperio y pasó de ser una novedosa propuesta social a convertirse en una defensora de principios de género ajenos a la predicación y actuación del Maestro galileo.[13]
Estaríamos hablando, entonces, de una “masculinidad tóxica” que ha enfermado la praxis cristiana, deformándola especialmente en lo relacionado con la representación, los oficios o ministerios autorizados, debido a que habiéndose hecho del poder desde los inicios del cristianismo y practicado una progresiva “invisibilización” y “borramiento” de la labor de las mujeres al servicio del Evangelio, como han demostrado Suzanne Tunc y Diana Rocco Tedesco, entre otras autoras.[14] La primera escribe al respecto:
Lo primero que aparece es la eliminación progresiva de las mujeres, desde el final del periodo post-apostólico, de los “ministerios” en vías de formación. Efectivamente, poco a poco la “secta” judía nueva tuvo que adoptar los modos y costumbres de la sociedad patriarcal en que vivía. […]
Las excepciones que hemos encontrado, debidas a la iniciativa de las mujeres en la evangelización, sólo fueron posibles gracias a la amplitud de horizontes que tuvo Pablo. Las mujeres tenían que desaparecer. En consecuencia, textos sucesivos irán encargándose rápidamente de volver a poner las cosas en orden. Son los llamados “Códigos de moral doméstica” y, luego, las Pastorales, donde sólo aparecerán las “viudas” y los “diáconos”.[15]
Así se puede apreciar que uno de los frentes históricos de este penoso proceso es el de la redacción y canonización del Nuevo Testamento, en donde una interpretación sesgada del nombre de una apóstola como Junia, no ha vacilado ¡en cambiarla de sexo! para tratar de demostrar que las mujeres no habrían alcanzado el espacio de los ministerios formales mientras vivió el apóstol Pablo, un hombre que tuvo que luchar a brazo partido contra otros hombres (a quienes denominó “súper-apóstoles”) a fin de que le reconocieran la legitimidad de su ministerio. Cristina Conti ha demostrado cómo se llevó a cabo este acto ideológico de “transexuación” en contra de una mujer plenamente identificada como tal en el ámbito cristiano antiguo:
Al final de su carta a los romanos, el apóstol Pablo envía sus saludos a unos parientes suyos, Andrónico y Junia, agregando que son “ilustres entre los apóstoles” (Rom 16:7). Muchos traductores vierten el nombre de la persona que acompañaba a Andrónico como Junias, un nombre masculino. Sin embargo, el nombre Junias no existe en la onomástica griega, en cambio el nombre femenino Junia aparece frecuentemente en la literatura y en las inscripciones. Cuando estudiaba en el seminario, tuve el privilegio de tomar un curso con Bruce Metzger como profesor invitado. El Dr. Metzger es miembro del comité editor del Nuevo Testamento Griego. Recuerdo que un día le pregunté sobre el tema de Junia y él me dijo que efectivamente se trataba de una mujer y que su nombre era Junia, porque el nombre masculino Junias simplemente no existe. ¿Por qué, entonces, se ha traducido ese nombre como si fuera un nombre masculino? Y lo que es tal vez peor, ¿por qué el Nuevo Testamento Griego, incluso en su última edición (NTG27) sigue apegado a la forma masculina Iouniân, el acusativo del masculino Junias (un nombre que no existe)? […]
En la Iglesia Ortodoxa Griega, se tiene en gran estima a Andrónico y a su esposa Junia. Se cree que ambos recorrieron el mundo llevando el evangelio y fundando iglesias. Santa Junia es celebrada el 17 de mayo.[16]
Si en verdad quisiéramos apegarnos a la llamada “tradición reformada” y prestar atención seriamente a autoridades tan importantes dentro de la misma como el propio Juan Calvino y Jean-Jacques von Allmen, por sólo citar dos nombres, deberíamos reafirmar algunas de sus apreciaciones sobre la presencia y acción de las mujeres en la Iglesia y negarles la ordenación a los ministerios, especialmente el pastoral. ¿Por qué? Porque los ímpetus de la inclusión y la exclusión siempre han convivido, no siempre conflictivamente, en el seno de las iglesias cristianas de todas las épocas. En el caso del protestantismo, como bien ha demostrado el sociólogo Jean Paul Willaime, la doctrina tan invocada del “sacerdocio universal de los creyentes” ha disputado la supremacía ideológica y cultural con las tendencias hacia el fundamentalismo (clericalismo) escondidas en el principio de la Sola Scriptura.[17] Jane Dempsey Douglass ha demostrado que, a pesar de todo, Calvino abrió la puerta hacia la inclusión de las mujeres en los ministerios a causa de las derivaciones de su visión sobre el ministerio cristiano.[18] Von Allmen, en los años 60 del siglo XX, aun oponiéndose a la ordenación femenina, aportó una perspectiva sólida y autocrítica en términos de la presencia de la gracia:
Se aborda muy mal el problema tratándolo desde el ángulo de los derechos que se reivindican. Nadie, ni hombre ni mujer, tienen el derecho de ser pastor. Esto es siempre una gracia, y si esta gracia confiere a quien la recibe algunos derechos, sólo es para que pueda ejercerse en condiciones convenientes. […]
No pertenece a la Iglesia apoderarse de la gracia como de una presa para administrarla después a su gusto; se trata, más bien, de que ella sepa que puede devolver gracia por gracia recibida, y para que ésta no se altere, es la gracia recibida la que debe devolver.[19]
La interpretación autoritativa (y con demasiada frecuencia, autoritaria) ha creado y desplegado con el paso de los siglos una tradición bastante cuestionable que por supuesto se niega a ceder espacios a quienes ha relegado al silencio y la marginación. No se advierte con ello, desde una óptica derivada del vaciamiento de Cristo (kénosis) que la renuncia al poder en todas sus manifestaciones forma parte de una opción evangélica advertida incluso por los estudiosos de la masculinidad, como Walter Riso, quien señala. “La liberación masculina no es una lucha para obtener el poder de los medios de producción, sino para desprenderse de ellos. La verdadera revolución del varón, más que política es psicológica y afectiva. Es la conquista de la libertad interior y el desprendimiento de las antiguas señales ficticias de seguridad”.[20] Habría que aprovechar la reconstrucción de aquellas tradiciones sobre ordenación de mujeres de las cuales dan fe varios libros “apócrifos” y que en otros tiempos fueron confinadas a las “iglesias heréticas” de los primeros siglos.[21] En este sentido, es fundamental el trabajo realizado por Kevin Madigan y Carfolyn Osiek en su volumen Mujeres ordenadas en la Iglesia primitiva,[22] que documenta muy bien nombres y registros de diversas iglesias institucionales en el mundo grecorromano. Muchos de esos movimientos fueron espacios de resistencia, como destaca Tunc, pues las mujeres lucharon contra las prohibiciones y la marginación en su afán por servir al Señor.
