Posted On 14/10/2022 By In Opinión, portada With 904 Views

Un cielo compartido | Adelina Fernández

He salido a pasear. Es fiesta y hace sol. Pasear me ayuda a pensar, a organizar lo que me inquieta, a asimilar lo vivido durante la semana, me ayuda a sacar lo que llevo dentro, a llorar, a orar, a confiar, a relacionar y a leer poesía. Pasear me brinda estar más cerca de Dios.

Hoy he escogido el camino largo, hay mucho bullendo dentro de mí. Me lanzo a la calle con el texto de la samaritana aun en mi retina. Cavilo. ¿Qué relación tendrá esta mujer anónima, con uno de los principales de los judío o con el maestresala asombrado por el vino que han servido a última hora? Conecto purificación, bautismo, nacer de arriba… tinajas, cántaro, redes… vinculo boda, pozo, novio, Jesús de Nazaret, agua de vida…

Me gusta fijarme en los árboles, en sus hojas, en la luz que se cuela. Me calma alzar mis ojos, un poco más de lo normal, y ver el cielo. No falla: contemplar su belleza me trae paz. Su inmensidad me rebosa y todo mi ser exclama: “¡Los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos!”. Su Presencia, la del Abba, me inunda y me desborda. Un amor exagerado, extravagante me cubre por completo y entonces, tomo conciencia: se descalzan mis pies, mi corporeidad, lo que piso es tierra sagrada. Camino sabiéndome amada. No necesito nada más, bueno quizás una enramada.

Algo irrumpe mi ensimismamiento y me obliga a bajar al valle, una vez más. El ruido de los cazas, de los batallones y los helicópteros me ubican: hoy es 12 de octubre. Miro a mi alrededor y descubro que estoy rodeada de gente que, como yo, ha detenido su caminar y mira el cielo con expectación, celebrando el día de la hispanidad, la propaganda del orgullo de nuestras fuerzas armadas. Inmortalizan el momento en instantáneas, en video… escucho a una mujer explicándole a su hijo que los aviones se van rumbo a la Castellana. Observo el rostro de esas personas que siguen disfrutando del espectáculo. Intento intuir en sus ojos, en sus gestos, en sus manos y sonrisas, a Jesús, “el lector de piel y corazón” como diría Víctor, mi profesor, un hermano capuchino que cada jueves me reta a hablar sosegadamente, mientras intento no saltar de la silla.

El cielo se ha convertido en el lugar común de mujeres y hombres, de ancianas y niñas del barrio de Usera. El ruido de las aeronaves me recuerda que este cielo no solo me une a las gentes de estas calles de Madrid. Invade mi mente el nombre de una ciudad: Kiev. Noto como mi semblante cambia. Un escalofrío me sacude de arriba a abajo. ¡Qué salvaje puede ser el mundo en el que vivimos! ¡Qué monstruo devorador puede llegar a ser la vida! Me llena de angustia y de remordimientos los punzantes contrastes de nuestra existencia. Hoy 12 de octubre en Madrid la multitud se para llena de suficiencia y felicidad al escuchar el ruido de aviones de guerra y, al otro lado, en el mismo cielo, hermanos y hermanas ucranianas claman al Padre encontrarse el espacio aéreo libre de batallones que amenazan su derecho a pasear y a pensar, a comprar el pan y ondear banderas.

Imagino a una mujer que, al igual que yo, ha salido al encuentro del Resucitado, pero se me antoja que ella va sin invitación de boda, con un cántaro pesado y quebrado, en el que ya no puede transportar el agua que le quite la sed. Tengo la tentación de detenerme en este pensamiento lleno de oscuridad, de dudas y recelos, lleno de reclamos y de recriminaciones dirigidas a un dios que la mayoría de las veces no convierte el agua en vino, y que sin embargo, nos sigue pidiendo caminar tras él. Suspiro, cojo aire, cierro los ojos. Sé que es mentira. Por eso no lo hago, no me detengo, sino que me esfuerzo por posponerme (veo sonreír a Elisa, mi extraordinaria profesora),  por trascenderme, y dejarme llenar de nuevo por Dios, convencida de que a Jesús le es necesario pasar por Kiev, donde la humidad no se trata, y tener el encuentro salvífico y sanador, liberador y amoroso con la mujer (todas las mujeres) de mi imaginación. Porque no puede ser de otra manera. Porque este nuevo relato en el pozo de Jacob, nos funde en un mismo cuerpo. Y es en este nuevo espacio, aun con ruidos atronadores, secuestradores de gozo y esperanza, ruidos vergonzantes, llenos de culpa y deshumanización, es en este lugar, en esta hora, en la que un Jesús vulnerable, fatigado, se sienta junto al pozo y le pide a una mujer, a todas las mujeres, que le dé agua. Y es en esta demanda, donde Cristo se entrega, se da, se vacía, se deja fluir en su Padre y nos muestra la bendita alteridad de Dios en el rostro de esta mujer anónima a la que el dialogar con el Galileo le devuelve su honor de novia, la dignidad de la que se sabe escogida para una misión. Jesús de Nazaret, con las entrañas conmovidas, universaliza la sanidad kerigmática y pneumática. El perdón y la misericordia hacen brotar torrentes de agua de vida eterna. La gracia de Dios en un pozo, en un cielo compartido.

Regreso a casa con lágrimas en las mejillas y con más sed de la que tenía. Cojo mi Biblia, mis bolis de colores y mi carpeta de Comillas. Saco el folio que Víctor nos repartió el otro día y garabateo la hoja, la lleno de flechas y de círculos color rosa. La Palabra encarnada sale a mi encuentro y me vuelve a decir: “Yo soy, el que habla contigo”. Dejo mi Nestle-Aland, mi cántaro y mis ansias y alzo de nuevo mis ojos al cielo. Compruebo, con la satisfacción de una niña pequeña a la que su madre ha cogido en brazos, que el Resucitado ha preparado el almuerzo y que me espera como cada día, para pasear conmigo, junto a la orilla.

Camino sabiéndome amada. No necesito nada más, nada, ni si quiera una enramada.

¡Soli Deo gloria!

Adelina Fernández.

Adelina Fernández

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