Instruye al niño en su camino (Proverbios 22, 6a)
Que no hay remedio. Que Spain is different y punto. Que la “España negra” (la capitaneada en estos momentos por Monseñor Rouco Varela, que según las malas lenguas es quien gobierna realmente el país) vuelve a ganar la partida, nos guste o no, y sigue manteniendo la anomalía que representa el reino de España en el conjunto de la (des)Unión Europea. La famosa y últimamente tan manida LOMCE ha sido aprobada, entre otras lindezas, con la declaración de la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las aulas (la religión católica, se entiende) y su troncalidad de cara a aprobar cursos, recibir los diplomas correspondientes y beneficiarse de las becas acordadas. Por mucho que el ministro de turno, sr. Wert, busque maquillar la situación indicando la posibilidad de cursar una materia alternativa (Valores Culturales y Sociales en la escuela primaria y Valores Éticos en la secundaria), la realidad está ahí: la escuela española no es laica. Y eso hace que muchos se pregunten, como es lógico, si lo es el propio estado. Respóndase cada uno lo que bien le parezca. En algunos rotativos lo tildan simplemente de “wertgonzoso”.
Como cristiano y protestante, creo en la necesidad absoluta de una formación religiosa para nuestros niños y adolescentes (¡y para los adultos!, dicho sea de paso), pero al estilo de la que proponía el autor del libro de los Proverbios en el versículo que encabeza nuestra reflexión. Es decir, una instrucción impartida básica y fundamentalmente en el hogar, y sólo en segundo lugar en la propia iglesia, pero nada más. ¿Por qué? Pues porque la persona humana se moldea y se gesta como tal en su núcleo familiar respectivo, sea de clase alta o baja, rico o pobre, estructurado o sin estructurar. Es ahí donde recibe, no sólo la vida y la existencia física, sino también las vivencias esenciales que conformarán su mentalidad, sus valores y sus creencias. La familia es la que transmite la identidad social, cultural y religiosa a los niños, no sólo rasgos físicos o genéticos. La escuela tiene otros cometidos, otras competencias, otra esfera de actuación. Familia y escuela, ciertamente, deben cooperar en la educación y formación de niños y jóvenes, pero nunca interferirse mutuamente, nunca invadir terrenos acotados ni estorbar la una las labores específicas de la otra.
Mucho nos tememos que la enseñanza religiosa impuesta por la LOMCE (por la Conferencia Episcopal Española en realidad, gústenos reconocerlo o no) va a convertirse, a la larga o a la corta, en un problema serio, y no sólo desde el punto de vista de la mera discusión política o sindical, sino especialmente para quienes hoy la viven sin duda como un gran triunfo. La presencia de la religión (y de la religión católica, o por lo menos cristiana) es innegable en la historia y la cultura de nuestro país y los de nuestro entorno inmediato europeo, de tal manera que resulta imposible obviarla en las asignaturas que llamamos de humanidades. Nadie puede enseñar historia sin hacer referencia a la extensión del cristianismo por la península Ibérica y los cambios a que ello condujo ya en la antigüedad o en la época visigótica, por no mencionar el aspecto de cruzada que tuvo la Reconquista o la reacción de la España imperial ante la Reforma con sus inevitables consecuencias políticas, económicas y sociales. Resulta imposible estudiar historia del arte sin comentar los aspectos puramente religiosos del arte románico o el arte gótico, así como de otras corrientes más modernas. Y no es tarea fácil adentrarse en las grandes obras literarias de nuestra lengua castellana o de otros idiomas del país y del entorno europeo, por no citar sino un ejemplo más, sin hallar cada dos por tres referencias constantes a las Sagradas Escrituras, la propia Iglesia o costumbres piadosas. Reducir por lo tanto la enseñanza de la religión como tal, con sus doctrinas y sus prácticas, sus dogmas y sus ritos, a una asignatura más con sus requisitos académicos y administrativos concomitantes, entendemos, es rebajarla y empobrecerla, recargar los ya de por sí saturados calendarios lectivos de los estudiantes, y lo peor de todo, privarla de su categoría trascendental, de su dimensión realmente divina y su proyección humana.
Tal vez la Conferencia Episcopal Española (y Monseñor Rouco Varela) piensen, y lo piensen sinceramente (¿por qué no?), que la enseñanza obligatoria de la religión sea necesaria para reconducir al buen camino a una sociedad que ha perdido, no sólo el norte, sino los cuatro puntos cardinales. Quizás consideren, y están en su pleno derecho de creerlo así, que la instrucción religiosa impuesta por ley enseñará a niños y adolescentes unos valores familiares que parecen tambalearse y una moral que hace mucho se diría haberse disuelto en las corrientes mundanas. Lo que esta Conferencia Episcopal y sus dirigentes parecen olvidar es que nuestra sociedad actual, con todos sus problemas, desviaciones y alejamientos de los valores tradicionales, es hija directa de otra que vivió en sus propias carnes este tipo de educación en la escuela pública precisamente, con su asignatura de religión obligatoria (¡y sin materias alternativas para los acatólicos!) y sus correspondientes exámenes, trabajos académicos, calificaciones, etc. Parecen no darse cuenta de que aquella escuela religiosa por imposición más que por vocación real ha sido más que nada una matriz de descreídos e incluso de ateos y resentidos contra la propia Iglesia, y lo peor de todo, contra el mismo Dios.
No, no le corresponde al ministerio de educación de turno legislar sobre la enseñanza religiosa ni darle carácter de obligatoriedad académica. No es tarea de la escuela enseñar doctrinas ni dogmas, ni siquiera valores cristianos como tales. El ministro sr. Wert se equivoca y abre la puerta a un tornado. Al actuar de esta manera, hace que la escuela invada un terreno que no le corresponde y corre el peligro de desvirtuar eso que se pretende ensalzar.
La única manera de garantizar una formación religiosa bien fundamentada en niños y adolescentes, y de paso en adultos, es que la propia familia sea creyente y que la Iglesia cumpla con una de sus funciones básicas, que es la instrucción en la fe. Progenitores o tutores, juntamente con sacerdotes o pastores, según el caso, somos los responsables ante Dios de la instrucción y la formación de nuestros hijos en las verdades de la fe que profesamos. La responsabilidad es exclusivamente nuestra.
No es de recibo pretender deshacerse de este cometido, que es arduo, difícil, quizás complicado, no hay duda, pero que Dios coloca sobre nuestros hombros, y desviarlo hacia una institución pública.
Eso es, sencillamente, una manifestación de insensatez que se pagará muy cara, tarde o temprano.
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