3. ¿Reivindicación, conversión o cambio?: el dilema de una Iglesia hiper-masculinizada
Las diversas motivaciones que puede tener la Iglesia para cambiar su perspectiva en cuanto a la ordenación de las mujeres atraviesan diversos niveles de comprensión de la creencia calvinista en la acción de Dios en la Iglesia y la sociedad, pues aunque se afirma que “el mundo es el escenario de la gloria de Dios”, paradójicamente no se acepta que la influencia de los cambios acontecidos en “el mundo”, así sean muy positivos, deba aplicarse automáticamente como muestra de que Dios desea transformar ambos espacios. Se insiste en creer que la Iglesia debe ser el motor de cambio para el mundo, pero no lo contrario, lo cual contradice claramente la visión reformada de una acción divina encaminada a establecer el Reino de Dios en el mundo. Pero, en ese esquema ideal (e idealizante) sólo la Iglesia puede ser vanguardia del Reino de Dios, por lo que la ruptura entre ambos espacios debe mantenerse como condición para hacer visible, en las prácticas religiosas y espirituales de la Iglesia, los valores del Reino.
El desarrollo contemporáneo de la teología reformada, eclesial y académicamente, ha llevado este tema hasta el punto en que, con base en algunos antecedentes, coloca la definición sobre las ordenaciones femeninas en el terreno de las decisiones locales (basta con revisar el reciente documento sobre la ordenación de la Federación de Iglesias Protestantes Suizas[23]) pero también ha anunciado, en el portal de la nueva Comunión Mundial de Iglesias Reformadas (CMIR), que la determinación de las iglesias miembros al respecto puede llegar a ser un factor vinculante para dicha membresía en el futuro. Uno de sus documentos básicos se refiere explícitamente al asunto y habla de que este organismo promoverá abiertamente la ordenación femenina entre aquellas iglesias que aún no la llevan a cabo. Para la CMIR, como debería ser para nosotros también, esto se llama justicia de género.[24]
Además, en continuidad a su antecedente, la Alianza Reformada Mundial (ARM), ha lanzado un material de estudio, ahora para hombres, que busca contribuir a la concientización de las iglesias no sólo en el tema de la ordenación sino en la necesidad de equiparse eclesialmente (convertirse) hacia una nueva etapa de relaciones entre hombres y mujeres en la iglesia.[25] Previamente a la 24ª Asamblea General de Accra, Ghana, en 2004, la ARM publicó el material Celebrando la esperanza de la plenitud de vida: desafíos para la Iglesia, en donde se recogen testimonios de mujeres de diversas regiones del mundo. Esto se suma a los esfuerzos previos de promoción lanzados en 1993 y 1999, dos recopilaciones de ponencias de autores de diversas partes del mundo, entre las que destacan las de Elsa Tamez y Salatiel Palomino, por México.[26]
En síntesis, que el llamado a la conversión llega desde diferentes lugares y con diversos tonos y matices, y no habría que esperar a que nuestra iglesia entre a una situación de Processus confessionis, es decir, de reconocimiento progresivo, educación y confesión, que la pondría en entredicho hasta que decida vincularse al proceso de reconocimiento de los ministerios ordenados de las mujeres, tal como ya lo han hecho la mayoría de las iglesias, como sucedió con algunas iglesias reformadas sudafricanas en relación con la segregación racial en los años 80 y con la convocatoria para discutir el tema de la destrucción de la creación en 1997. Parecería que el propio Dios está colocando en muchos lugares sus señales de advertencia para la integración de sus hijas al servicio formal en la Iglesia y que nos llama, a hombres y mujeres por igual, a convertirnos, no a una moda más o a un tema de actualidad, sino como lo hizo con el apóstol Pedro en el libro de los Hechos, a una serie de conversiones que implican, para el caso de las mujeres, a una conversión hacia sí mismas, y para los varones, a convertirnos a la otredad para descubrir un rostro de Dios más humano, cercano y solidario.
