“En realidad prefiero la ciencia a la religión. Si me dan a escoger entre Dios y el aire acondicionado, me quedo con el aire.” (Woody Allen)
La primera película que vi de Woody Allen fue allá por 1975 en el cine de la Universidad de Concepción. Inmediatamente me atrajo este multifacético director-actor que combinaba el humor, la reflexión psicológica, la religión, la relación de pareja, la crítica a la sociedad contemporánea, y la filosofía. Como en La última noche de Boris Grushenko (1975), se suceden ciertos diálogos característicos del tipo: «Todos los hombres son mortales. Sócrates era mortal. Por tanto, todos los hombres son Sócrates. Lo que significa que todos los hombres son homosexuales».
De esa época también se incluyen El dormilón (1973), Bananas (1971), censurada en varios países en su momento por su contenido político -Allen interpreta al líder revolucionario de una imaginaria república suramericana-, y Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo (y nunca se atrevió a preguntar) (1972), estrenada con retraso, por la censura de nuevo. Se pueden conocer también sus guiones e interpretaciones de sí mismo en películas como la muy premiada Annie Hall (1977), con cuatro oscares: al mejor guión original, mejor director, mejor película y mejor actriz principal (Diane Keaton); y Hanna y sus hermanas (1986), también galardonada con tres estatuillas de Hollywood: guión, actor secundario (Michael Caine) y actriz secundaria (Diane Wiest).
También cabe destacar sus películas consideradas de culto, Sombras y niebla (1992) e Interiores (1978), inspiradas en sus idolatrados cineastas europeos Fellini y Bergman. Además se destacan en el cineasta Allen con todas sus obsesiones y en su constante viaje entre la comedia y el drama, sus eternas dudas, risas e incertidumbres en Delitos y faltas (1989), con la culpa como gran protagonista, o Alice (1990), donde Mia Farrow es una excusa para tratar la personalidad femenina.
Zelig (1983) o La rosa púrpura de El Cairo (1985) son otros de los títulos que nos acercan al multifacético y premiado Allen.
En España lo admiran tanto, que el Ayuntamiento de la ciudad de Oviedo le ha construido una escultura en bronce, 15 centímetros más alta que él, realizada por el artista asturiano Santarúa. «Es como yo, ha captado mi angustia vital», dijo, atónito, el cineasta cuando conoció su réplica en bronce. Su otro yo, al que todas las noches le roban las gafas, rememora los paseos del cineasta por la ciudad «deliciosa, exótica, bella y peatonalizada» que piropeó Allen, quien, con «su irónica sensibilidad», dijo el jurado, «ha establecido un puente de unión entre las cinematografías americana y europea, en beneficio de ambas».
Su vida ha estado permanentemente desenfocada. Se empeñó en ser artista y de culto, se le metió en la cabeza escribir historias raras y jugar con los tabúes de una manera un tanto malabar, cambiarse el nombre y elegir uno más en concordancia con su espíritu de clown que de rabino. Así fue como Allen Stewart Konigsberg pasó a ser Woody Allen, el icono que en lugar de calmarnos los males nos los evidencia, si no con un ataque de hipocondría histérico, desnudándonos las vergüenzas con retratos descarnados de la especie, con ese sistema milimétrico de trabajo que tiene, y que alterna magistralmente el drama y la tragedia con su don innato para la comedia.
Por ambos caminos, por el trágico y el cómico, Allen ha conseguido su sueño, aunque éste delate un aspecto más de su estado de traspié permanente: «Por fin soy un cineasta europeo». Sus tres últimos títulos componen la etapa londinense. En Match point y en Cassandra’s dream ha desarrollado la tragedia de aroma shakesperiano, mientras que en Scoop, ha dado rienda suelta a su vena cómica para contar la historia de un periodista que hace un alto en el camino en su viaje al otro mundo y regatea con la muerte para dar una exclusiva, de la que se entera después de su entierro, a una joven colega que debe aprovecharla. En la refrescante Scoop, todo un catálogo satírico sobre los tics británicos más dignos de guasa, vuelve a aparecer Allen como actor -interpretando a un mago- junto a la bellísima Scarlett Johansson. La actriz, en pleno auge de su carrera, le ha cogido gusto al estilo Allen y repite con el director después de su arrebatadora aparición en Match point. Ambos se entienden bien. «Me apetecía hacer una comedia con Scarlett», asegura el cineasta.
Antes de comenzar su etapa londinense, Allen hizo dos películas más con productores independientes en Estados Unidos. Una de ellas, Melinda y Melinda, fue una auténtica vuelta de tuerca en su carrera. La historia de dos mujeres idénticas, una de ellas muy feliz y otra tremendamente desgraciada, representaba un alucinante desnudo creativo arriesgado, un experimento del que está orgulloso y que presagiaba la obra maestra posterior, la genial Match Point; otra etapa, otro camino que además le saca de donde no había salido en décadas. «Melinda y Melinda lleva dentro lo que para mí es una batalla creativa constante entre la comedia y la tragedia». Pero no es la única dicotomía que todavía no ha resuelto. Otra es su identidad. Quizá por eso, su fascinación va en aumento, porque a los 77 años sigue sin encontrar respuestas. «Le decía que he conseguido lo que soñé, ser un cineasta europeo. Pero yo me siento al tiempo muy norteamericano. Me gustan los Hermanos Marx, el béisbol y el baloncesto, y también el jazz».
