Porque un niño nos ha nacido (Is. 9,6)
Es que no podía ser menos. Lo da el tiempo, sin duda. Leíamos esta misma semana un artículo divulgativo, muy bueno por cierto, de un teólogo católico norteamericano que versaba sobre la liturgia del templo de Jerusalén en los libros de las Crónicas, y de pronto en uno de los párrafos nos topábamos con esta expresión: “nuestra secularizada Navidad”. El contexto en que venían insertas tales palabras rezumaba queja, desde luego, y hasta un ligero sabor de amargura.
Si a ello añadimos la cantidad de opiniones vertidas por creyentes protestantes y evangélicos de todas las denominaciones en las redes sociales más al uso, más una serie no desdeñable de predicaciones dominicales ad hoc que —nos consta— vienen siendo pronunciadas en muchos púlpitos por estas fechas, e incluso conversaciones y comentarios particulares que se escuchan en corrillos o de forma ostentosa, llegamos a la conclusión (¡por demás triste!) de que para un buen número de los cristianos actuales las celebraciones navideñas se han convertido en un campo de batalla ideológico y apologético bien provisto de ribetes socio-político-económicos (y hasta teológicos y de historia de las religiones comparadas en algunos casos). Por si fuera poco, ¿acaso no hemos escuchado y leído incluso desde hace un par de semanas alusiones altamente adversas para con el sistema capitalista actual cuya quintaesencia pareciera ser el Corte Inglés, mencionado así tal cual, por su nombre, con todas las letras, como culpable real de la comercialización de estas fechas y la consecuente pérdida del prístino espíritu navideño? Alguien escribía hace no mucho en una red social que Dickens había “inventado” la Navidad (?) y que el Corte Inglés (¡de nuevo!) la había desvirtuado. Un verdadero monstruo ese Corte Inglés. Conclusión: ¡Todos contra el Corte Inglés, instrumento del diablo!
Nos preguntamos muy seriamente hasta qué punto merece la pena amargarse la existencia de esta manera. Nos cuestionamos si el hecho de ser cristianos implica vivir siempre en luchas ideológicas (o socio-político-económicas y hasta teológicas) demasiadas veces fuera de lugar que, sinceramente, ni significan nada realmente ni trascienden al gran público, que lo único que haría al escucharlas sería reírse abiertamente (¡y con razón!). ¿Penderá sobre nosotros quizás un aciago destino que nos programe indefectiblemente cada mes de diciembre para que lancemos diatribas y dardos flamígeros contra la comercialización de la Navidad y la desvirtuación de su significado cristiano? ¿O contra el Corte Inglés, ya puestos?
Hablando en serio, el mensaje de la Navidad, tal como los creyentes cristianos lo concebimos tradicionalmente, ya es de por sí todo un desafío, un bofetón bien sonoro contra todo lo que significa nuestra condición humana caída según las Escrituras y todos esos entramados opresores de la inteligencia y la dignidad de las personas, ya sean políticos, sociales, económicos y hasta teológicos si se quiere. El nacimiento de ese niño mencionado por el profeta Isaías —¡con perdón de todos los exegetas críticos que no lo entiendan así o que puedan explicarlo de otra manera!—, que en la continuación del versículo inicial de esta reflexión es mencionado como un hijo que nos es dado, supone un cambio radical, el comienzo de una nueva era en la historia humana, y lo más importante, la culminación de la Historia de la Salvación.
Nuestra Navidad, la Navidad cristiana, por lo tanto, conlleva en sí misma un crudo realismo. Imposible mirar a otro lado o “hacer la vista gorda”, como se dice vulgarmente, pretextando que todo es maravilloso o que somos muy felices simplemente porque así lo dicen unas cuantas figuras mediáticas de esas que aparecen por televisión. El nacimiento de Cristo es necesario en el plan de Dios como una cuña introducida en el doloroso devenir humano. No podemos jugar a ser supermán todo el tiempo. Lo que nos rodea y lo que cada uno de nosotros llevamos dentro nos canta muy a las claras nuestra condición y no tolera engaños, salvo que de tanto empeñarnos en no llamar a las cosas por su nombre acabemos sin saber distinguir lo verdadero de lo falso, lo auténtico de lo ficticio. El Mesías viene porque es necesario que lo haga, porque la humanidad no puede salir adelante por sí misma, porque no es capaz de poner un freno a sus desmanes, sus injusticias, sus errores. Los creyentes cristianos somos los primeros que debemos reconocer esta realidad de la que no escapamos.
De ahí que Navidad implique una fuerte dosis de gratitud (¡debiera implicarla!) hacia ese Dios que siempre cumple sus promesas de paz y restauración. Desde que este Niño (ahora con mayúscula) ha nacido, los seres humanos estamos llamados a vivir con la seguridad de que nada ni nadie puede hacernos perder nuestra dignidad inherente como personas creadas a imagen y semejanza del Supremo Hacedor, por mucho que algunos lo intenten y parezcan conseguirlo (pero sólo lo parece). La venida del Mesías a este mundo en la forma de un hombre nacido de mujer y nacido bajo la ley (Gá. 4,4) nos dice muy a las claras que tenemos un grandísimo valor a los ojos de Dios y que él no está dispuesto a tolerar que se pierda o se malogre. Dios no juega a los dados: su obra es firme. Y esta obra implica siempre restauración de la persona humana sin distinción de razas, sexo o clase social.
De ahí que Navidad, finalmente, implique también esperanza para todos los pueblos y comunidades humanas. La buena noticia del nacimiento de este Niño no se plasmó por escrito en algunos escritos de la Biblia para que permaneciera oculta ni recluida en círculos restringidos de gentes piadosas. La sabiduría popular afirma que las cosas buenas lo son realmente cuando se comparten, y desde luego en este caso concreto es una grandísima verdad. El mundo, la sociedad en que vivimos ha de saber por qué los cristianos concedemos un valor litúrgico tan destacado a esta celebración. Nuestros vecinos y conciudadanos, el conjunto de nuestros contemporáneos debe ser conocedor de lo que significa en realidad la figura del Cristo nacido como un niño. Hay demasiada gente harta de tanta superficialidad, navideña y de todo el año; demasiadas personas a quienes las circunstancias de la vida no permiten excesivas superfluidades, y que están necesitadas de escuchar acerca del Redentor.
Por decirlo así de claro: que no necesitamos hacer de las celebraciones navideñas en las capillas y en los púlpitos una plataforma de lanzamiento de misiles contra nadie, ni siquiera contra el Corte Inglés. Basta con proclamar de forma positiva el mensaje redentor y restaurador del Dios encarnado en un niñito recién nacido e invitar a todos a creerlo y aceptarlo. Para eso hemos sido llamados.
¡Feliz Navidad a todos los lectores de la Lupa Protestante!