Curso: Ministerio y ordenación de la mujer, Presbiterio del Estado de México
Iglesia San Pablo, Zaragoza 55, col. Pilares, Toluca, Estado de México
15 de enero de 2011
[1] Cf. la Biblia Isha, edición de la TLA con notas referidas a la mujer, un esfuerzo notable por acercar a los y las lectoras a una reflexión histórica, crítica y contextual.
[2] S. Tunc, También las mujeres seguían a Jesús. 2ª ed. Santander, Sal Terrae, 1999 (Presencia teológica, 98), p. 109.
[3] Cit. por J.G. Bedoya, “Ella como pecado”, en El País, Madrid, 3 de septiembre de 2010, www.elpais.com/articulo/sociedad/pecado/elpepisoc/20100903elpepisoc_1/Tes
[4] El libro que recogió las ponencias (Cecilio Lajara, comp., Un pueblo con mentalidad teológica. México, El Faro, 1976) no incluye su participación.
[5] Cf. Varias autoras, Mujer latinoamericana. Iglesia y teología. México, Mujeres para el Diálogo, 1981. Cf. el testimonio de O. Ortega en J.J. Tamayo y J. Bosch, eds., Panorama de la teología latinoamericana. Estella, Verbo Divino, 2000, pp.
[6] E. Tamez, “Descubriendo rostros distintos de Dios”, en J.J. Tamayo y J. Bosch, op. cit., Estella, Verbo Divino, 2000, pp. 647-648. Énfasis agregado.
[7] Cf. E. Pérez-Álvarez, “Teología de la faena; un asomo a los ministerios cristianos desde la Iglesia Apostólica hasta la Iglesia Imperial”, en Tiempo de hablar. Reflexiones sobre los ministerios femeninos. México, Presbyterian Women-Ediciones STPM, 1997, p. .
[8] E. Corona Cadena, Contar las cosas como fueron. México, Documentación y Estudios de Mujeres, 2007.
[9] Cf. Mary Giunca, “La esposa de un pastor presbiteriano mexicano será ordenada en la Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos”, en Boletín Informativo del Centro Basilea de Investigación y Apoyo, núm. 26, abril-junio de 2007, p. 28, http://issuu.com/centrobasilea/docs/bol26-abr-jun2007.
[10] Cf. L. Cervantes-Ortiz, “Entrevista con Eva Domínguez Sosa, recientemente ordenada por la Iglesia Evangélica española”, en Lupa Protestante, 6 de marzo de 2010, www.lupaprotestante.com/index.php?option=com_content&task=view&id=2097.
[11] H. Cáceres, “La masculinidad de Jesús. Recuperando un aspecto olvidado del seguimiento de Cristo”, p. 181, en www.clar.org/clar/index.php?module=Contenido&type=file&func=get&tid=3&fid=descarga&pid=50.
[12] Ibid., p. 190.
[13] Ibid., p. 182.
[14] Cf. D. Rocco Tedesco, Mujeres, ¿el sexo débil? Bilbao, Desclée de Brouwer, 2008 (En clave de mujer…).
[15] S. Tunc, op. cit., pp. 109-110. Énfasis agregado. Cf. E. Tamez, “Visibilidad, exclusión y control de las mujeres en la Primera carta a Timoteo”, en RIBLA, núm. 55, www.claiweb.org/ribla/ribla55/visibilidad.html.
[16] C. Conti, “Junia, la apóstol transexuada”, en Lupa Protestante, 15 de noviembre de 2010, www.lupaprotestante.com/index.php?option=com_content&view=article&id=2266:junia-la-apostol-transexuada-rom-167&catid=13&Itemid=129. Cf. Eldon Jay Epp, Junia: the first woman apostle. Minneapolis, Fortress Press, 2005.
[17] Cf. J.-P. Willaime, La precarité protestante. Sociologie du protestantisme contemporain. Ginebra, Labor et Fides, 1992; e Idem, “Del protestantismo como objeto sociológico”, en Religiones y Sociedad, México, Secretaría de Gobernación, núm. 3, 1998, pp. 124-134.
[18] J. Dempsey Douglass, Women, freedom and Calvin. Filadelfia, The Westminster Press, 1985. Cf. Idem, “Glimpses of reformed women leaders from our history”, en U. Rosenhäger y S. Stephens, eds., “Walk, my sister”. The ordination of women: reformed perspectives. Ginebra, Alianza Reformada Mundial, 1993 (Estudios, 18), pp. 101-110.
[19] J.-J. von Allmen, Ministerio sagrado. Salamanca, Sígueme, 1968, pp. 139-140.
[20] W. Riso, Intimidades masculinas. Lo que toda mujer debe saber acerca de los hombres. Bogotá, Norma, 1998, p. 18. Énfasis original.
[21] S. Tunc, op. cit., pp. 110, 121-126.
[22] K. Madigan y C. Osiek, eds., Mujeres ordenadas en la Iglesia primitiva. Una historia documentada. Estella, Verbo Divino, 2006 (Aleteheia, 2).
[23] Cf. Ordination from the perspective of the Reformed Church. Berna, Federación de Iglesias Protestantes Suizas, 2009 (IFSCPC, 10).
[24] “Gender Justice and Partnership”, en www.wcrc.ch/node/487.
[25] Cf. Patricia Sheerattan-Bisnauth y Philip Vinod Peacock, eds., Created in God’s image. From hegemony to partnership. A Church manual on men as partners. Ginebra, CMIR-CMI, 2010, www.wcrc.ch/sites/default/files/PositiveMasculinitiesGenderManual_0.pdf. Un primer volumen fue: Created in God’s image. From hierarchy to partnership. A Church manual for gender awareness and leadership development. Ginebra, Alianza Reformada Mundial, 2003.