Esa contradicción, otro de sus aspectos desenfocados, le convierte en una especie de marciano universal que nos observa y nos retrata con una precisión de rayo extraterrestre, a la altura de otros genios que él admira y que persigue, como Fellini o Ingmar Bergman -en Scoop hay un homenaje a El séptimo sello nada más empezar, cuando un muerto quiere sobornar a la dama de la guadaña-, o como Luis Buñuel, que también fue genial en su exilio mexicano. «Les admiro porque su arte es universal. La gente es la gente, y puedes hacer Match Point en Nueva York, en Londres y en París. Al fin y al cabo, las personas de hoy no son tan diferentes; sobre todo en las grandes ciudades, que tienen teatros, restaurantes, museos, donde viven a toda velocidad, son cosmopolitas, sofisticadas, como en Barcelona. Por eso intento que mis historias cuadren en todas partes».
No crean que los grandes honores, los merecidos reconocimientos, alteran mucho la forma de vida tranquila y alejada de los bullicios que lleva Woody Allen desde siempre en Manhattan, esa isla que él ha retratado como un pintor expresionista y un poeta, como un escritor y un psicoanalista con habilidades para las descripciones sutiles, convirtiendo su ciudad en un fetiche y en una especie de meca para sus admiradores. Le cuesta vivir sin los lugares a los que acude regularmente, sus templos favoritos: «El Madison Square Garden, donde voy a ver el baloncesto; Central Park, el West Village [donde Allen, de joven, se ganaba la vida como cómico en los bares], la avenida Madison”.
Sea como sea, en Nueva York y fuera de allí, él siempre se ha sentido borroso, como ese personaje suyo que interpretaba Robin Williams en Desmontando a Harry, un poco fuera de lugar y como de otra época, fantasmal. «Todo el mundo que conozco desea haber vivido en otro tiempo y ser otra cosa de la que realmente es. Yo ahora pienso que hubiera sido un gran novelista en otro siglo», dice el artista, sin que ese hecho tampoco parezca que le preocupe mucho.
Su estilo no es de esta época tampoco. El cine que hace, para que se comprenda bien la auténtica dimensión que lleva encima, hay que verlo más de una vez. “Entiendo eso, asumo que mis películas son muy densas. Tienen mucho diálogo, los personajes son auténticos neuróticos, las relaciones entre todos son muy complicadas”, afirma. Es algo que ha tenido presente y que le ha marcado desde siempre o más, desde que pasó de sus hilarantes películas de gags y parodia, las de la primera época de Toma el Dinero y Corre, Bananas, El Dormilón o La Ultima Noche de Boris Grshenko, hasta la segunda etapa de su carrera, con Annie Hall y Manhattan, junto a esas películas de sombra oscura, como Interiores, Septiembre y Otra Mujer, y aquellas en las alcanza el climax de su estilo, como en Hannah y sus Hermanas o Maridos y Mujeres, para después renegar un poco de si mismo y buscar algo más en la mezcla de géneros, algo en lo que deslumbra y fascina con filmes como Balas Sobre Brodway; la tiernisima y desarmante Poderosa Afrodita, donde juega con el teatro griego, o la gamberra adaptación de su estilo al mundo del musical, en Todos dicen I love you.
Se acaba de estrenar su última palícula en Argentina y en solo cuatro días 150.000 espectadores vieron Blue Jasmine. Este film se inscribe en la línea de volver a su venerado Ingmar Bergman.
Si en Interiores, la crisis de un matrimonio maduro pone en cuestión los valores de las tres hijas adultas, en Septiembre, a lo largo de un fin de semana en una casa de campo, el reencuentro de una madre avasallante con una hija apocada, desnudará un secreto guardado por años. La verdad tan temida se cuela por resquicios inesperados en La Otra Mujer. Alguien escucha lo que no debe y comprueba que su delicado equilibrio se derrumba. La protagonista de Blue Jasmine es ahora Cate Blanchett, una mujer de fortuna perteneciente a la clase alta neoyorkina, quien de pronto deberá enfrentar su bancarrota y el fracaso de su matrimonio.
En Crímenes y Pecados, Allen va más allá. Se encarga de mostrarnos que en la vida real un asesinato puede quedar impune. Un célebre oftalmólogo, apremiado por su amante embarazada que amenaza con contarle todo a su esposa, contrata a un matón para que la despache. Nadie lo descubre y el profesional sigue su vida como si tal cosa. Antes, en diálogo con el personaje de Woody – un cineasta que pierde en todos los frentes- le ha subrayado que en la vida de todos los días, no llega la caballería para ordenar los tantos como en el cine.
Más de una vez, Allen ha apelado a la magía (Alice, Sombras y Niebla) para preservar a sus criaturas o a esa magía que es el cine, como En la Rosa Púrpura del Cairo. Más allá de sus travesusras habituales, cuando Woody Allen deja por un momento ese muñeco neurótico que le sale tan fácil y se sitúa detrás de la cámara para hablar en otro registro, lo que de veras muestra es el paraíso perdido y un entorno que no conoce la piedad.
Jasmine vuela de Nueva York a San Francisco y esas idas y venidas se narran también como un viaje en el tiempo. En el transcurso de ese itinerario la protaginista cambia y nadie mejor que Cate Blanchett para denotar esas inquietantes mutaciones. Es fácil asociar el cine de Allen con la comedia, pero en realidad, todo lo que expone en sus deliciosos divertimentos, es muy serio y va al fondo de la condición humana. Cuando abandona la sonrisa, claro, se nota más.
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