Conocido adagio éste que en su forma latina original (omnes viæ Romam ducunt) parece haber visto la luz hacia 1175, en plena Edad Media, más concretamente en el Liber Parabolarum de Alain de Lille, si bien algunos expertos apuntan a un origen mucho más antiguo, siglos atrás, cuando el Imperio romano dominaba todo el mundo conocido, y que en nuestros días puede aplicarse a distintas situaciones, según los contextos. En el marco de nuestra actual semana de oración por la unidad de los cristianos, que se ha celebrado estos últimos días, vuelve a colocar sobre el tapete, muy especialmente en medios religiosos, cuestiones que generan fricción y discusiones, a veces virulentas, como qué sentido tiene celebrar reuniones con iglesias “apóstatas” e “idólatras”; si un verdadero cristiano (entiéndase, evangélico) puede realmente colaborar en eventos ecuménicos; si el propio ecumenismo no será un engendro romano bien calculado para someter a la férula papal a todos los protestantes; y suma y sigue.
Quede bien claro al amable lector ya desde el principio que no es nuestro propósito entablar con esta breve reflexión combate alguno a favor ni en contra de ninguna de estas posturas. Entendemos que el ecumenismo —que no es, dicho sea de paso, “invento” católico, sino protestante, precisamente— tiene su lado positivo: ¿habrá alguien que se atreva a decir que el diálogo interconfesional es negativo o reprobable en sí mismo? Y que representa, al menos en nuestra experiencia personal (y la de otros muchos que conocemos bien), una oportunidad dorada para que ciertas personas escuchen, a lo mejor una sola vez en su vida y en su propia casa, algo que nunca llegarían a escuchar de otra manera. Pero no, no pretendemos entrar en este terreno.
Lo que nos proponemos es una sencilla (y muy tradicional) reflexión acerca de un postulado neotestamentario, tanto que aparece en labios del mismo Señor Jesús, y que se opone diametralmente a una de las aplicaciones más populares del adagio medieval antes mencionado. Se trata de esas archiconocidas palabras dichas por Cristo en Jn. 14, 6: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí (RVR60).
[quote style=»boxed» float=»left»]Hay ídolos de bulto redondo, tallados en madera, piedra o marfil, e ídolos de papel o simplemente conceptuales.[/quote]En tanto que creyentes protestantes conservadores y moderados, que es como particularmente nos definimos, no lo tenemos especialmente fácil en relación con asuntos de esta envergadura. No resulta demasiado sencillo mantener el equilibrio entre dos extremos bien patentes en los ámbitos religiosos contemporáneos: por un lado, una filosofía aperturista y ecléctica de grandes alardes intelectuales que tiende a diluir identidades teológicas y eclesiásticas y que parece decantarse por un universalismo soteriológico un tanto descafeinado en el que todo vale y en el que cualquier forma religiosa es verdadera en sí misma; y por el otro, un sectarismo de corte fundamentalista y evangelical (con perdón de los puristas por el crudo anglicismo) que marca de tal manera sus fronteras a partir de un literalismo bíblico inmisericorde, que en realidad acentúa las divisiones existentes en el cristianismo en base a cuestiones, no ya secundarias o intrascendentes, sino incluso que rozan el absurdo algunas veces.
Cuando el Señor Jesús afirma ser el camino, la verdad y la vida, no se conforma simplemente con ser un camino entre muchos, una verdad entre tantas o una vida entre diversas posibilidades. Jesús se muestra totalmente radical en su planteamiento: no hay otra vía de acceso a Dios Padre que él. Y ello conlleva grandes implicaciones.