[26] Cf. E. Tamez, “No longer silent: a Bible study on 1 Corinthians 14.34-35 and Galatians 3.28”, en U. Rosenhäger y S. Stephens, op. cit., pp. 52-62; y S. Palomino López, “En busca de aceptación y reconocimiento: las luchas de las mujeres en el ministerio”, en Mundo Reformado, núms. 1-2, marzo-junio de 1999, pp. 51-66.
Leopoldo Cervantes Ortiz, México
Entonces Jesús se sentó, llamó a los doce discípulos y les dijo: “Si alguno de ustedes quiere ser el más importante, deberá ocupar el último lugar y ser el servidor de todos los demás”.[1]
Marcos 9.35, Traducción en Lenguaje Actual
La historia de la Iglesia, desde el primer siglo apostólico hasta nuestros días, muestra un doble y constante movimiento: por un lado, las tentativas de las mujeres por participar en la difusión del mensaje evangélico y, en sentido opuesto, los esfuerzos de los hombres por impedírselo.[2]
Suzanne Tunc
1. Un mea culpa necesario, forzoso, de conciencia…
Pocas cosas hay más tradicionales en el ámbito de la espiritualidad cristiana que la confesión. Ciertamente, en el espectro protestante, no dirigida a nadie sino a Dios y, por lo tanto, confinada al espacio privado, aunque litúrgicamente sea también una práctica colectiva, ya sea en la forma del mea culpa o de otras variantes como el salmo 51. Como ha dicho la teóloga Uta Ranke- Heinemann: “De los innumerables pecados cometidos a lo largo de su historia, de ningún otro deberían de arrepentirse tanto las Iglesias como del pecado cometido contra la mujer”.[3] Y nada más necesario, ciertamente, a la hora de acercarnos a un asunto tan sensible como el del rechazo oficial en el seno de la Iglesia Nacional Presbiteriana de México (INPM) a la ordenación de las mujeres, en nombre, nada menos, que de la voluntad divina consignada en las Sagradas Escrituras.
Porque la actitud espiritual que debe presidir estas reflexiones, discusiones y debates es justamente la del arrepentimiento y la conversión por el estado que guarda en este momento la persistente cerrazón al respecto por parte de la minoría masculina de la INPM, gracias al poder que ejerce desde los inicios históricos de la misma.
Y es que si echamos una mirada a la historia sin dejarnos guiar por un “criterio de género”, la pregunta sobre quién ha sido, hasta el momento, la figura con mayor proyección teológica a nivel mundial que ha surgido de dicha iglesia en este país, tendríamos que responder que esa persona es mujer, que no estudió sus bases en un aula del Seminario de la INPM, ni se postuló nunca para ser pastora a sabiendas de que no se aceptaría su solicitud ni se reconocería su vocación o llamamiento. Tampoco donde ha vivido la mayor parte de su vida y adonde llegó a ser rectora de la institución que la vio desarrollarse ha ejercido las labores pastorales, lo cual no le ha impedido ser una de las voces teológicas latinoamericanas de primera línea. Con todo esto en mente, no hay que olvidar que en septiembre de 1975 participó en el Primer Congreso de Teología Reformada, apenas un año después de haber dado a la luz pública el primero de los frutos de su formación académica, un diccionario del griego del Nuevo Testamento. En aquella ocasión habló precisamente como pionera que fue de la reflexión teológica femenina, de los caminos que se abrían en este terreno y de sus posibilidades para la Iglesia de la época.[4] En octubre de 1979, también en México, D.F., haría lo mismo en otro foro adonde estuvo presente la cubana Ofelia Ortega, primera pastora presbiteriana ordenada en América Latina.[5]
Evidentemente, me estoy refiriendo a la doctora Elsa Tamez Luna. Invito a escuchar su testimonio acerca de esos años formativos, donde se mezclan sentimientos y recuerdos encontrados:
Si hoy me dedico a la educación y producción teológica, mucho tiene que ver la iglesia en la cual crecí. Una iglesia presbiteriana, pequeña. […] A pesar de ser ideológicamente conservadora, allí aprendí a ser persona con palabra, a ser líder, y sobre todo a estar muy cerca de Dios. La iglesia era como un segundo hogar en donde se aprendía mucho pero también se jugaba todo el tiempo. Ahora, como teóloga, me doy cuenta de tantas concepciones erróneas que escuché. Caigo en la cuenta, por ejemplo, de que ese Dios cercano era intimista e imparcial. […]
Muy joven, a los 18 años, ingresé a estudiar Teología en el Seminario Bíblico Latinoamericano, ubicado en Costa Rica. Ni pude estudiar en México simplemente porque en la iglesia presbiteriana las mujeres no teníamos acceso a los estudios superiores de teología, sólo los varones.[6]
Si hacemos caso a estas palabras, se abre toda una veta para alimentar nuestra confesión al pensar en el rostro de Dios que transmitimos al impedir que muchas de sus hijas lo representen oficialmente en la Iglesia… Algunos datos históricos vienen en nuestro auxilio, no tanto para hacer menos doloroso el mea culpa, sino para tratar de abrir los ojos ante las realidades cambiantes que nos han tocado de cerca en México y América Latina. Hace varios años, el doctor Eliseo Pérez Álvarez, como parte de un recuento de mujeres en la historia de la Iglesia, rescató el nombre de la primera alumna egresada del Seminario Teológico Presbiteriano de México (STPM), Eunice Amador de Acle, en 1951, dos años antes de que se otorgara el voto a las mujeres en México.[7]
Y qué decir de Evangelina Corona Cadena, ex costurera y diputada federal entre 1991 y 1994, cuyo testimonio acerca de la ordenación al ancianato sacude conciencias cada vez que lo presenta y da fe de su prolongada militancia cristiana.[8] La Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos (PCUSA) ordenó en 2007 a Rosa Blanca González, otra egresada del STPM, como Ministra de la Palabra y de los Sacramentos como parte de un proceso de integración a los ministerios hispanos, exteriormente, pero también para culminar un desarrollo personal que no necesariamente contemplaba de haber seguido militando en la INPM.[9]
