“¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que le aman?” (Santiago 2:5)
Hace algún tiempo hablaba a un grupo de estudiantes acerca del protocolo de contraste que establece el Evangelio. Un protocolo donde los últimos son primeros, y los primeros últimos. Dicha etiqueta de contraste está magníficamente descrita en la carta de Santiago (1:9-11 y 2:1-5). De ahí que cualquiera que entrara a un espacio cristiano, ese que llamamos “iglesia”, caería en la cuenta de que entra en una realidad social alternativa, auténtica buena noticia del mundo nuevo según Jesús de Nazaret.
Leyendo los diarios de George Fox, padre de los Cuáqueros, encontré un párrafo delicioso que pone de manifiesto el protocolo de contraste del que hablé:
“Además, cuando el Señor me ordenó que fuera por el mundo me prohibió que me quitara el sombrero ante nadie, humilde o poderoso, y me requirió a que tratase de tú a todo hombre o mujer, sin distinción entre grandes o chicos, ricos o pobres. Viajando de un lado para otro no debía de andar saludando a la gente haciendo cumplidos, ni debía de inclinarme ante nadie, todo lo cual enfurecía a todas las sectas y profesiones” (Diario de George Fox, 24).
El protocolo de contraste corresponde a una fe que no hace acepción de personas, ya que considera a todos los seres humanos como iguales en dignidad, y merecedores del mismo trato. La etiqueta de contraste ¡enfurece al Imperio y a las instituciones apegadas a él! Y los enfurece porque navega contracorriente.
No por nada el Espíritu Santo nos dice, “hermanos míos, que vuestra fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo sea sin acepción de personas. Porque si en vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro y con ropa espléndida, y también entra un pobre con vestido andrajoso, y miráis con agrado al que trae la ropa espléndida y le decís: Siéntate tú aquí en buen lugar; y decís al pobre: Estate tú allí en pie, o siéntate aquí bajo mi estrado; ¿no hacéis distinciones entre vosotros mismos, y venís a ser jueces con malos pensamientos?” (Stgo. 2:1-4).
¡Sí! ¡todos los seres humanos son iguales en dignidad, y merecedores del mismo trato! ¡Aleluya!
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