Los dos capítulos del pequeño texto Soliloquios de Agustín de Hipona, a petición de mi hija Belén, llegaron a mis manos para ser leídos. Confieso que la primera vez cuando leí el texto hace 20 años no me llegó al corazón, tal vez porque en ese entonces acababa de conocer la postura de Agustín en relación a la mujer y su actitud de intolerancia hacia los donatistas por no ajustarse al canon de la sana doctrina. Esta vez, mi acercamiento al texto fue más desde la intimidad, y desde ahí se crearon los siguientes surcos.
Una voz le pide a Agustín, comunicarse en soledad, con el Dios en quien había creído. En su plegaria a Dios reconoce que en Él están la Bondad, Verdad, Justicia, Hermosura, Principio y Causa de la creación y Fuente de lo Bueno, Gracia, Amor, Perdón, Rey, Señor. A ese Dios le pide: sana mis oídos para oír tu voz; sana y abre mis ojos para ver tus signos; destierra de mí toda ignorancia para que te reconozca a ti. Dime a dónde debo dirigir la mirada para verte a ti. Aumenta en mí la fe, la esperanza, la caridad.
Agustín dice amar a Dios y al alma. Dice también conocer a Dios aunque de forma parcial. El conocimiento de Dios transmite un gusto distinto al que da el conocimiento de las cosas. Con los ojos del alma es como mejor se percibe a Dios. Una vez lograda la intelección de Dios, son necesarias la fe, la esperanza y el amor. Conocerle tiene sus propias condiciones: que existe (es), que se clarea y resplandece en el conocimiento, que hace inteligibles las demás cosas.
Aquella Voz (la razón) cuestiona el amor de Agustín, manifestado en el amor a la vida en compañía de sus amigos, la buena salud, y la vida temporal del cuerpo. Desde ahí, la Voz, señala al de Hipona: “como víctima de todas las pasiones y perturbaciones del alma”. El amor por las cosas materiales y los halagos femeninos y el vínculo carnal con la mujer “estoy resuelto a no desear, no buscar”, afirma Agustín (afirmación que ha sido debatida fuertemente, sobre todo por ver a la mujer como instrumento de satanás). Los bienes exteriores fungen como medio para lograr otras, sin que esclavicen al corazón.
Todos los deseos y pasiones deben ordenarse al Sumo Bien. Sólo se puede escalar a la Sabiduría a partir de “EL AMOR VERDADERO”. Habiendo escalado, se descubre que la sabiduría cura los ojos del alma. La Voz le pide a Agustín: “cree firmemente en Dios y arrójate en sus brazos cuanto puedas. Exprópiate de ti mismo, sal de tu propia potestad y confiesa que eres siervo de tu clementísimo y generosísimo Señor. Él te atraerá a sí y no cesará de colmarte de sus favores, aun sin tú saberlo.”
En el segundo capítulo, Agustín comienza afirmando la inmortalidad de Dios. La verdad subsiste (es eterna). El alma es inmortal, pues no puede sentir sin vivir. Vive, pues, siempre el alma; ésta, no puede menos que coexistir con la naturaleza de las cosas, si no puede faltar de ella alguna vez la falsedad.
Agustín define lo verdadero como aquello que es en sí tal como parece al sujeto conocedor, si quiere y puede conocerlo. Verdad, es lo que es. Nada, pues, habrá falso, pues todo lo que es, verdadero es. Lo que no es tal como parece, es lo falso. El origen de la falsedad no es más que la semejanza de las cosas en lo que toca a los ojos. La semejanza que resulta en el espejo, Agustín dice que es falsa porque no se puede palpar, no suena, no se mueve por sí, no vive. Lo falso es tal por su desemejanza o desacuerdo con lo verdadero. Por lo tanto, la desemejanza es el origen de la falsedad. La Razón le recuerda a Agustín que el primer género de falso se llama lo falaz o mentiroso. Todo el que es falaz quiere engañar, pero no todos los que mienten pretenden engañar. El falaz todo lo dispone para el logro de su fin, que es producir engaño.
En este mismo capítulo, señala Agustín “cómo algunas cosas en tanto son verdaderas en cuanto son falsas”. La Razón pregunta, ¿Cuál ha de ser, sino que todas estas cosas en tanto son verdaderas en algunos en cuanto son falsas en otros, y para su verdad, sólo les aprovecha el ser falsas con relación a lo demás? Y por eso, si dejan de ser falsas o de fingir, no logran lo que quieren y deben ser.
Nada hay más verdadero que la propia verdad, sustenta Agustín a la Razón. Toda disciplina es verdadera, incluyendo la fábula y la gramática, señala la Razón, por lo tanto, ¿Quién se maravillará, pues, de que aquella ciencia por la que son verdaderas las demás sea por sí misma y en sí misma la verdad verdadera?
En relación a la presencia de una cosa en otra, la Razón dice: “de dos modos sabemos que una cosa puede hallarse en otra; uno de modo separable, pudiendo hallarse en otra parte como la madera en este lugar o el sol en el Oriente. Otro es de modo inseparable, como en esta madera la forma y la naturaleza que le es propia: en el sol, la luz; en el fuego, el calor; en el alma, las artes, y en otras cosas semejantes.”
En cuanto a la mortalidad del alma, la postura agustiniana es que “todo principio vivificante, doquiera se halle, no puede ser sujeto de muerte. Pues aunque la luz, entrando doquiera, ilumina un lugar, y por la maravillosa fuerza de los contrarios no admite en sí tinieblas, sin embargo puede apagarse, quedando a obscuras el lugar. Así, lo que resistía a la obscuridad, sin admitirla de algún modo en sí, extinguiéndose, da lugar a su contrario, como podía haberle dado retirándose.”
El discurso entre Agustín y la Razón, en un determinado momento, según ambos lo reconocen, no en balde había dado tantos rodeos. Los rodeos son necesarios cuando los temas en que se reflexionan son de naturaleza profunda.
Como introducción al final de los Soliloquios, Agustín pregunta: “¿Dónde está, pues, el fruto de nuestras plegarias, pasadas y presentes, a Dios para pedirle, no riquezas ni deleites carnales, ni honores y estimación popular, sino para que nos abra el camino del conocimiento de Dios y de nuestra alma? ¿Nos dejará tal vez Él de su mano o le abandonaremos nosotros?” La Razón le responde: “muy ajeno es a su clemencia abandonar a los que indagan la verdad; lejos también de nosotros abandonar a tan seguro guía. Ocultar la verdadera identidad en una máscara es acción de malvados. ¡Qué cosa más vacía que yo mismo, si creo que la verdad es irreal y me pierdo tan afanosamente buscando el vacío!”, señala Agustín.
Refiriéndose al cuerpo, la Razón dice “porque si los cuerpos, que muy bien sabemos están sometidos a la muerte, poseen la verdad en la misma forma que las ciencias, ya habrá que privar a la dialéctica de su privilegio de reguladora de las demás artes. Todo cuerpo está limitado y contenido por una forma y especie, sin la cual no sería cuerpo.”
Para despedirse de Agustín, la Razón afirma que “de las verdades eternas se arguye la inmortalidad del alma”; le deja el imperativo: “anímate; Dios nos asistirá, como ya lo experimentamos, a quienes buscamos y promete después de la muerte corporal un reposo beatísimo y la posesión completa de la verdad sin engaño”. Agustín exclama: “Cúmplase nuestra esperanza”.
Cuando llegué a la última página del texto, desde un rinconcito, en lugar de criticar a Agustín, cerré los ojos, y desde el corazón dije: Gracias Dios por asistirnos con tu gracia.