Hace pocos días escuché de viva voz, hace unos días, el testimonio de una egresada del Seminario que fue recientemente ordenada como pastora en una iglesia hermana de la Península Ibérica y a quien había entrevistado a larga distancia para una publicación virtual. Allí, expresó también sus sentimientos y aspiraciones y la forma en que fueron canalizadas con su traslado a otro país e iglesia.[10] Me refiero a Eva Domínguez Sosa, quien ha transitado todos los caminos exigidos por la INPM en los ámbitos femenil, misionero, musical y teológico. Otros nombres de egresadas del STPM se suman también a esta lista: Amparo Lerín Cruz, quien está en medio del proceso que eventualmente desembocará en su ordenación; Luisa Guzmán, quien desde el Centro de Estudios Ecuménicos colabora con diversos movimientos sociales; y Verónica Domínguez, quien ha asumido una sólida labor pastoral en el campo juvenil.
De modo que, ante estos casos relevantes y con aspectos ambiguos debido a la forma en que estas mujeres han asimilado su llamado divino, pero quizá más ante los anónimos y distantes, producto del silencio a que han sido condenadas muchas siervas auténticas del Señor Jesucristo, los hombres de la INPM debemos inclinar la cabeza ante Dios y ante ellas en una actitud de confesión, arrepentimiento y conversión.
2. Fortalezas y debilidades de una postura tradicional
El supuesto problema eclesiástico de la ordenación de las mujeres a los ministerios debería remitirnos, con toda claridad espiritual, psicológica y sociológica al verdadero problema: la forma en que las feminidades y masculinidades (en plural) se experimentan en contacto con las realidades propiciadas e iluminadas por la fe, a fin de que se vivan de maneras saludables, no patológicas. El rechazo sistémico (y sistemático) a este proceso como algo “normal” o formal en la INPM sería así, un signo o síntoma de una patología eclesiástica relacionada con el uso del poder en la iglesia, pues como bien señala Hugo Cáceres en un trabajo sobre la masculinidad de Jesús: “…el golpe más duro que recibió el patriarcado fue la auto-revelación de Dios en la fragilidad de la encarnación y la crucifixión que puso de lado el poder y dominio que han caracterizado a la masculinidad occidental”.[11] Este punto de partida, que va más allá del esquema clero-laicado e implica la forma en que debe entenderse antropológicamente la salvación, descubre varios énfasis que ubican la ordenación en el plano de la indefinida resolución de las luchas de poder entre personas del mismo sexo, pues como agrega Cáceres:
Género, poder y sexualidad están definidos inseparablemente en la sociedad. No se puede postular que el asunto de género no tiene nada que ver con el poder en las instituciones; tal como es percibido el género (fuerte, débil, cerebral, afectivo) tiene su repercusión en las estructuras de poder. Igualmente la sexualidad (activa, pasiva, arriba, abajo) es manifestación clara de dominio en las relaciones. La autoridad fundamenta su poder en principios de género para desarrollar una racionalidad que la sostenga.[12]
La masculinidad de los varones de la Iglesia, quienes nos asumimos como los únicos con derecho a ser portadores del mensaje evangélico de manera oficial, se asimila al sistema patriarcal dominante, el cual, lo mismo que en la época de Pablo y de Jesús, no consideraba de ningún modo la posibilidad de compartir el poder que detentaba. Jesús mismo, como varón que se confrontó en diversas ocasiones con la otredad representada por mujeres que cuestionaron, así fuera tímidamente, su papel como representante de Dios, practicó un modelo alternativo de masculinidad que no se ha querido ver como parte prioritaria de su mensaje y acción:
…el modelo de masculinidad que personificó y enseñó Jesús estaba en abierta contradicción con los valores de masculinidad dominantes en el imperio romano. Su propuesta fue sorprendentemente novedosa y desafiaba los patrones de conducta establecidos para un varón aceptable en el mundo mediterráneo antiguo. Al mismo tiempo hace hincapié en el modo cómo en pocas décadas después de iniciado el movimiento de Jesús, el modelo de masculinidad y la consecuente organización social que proponía la ortodoxia cristiana —como en Ef y 1 Tim— se adaptó decididamente a los modelos socialmente aceptables en el imperio y pasó de ser una novedosa propuesta social a convertirse en una defensora de principios de género ajenos a la predicación y actuación del Maestro galileo.[13]
Estaríamos hablando, entonces, de una “masculinidad tóxica” que ha enfermado la praxis cristiana, deformándola especialmente en lo relacionado con la representación, los oficios o ministerios autorizados, debido a que habiéndose hecho del poder desde los inicios del cristianismo y practicado una progresiva “invisibilización” y “borramiento” de la labor de las mujeres al servicio del Evangelio, como han demostrado Suzanne Tunc y Diana Rocco Tedesco, entre otras autoras.[14] La primera escribe al respecto:
Lo primero que aparece es la eliminación progresiva de las mujeres, desde el final del periodo post-apostólico, de los “ministerios” en vías de formación. Efectivamente, poco a poco la “secta” judía nueva tuvo que adoptar los modos y costumbres de la sociedad patriarcal en que vivía. […]