En primer lugar, tal declaración tumba cualquier pretensión de verdad de los diferentes sistemas religiosos y filosóficos humanos en sus distintas vertientes. Qué duda cabe de que en toda alma de nuestra especie, sin excepciones de ningún tipo, existe un anhelo profundo, más o menos señalado, mejor o peor evidenciado, de absoluto, de verdad. Todos los hombres, dicho de forma genérica, nacemos con esta tendencia innata a la búsqueda de lo trascendente, pues forma parte de nuestra naturaleza en tanto que imagen y semejanza del Creador (Gn. 1, 26-27), y lo manifestamos de mil maneras distintas, conforme a nuestros patrones culturales o sociales al uso. Pero sólo hay una puerta abierta por donde se puede hallar: Cristo. Ni siquiera ciertos conglomerados religiosos en los que se reconoce y se adora al único Dios escapan a esta realidad. De nada sirve toda una piedad centrada en la adoración a Dios dejando de lado a Cristo. Es cierto que el judaísmo o el islam, con su exclusivo monoteísmo abrahámico, pueden mostrar una espiritualidad más elevada (¡a veces!) que sistemas politeístas como el hinduismo u otras formas del paganismo contemporáneo, no lo ponemos en duda. Debido al hecho de reconocer a Dios como Supremo Hacedor y Señor, su enfoque de la propia persona humana es diferente de otras filosofías, o por lo menos debiera serlo, aunque en ocasiones dejen mucho que desear, máxime en relación con la mujer. Pero la falta de Cristo pesa demasiado en sus concepciones de la Divinidad y la propia humanidad. Y es que Jesús desvela una dimensión divina que las otras religiones desconocen, como es la paternidad tal como se lee en el Nuevo Testamento, y hace de todos los hombres hermanos. De ahí que cualquier diálogo interreligioso en el que participen cristianos, si bien en tanto que diálogo represente un paso adelante en la civilización, resulte infructuoso si los profesos discípulos de Cristo no exaltamos a Nuestro Señor ante los demás tal como ha sido revelado, es decir, Dios y hombre, Hijo de Dios e Hijo del Hombre al mismo tiempo.
[quote style=»boxed» float=»left»]La Reforma nos enseñó que no somos adoradores de una imagen, ni seguidores de un simple libro. [/quote] En segundo y último lugar, por no prolongarnos excesivamente, la declaración de Jesús hace añicos también cualquier sistema eclesiástico pretendidamente cristiano que no haga de su persona y su obra el centro indiscutible de la proclamación, adoración y vivencia de los creyentes. Vale decir, toda la instrucción, la liturgia y la predicación, con su inevitable praxis cotidiana, deben orientarse indefectiblemente hacia Cristo. Son demasiadas las denominaciones cristianas que, por razones históricas u otras, tienden a alejarse cada vez más de este punto fundamental. Y en ello están, no sólo quienes rinden culto a María o canonizan con criterios muy particulares meros seres humanos haciéndolos objetos de adoración y veneración, sino también quienes hacen de la Biblia su dios o de ciertas doctrinas o enseñanzas distintivas de su confesión algo así como un dios particular. No nos llevemos a engaño: tan idólatra puede ser quien en su ignorancia se inclina con devoción ante una imagen tallada de la Virgen o atribuye poderes curativos a un santo de una advocación determinada, como quien cimenta toda su fe en un principio bíblico muy concreto al estilo de “creacionismo contra evolucionismo”, cierta observancia externa bien detallada, alguna práctica o abstinencia particular, supuestas profecías para los tiempos futuros o pretendidas sanidades, manifestaciones milagrosas, visiones angélicas y cosas por el estilo. Y es que hay ídolos de bulto redondo, tallados en madera, piedra o marfil, e ídolos de papel o simplemente conceptuales. Pero no lo olvidemos: son ídolos todos ellos, y aún no se ha demostrado que los primeros sean más nocivos o más perjudiciales que los segundos.
Los extremos nunca son buenos. Es un dicho de la sabiduría popular, y muy cierto en su planteamiento.
Digámoslo con total claridad: ninguna adoración tiene valor real si no se efectúa en Cristo y a través de Cristo. Ninguna lectura de la Biblia o predicación sobre ella presenta realmente la Palabra viva del Dios Viviente si no se dirige hacia Cristo o si no es capaz de hallar a Cristo en sus páginas. La Reforma nos enseñó que no somos adoradores de una imagen, ni seguidores de un simple libro. Somos discípulos y seguidores de una persona muy concreta, Dios y hombre, que murió y resucitó, por lo que vive para siempre.
No ponemos en duda el adagio medieval según el que todos los caminos conducen a Roma. De hecho, todos los caminos pueden conducir a cualquier lugar, como evidencia con creces la experiencia cotidiana. Y es bueno que así sea en lo referente a las cosas de este mundo; las sociedades humanas, iglesias incluidas, necesitan de cierto orden para funcionar de manera conveniente, sin lo cual la convivencia sería imposible. De ahí la necesidad de dialogar e incluso del ecumenismo. Pero a Dios Padre, el Dios exclusivamente revelado en Cristo, sólo nos lleva un camino, y más concretamente una persona: aquél que con la mayor autoridad que este mundo ha conocido pronunció las palabras recogidas en Jn. 14, 6.