Porque tú, Señor, eres bueno y perdonas;
eres todo amor con los que te invocan.
Señor, escucha mi oración,
¡atiende mi plegaria!
En mi angustia clamo a ti,
porque tú me respondes.
Salmo 86,5-7
A menudo me pregunto hasta dónde son necesarias las palabras para comunicarme con Dios. Está a mi lado, me digo y lo creo. Viene conmigo, estoy convencida. Vela mis sueños y mis despertares, lo sé. Me conoce hasta lo más íntimo de mi ser, estoy segura. Por eso dudo de la necesidad de usar palabras, ¡soy tan torpe!
Todo lo ve al instante. Siempre lo sabe todo. Se compadece de mí, criatura suya y me ama. Quiere mi bien. No es vengativo sino misericordioso. Y, además, su memoria no tiene límites.
En ocasiones me dirijo al Señor con un simple ¿lo ves, Señor?, o con un gesto que intuyo cómplice llevado a cabo por mi mente. Creo que es suficiente, es lo único que necesito para sentirme comprendida.
El espíritu que habita en mi pensamiento me lleva a contarle todo lo que ya sabe y me digo, si fuera un amigo de los de carne y hueso, me mandaría a paseo por ir repitiendo lo que, junto a mí, vamos experimentando juntos. Resulta pesado para el otro porfiarle en lo que ya conoce, lo que ve y comprende. Este es uno de los motivos por los que en mi boca fluyen torpes las palabras.
Pienso que no sé hablar con Dios y cuando oigo a los hermanos y hermanas expresarse ante él con palabras preciosas me quedo hechizada y digo amén. Pero yo no sé mantener un diálogo así, soy torpe con mis palabras.
Me dejo llevar por el camino de la vida de su mano protectora y comprensiva, y grande, y fuertemente poderosa, y callo, como cuando era pequeña e iba con mis padres de paseo. Poco hablaba, no era necesario, me dejaba guiar, ellos lo sabían todo y yo caminaba tranquila, serena.
Mi padre, mi madre, seres adultos a quienes les reclamaba con la mirada que me lo solucionasen todo y que en ocasiones me respondían esto es así y no hay otra, pero yo te ayudo. Y yo, niña, sin discusión alguna, sabía que lo que decían era cierto y lo aceptaba sin cuestionarles más.
Dios es el único ser que habita mi existencia, él es quien me cuida, eso me digo porque, aunque quiera aparentar fortaleza, me siento débil.
Expreso hoy el problema que tengo con las palabras y de la misma manera que a mis progenitores no les discutía las respuestas, porque viniendo de ellos las entendía sabias, a Dios tampoco he de discutirle. Asimismo sé que, comparando el amor y la grandeza de Dios con mis padres, lo empequeñezco y no es justo, pero no alcanzo a tener la capacidad necesaria para hacerlo de otro modo.
Antes que mis toscas palabras se formasen en mi interior, antes de que mi manera de expresarme aflorara, ya estaba él conmigo y entendiendo mi mente más que mi vocabulario.
Siento torpeza en mis palabras. Siento mudez, porque lo que quiero decirle se atropella en mi boca y no sale.
Cierro mis párpados a todo lo que me rodea. Me aíslo un rato del mundanal ruido y sé, entonces, que no estoy sola, que él está presente, que está ahí sin dudarlo, aunque no siempre le distinga con claridad.
Aquí me tienes, estoy. Sé que sólo quieres lo mejor para mí. Señor, tuya soy.
Publicado en Protestante Digital el14 de febrero de 2020
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