Las excepciones que hemos encontrado, debidas a la iniciativa de las mujeres en la evangelización, sólo fueron posibles gracias a la amplitud de horizontes que tuvo Pablo. Las mujeres tenían que desaparecer. En consecuencia, textos sucesivos irán encargándose rápidamente de volver a poner las cosas en orden. Son los llamados “Códigos de moral doméstica” y, luego, las Pastorales, donde sólo aparecerán las “viudas” y los “diáconos”.[15]
Así se puede apreciar que uno de los frentes históricos de este penoso proceso es el de la redacción y canonización del Nuevo Testamento, en donde una interpretación sesgada del nombre de una apóstola como Junia, no ha vacilado ¡en cambiarla de sexo! para tratar de demostrar que las mujeres no habrían alcanzado el espacio de los ministerios formales mientras vivió el apóstol Pablo, un hombre que tuvo que luchar a brazo partido contra otros hombres (a quienes denominó “súper-apóstoles”) a fin de que le reconocieran la legitimidad de su ministerio. Cristina Conti ha demostrado cómo se llevó a cabo este acto ideológico de “transexuación” en contra de una mujer plenamente identificada como tal en el ámbito cristiano antiguo:
Al final de su carta a los romanos, el apóstol Pablo envía sus saludos a unos parientes suyos, Andrónico y Junia, agregando que son “ilustres entre los apóstoles” (Rom 16:7). Muchos traductores vierten el nombre de la persona que acompañaba a Andrónico como Junias, un nombre masculino. Sin embargo, el nombre Junias no existe en la onomástica griega, en cambio el nombre femenino Junia aparece frecuentemente en la literatura y en las inscripciones. Cuando estudiaba en el seminario, tuve el privilegio de tomar un curso con Bruce Metzger como profesor invitado. El Dr. Metzger es miembro del comité editor del Nuevo Testamento Griego. Recuerdo que un día le pregunté sobre el tema de Junia y él me dijo que efectivamente se trataba de una mujer y que su nombre era Junia, porque el nombre masculino Junias simplemente no existe. ¿Por qué, entonces, se ha traducido ese nombre como si fuera un nombre masculino? Y lo que es tal vez peor, ¿por qué el Nuevo Testamento Griego, incluso en su última edición (NTG27) sigue apegado a la forma masculina Iouniân, el acusativo del masculino Junias (un nombre que no existe)? […]
En la Iglesia Ortodoxa Griega, se tiene en gran estima a Andrónico y a su esposa Junia. Se cree que ambos recorrieron el mundo llevando el evangelio y fundando iglesias. Santa Junia es celebrada el 17 de mayo.[16]
Si en verdad quisiéramos apegarnos a la llamada “tradición reformada” y prestar atención seriamente a autoridades tan importantes dentro de la misma como el propio Juan Calvino y Jean-Jacques von Allmen, por sólo citar dos nombres, deberíamos reafirmar algunas de sus apreciaciones sobre la presencia y acción de las mujeres en la Iglesia y negarles la ordenación a los ministerios, especialmente el pastoral. ¿Por qué? Porque los ímpetus de la inclusión y la exclusión siempre han convivido, no siempre conflictivamente, en el seno de las iglesias cristianas de todas las épocas. En el caso del protestantismo, como bien ha demostrado el sociólogo Jean Paul Willaime, la doctrina tan invocada del “sacerdocio universal de los creyentes” ha disputado la supremacía ideológica y cultural con las tendencias hacia el fundamentalismo (clericalismo) escondidas en el principio de la Sola Scriptura.[17] Jane Dempsey Douglass ha demostrado que, a pesar de todo, Calvino abrió la puerta hacia la inclusión de las mujeres en los ministerios a causa de las derivaciones de su visión sobre el ministerio cristiano.[18] Von Allmen, en los años 60 del siglo XX, aun oponiéndose a la ordenación femenina, aportó una perspectiva sólida y autocrítica en términos de la presencia de la gracia:
Se aborda muy mal el problema tratándolo desde el ángulo de los derechos que se reivindican. Nadie, ni hombre ni mujer, tienen el derecho de ser pastor. Esto es siempre una gracia, y si esta gracia confiere a quien la recibe algunos derechos, sólo es para que pueda ejercerse en condiciones convenientes. […]
No pertenece a la Iglesia apoderarse de la gracia como de una presa para administrarla después a su gusto; se trata, más bien, de que ella sepa que puede devolver gracia por gracia recibida, y para que ésta no se altere, es la gracia recibida la que debe devolver.[19]
La interpretación autoritativa (y con demasiada frecuencia, autoritaria) ha creado y desplegado con el paso de los siglos una tradición bastante cuestionable que por supuesto se niega a ceder espacios a quienes ha relegado al silencio y la marginación. No se advierte con ello, desde una óptica derivada del vaciamiento de Cristo (kénosis) que la renuncia al poder en todas sus manifestaciones forma parte de una opción evangélica advertida incluso por los estudiosos de la masculinidad, como Walter Riso, quien señala. “La liberación masculina no es una lucha para obtener el poder de los medios de producción, sino para desprenderse de ellos. La verdadera revolución del varón, más que política es psicológica y afectiva. Es la conquista de la libertad interior y el desprendimiento de las antiguas señales ficticias de seguridad”.[20] Habría que aprovechar la reconstrucción de aquellas tradiciones sobre ordenación de mujeres de las cuales dan fe varios libros “apócrifos” y que en otros tiempos fueron confinadas a las “iglesias heréticas” de los primeros siglos.[21] En este sentido, es fundamental el trabajo realizado por Kevin Madigan y Carfolyn Osiek en su volumen Mujeres ordenadas en la Iglesia primitiva,[22] que documenta muy bien nombres y registros de diversas iglesias institucionales en el mundo grecorromano. Muchos de esos movimientos fueron espacios de resistencia, como destaca Tunc, pues las mujeres lucharon contra las prohibiciones y la marginación en su afán por servir al Señor.
3. ¿Reivindicación, conversión o cambio?: el dilema de una Iglesia hiper-masculinizada
Las diversas motivaciones que puede tener la Iglesia para cambiar su perspectiva en cuanto a la ordenación de las mujeres atraviesan diversos niveles de comprensión de la creencia calvinista en la acción de Dios en la Iglesia y la sociedad, pues aunque se afirma que “el mundo es el escenario de la gloria de Dios”, paradójicamente no se acepta que la influencia de los cambios acontecidos en “el mundo”, así sean muy positivos, deba aplicarse automáticamente como muestra de que Dios desea transformar ambos espacios. Se insiste en creer que la Iglesia debe ser el motor de cambio para el mundo, pero no lo contrario, lo cual contradice claramente la visión reformada de una acción divina encaminada a establecer el Reino de Dios en el mundo. Pero, en ese esquema ideal (e idealizante) sólo la Iglesia puede ser vanguardia del Reino de Dios, por lo que la ruptura entre ambos espacios debe mantenerse como condición para hacer visible, en las prácticas religiosas y espirituales de la Iglesia, los valores del Reino.
El desarrollo contemporáneo de la teología reformada, eclesial y académicamente, ha llevado este tema hasta el punto en que, con base en algunos antecedentes, coloca la definición sobre las ordenaciones femeninas en el terreno de las decisiones locales (basta con revisar el reciente documento sobre la ordenación de la Federación de Iglesias Protestantes Suizas[23]) pero también ha anunciado, en el portal de la nueva Comunión Mundial de Iglesias Reformadas (CMIR), que la determinación de las iglesias miembros al respecto puede llegar a ser un factor vinculante para dicha membresía en el futuro. Uno de sus documentos básicos se refiere explícitamente al asunto y habla de que este organismo promoverá abiertamente la ordenación femenina entre aquellas iglesias que aún no la llevan a cabo. Para la CMIR, como debería ser para nosotros también, esto se llama justicia de género.[24]
Además, en continuidad a su antecedente, la Alianza Reformada Mundial (ARM), ha lanzado un material de estudio, ahora para hombres, que busca contribuir a la concientización de las iglesias no sólo en el tema de la ordenación sino en la necesidad de equiparse eclesialmente (convertirse) hacia una nueva etapa de relaciones entre hombres y mujeres en la iglesia.[25] Previamente a la 24ª Asamblea General de Accra, Ghana, en 2004, la ARM publicó el material Celebrando la esperanza de la plenitud de vida: desafíos para la Iglesia, en donde se recogen testimonios de mujeres de diversas regiones del mundo. Esto se suma a los esfuerzos previos de promoción lanzados en 1993 y 1999, dos recopilaciones de ponencias de autores de diversas partes del mundo, entre las que destacan las de Elsa Tamez y Salatiel Palomino, por México.[26]
En síntesis, que el llamado a la conversión llega desde diferentes lugares y con diversos tonos y matices, y no habría que esperar a que nuestra iglesia entre a una situación de Processus confessionis, es decir, de reconocimiento progresivo, educación y confesión, que la pondría en entredicho hasta que decida vincularse al proceso de reconocimiento de los ministerios ordenados de las mujeres, tal como ya lo han hecho la mayoría de las iglesias, como sucedió con algunas iglesias reformadas sudafricanas en relación con la segregación racial en los años 80 y con la convocatoria para discutir el tema de la destrucción de la creación en 1997. Parecería que el propio Dios está colocando en muchos lugares sus señales de advertencia para la integración de sus hijas al servicio formal en la Iglesia y que nos llama, a hombres y mujeres por igual, a convertirnos, no a una moda más o a un tema de actualidad, sino como lo hizo con el apóstol Pedro en el libro de los Hechos, a una serie de conversiones que implican, para el caso de las mujeres, a una conversión hacia sí mismas, y para los varones, a convertirnos a la otredad para descubrir un rostro de Dios más humano, cercano y solidario.
Curso: Ministerio y ordenación de la mujer, Presbiterio del Estado de México
Iglesia San Pablo, Zaragoza 55, col. Pilares, Toluca, Estado de México
15 de enero de 2011
[1] Cf. la Biblia Isha, edición de la TLA con notas referidas a la mujer, un esfuerzo notable por acercar a los y las lectoras a una reflexión histórica, crítica y contextual.
[2] S. Tunc, También las mujeres seguían a Jesús. 2ª ed. Santander, Sal Terrae, 1999 (Presencia teológica, 98), p. 109.
[3] Cit. por J.G. Bedoya, “Ella como pecado”, en El País, Madrid, 3 de septiembre de 2010, www.elpais.com/articulo/sociedad/pecado/elpepisoc/20100903elpepisoc_1/Tes
[4] El libro que recogió las ponencias (Cecilio Lajara, comp., Un pueblo con mentalidad teológica. México, El Faro, 1976) no incluye su participación.
[5] Cf. Varias autoras, Mujer latinoamericana. Iglesia y teología. México, Mujeres para el Diálogo, 1981. Cf. el testimonio de O. Ortega en J.J. Tamayo y J. Bosch, eds., Panorama de la teología latinoamericana. Estella, Verbo Divino, 2000, pp.
[6] E. Tamez, “Descubriendo rostros distintos de Dios”, en J.J. Tamayo y J. Bosch, op. cit., Estella, Verbo Divino, 2000, pp. 647-648. Énfasis agregado.
[7] Cf. E. Pérez-Álvarez, “Teología de la faena; un asomo a los ministerios cristianos desde la Iglesia Apostólica hasta la Iglesia Imperial”, en Tiempo de hablar. Reflexiones sobre los ministerios femeninos. México, Presbyterian Women-Ediciones STPM, 1997, p. .
[8] E. Corona Cadena, Contar las cosas como fueron. México, Documentación y Estudios de Mujeres, 2007.
[9] Cf. Mary Giunca, “La esposa de un pastor presbiteriano mexicano será ordenada en la Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos”, en Boletín Informativo del Centro Basilea de Investigación y Apoyo, núm. 26, abril-junio de 2007, p. 28, http://issuu.com/centrobasilea/docs/bol26-abr-jun2007.
[10] Cf. L. Cervantes-Ortiz, “Entrevista con Eva Domínguez Sosa, recientemente ordenada por la Iglesia Evangélica española”, en Lupa Protestante, 6 de marzo de 2010, www.lupaprotestante.com/index.php?option=com_content&task=view&id=2097.
[11] H. Cáceres, “La masculinidad de Jesús. Recuperando un aspecto olvidado del seguimiento de Cristo”, p. 181, en www.clar.org/clar/index.php?module=Contenido&type=file&func=get&tid=3&fid=descarga&pid=50.
[12] Ibid., p. 190.
[13] Ibid., p. 182.
[14] Cf. D. Rocco Tedesco, Mujeres, ¿el sexo débil? Bilbao, Desclée de Brouwer, 2008 (En clave de mujer…).
[15] S. Tunc, op. cit., pp. 109-110. Énfasis agregado. Cf. E. Tamez, “Visibilidad, exclusión y control de las mujeres en la Primera carta a Timoteo”, en RIBLA, núm. 55, www.claiweb.org/ribla/ribla55/visibilidad.html.
[16] C. Conti, “Junia, la apóstol transexuada”, en Lupa Protestante, 15 de noviembre de 2010, www.lupaprotestante.com/index.php?option=com_content&view=article&id=2266:junia-la-apostol-transexuada-rom-167&catid=13&Itemid=129. Cf. Eldon Jay Epp, Junia: the first woman apostle. Minneapolis, Fortress Press, 2005.
[17] Cf. J.-P. Willaime, La precarité protestante. Sociologie du protestantisme contemporain. Ginebra, Labor et Fides, 1992; e Idem, “Del protestantismo como objeto sociológico”, en Religiones y Sociedad, México, Secretaría de Gobernación, núm. 3, 1998, pp. 124-134.
[18] J. Dempsey Douglass, Women, freedom and Calvin. Filadelfia, The Westminster Press, 1985. Cf. Idem, “Glimpses of reformed women leaders from our history”, en U. Rosenhäger y S. Stephens, eds., “Walk, my sister”. The ordination of women: reformed perspectives. Ginebra, Alianza Reformada Mundial, 1993 (Estudios, 18), pp. 101-110.
[19] J.-J. von Allmen, Ministerio sagrado. Salamanca, Sígueme, 1968, pp. 139-140.
[20] W. Riso, Intimidades masculinas. Lo que toda mujer debe saber acerca de los hombres. Bogotá, Norma, 1998, p. 18. Énfasis original.
[21] S. Tunc, op. cit., pp. 110, 121-126.
[22] K. Madigan y C. Osiek, eds., Mujeres ordenadas en la Iglesia primitiva. Una historia documentada. Estella, Verbo Divino, 2006 (Aleteheia, 2).
[23] Cf. Ordination from the perspective of the Reformed Church. Berna, Federación de Iglesias Protestantes Suizas, 2009 (IFSCPC, 10).
[24] “Gender Justice and Partnership”, en www.wcrc.ch/node/487.
[25] Cf. Patricia Sheerattan-Bisnauth y Philip Vinod Peacock, eds., Created in God’s image. From hegemony to partnership. A Church manual on men as partners. Ginebra, CMIR-CMI, 2010, www.wcrc.ch/sites/default/files/PositiveMasculinitiesGenderManual_0.pdf. Un primer volumen fue: Created in God’s image. From hierarchy to partnership. A Church manual for gender awareness and leadership development. Ginebra, Alianza Reformada Mundial, 2003.
[26] Cf. E. Tamez, “No longer silent: a Bible study on 1 Corinthians 14.34-35 and Galatians 3.28”, en U. Rosenhäger y S. Stephens, op. cit., pp. 52-62; y S. Palomino López, “En busca de aceptación y reconocimiento: las luchas de las mujeres en el ministerio”, en Mundo Reformado, núms. 1-2, marzo-junio de 1999, pp. 51-66.
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