El gigante
El mundo ha cambiado y lo sigue haciendo a un ritmo cada vez más acelerado. Esta constatación va acompañada de otra: los cambios son cada vez más desfavorables para la vida del planeta. A manera de ejemplo: si en los años 70 – 80 era frecuente oír la pregunta sobre qué mundo íbamos a dejar a nuestros hijos, o a nuestros nietos, ya tenemos la respuesta: les dejamos una tierra, un hábitat, en peor estado que el que nos dejaron nuestros antepasados. En los últimos 10 años, en Europa, se están dando de manera creciente, situaciones climáticas cada vez más extremas, con catástrofes naturales hasta entonces poco frecuentes. En España, a la sequía de los años 2008-2009 le siguió en 2010 un régimen de lluvias extremo con las consiguientes inundaciones en distintas regiones como Canarias y Andalucía. Por poco que observemos, en los últimos años, en la geografía española se han dado unas condiciones invernales con precipitaciones de nieve, y vientos de fuerzas poco frecuentes. Más allá, en Australia, las inundaciones del mes de enero de 2011 han superaron todas las previsiones provocando cuantiosas pérdidas para la población.
El cambio climático es un hecho indiscutible. El planeta es noticia, no tanto por la excelencia de los bienes que contiene y que, cierto, todavía ofrece, sino por los efectos de una explotación indiscriminada de los mismos. La desmesura caracteriza nuestro modo de vida. Explotación sin medida, fabricación sin límites, para un consumo desmedido, en una economía sin techo. Los países ricos se han beneficiado, lanzando el tren del desarrollo a toda velocidad. Ahora los llamados emergentes quieren subirse al mismo tren cuando todo indica que es necesario frenar si no queremos que acabe descarrilado o en vía muerta. El desarrollo a incremento continuo como único modelo económico está pasando factura. Y la vamos a pagar todos. Porque el problema es planetario. Los cambios ecológicos no distinguen entre países ricos, emergentes, o pobres.
En contraposición a la desmesura aparece la escasez. En muchos aspectos la tierra ha dejado de ser una fuente inagotable. Las energías fósiles tienen los días contados. Según los especialistas, en 2015 llegaremos a la máxima capacidad en la extracción de petróleo. A partir de entonces disminuirá, posteriormente lo mismo se producirá para el gas, y más tarde para el carbón. A consumo constante se estima que quedan reservas de oro para 17 años, de plata para 13, de cobre para 31, de cinc para 17, de plomo para 22. Se habla de escasez también para el agua. De entre los ríos más caudalosos del mundo, una decena ya no llega con regularidad hasta el mar. Teniendo en cuenta el carácter finito de las superficies y de la energía disponible, el crecimiento exponencial actual que concierne todos los sectores de actividad no puede más que conducirnos a una cúspide de polución, de degradación y a un hundimiento de la población[1].
Ya en 1864 George Perkins Marsh tuvo esta percepción: “La tierra se está convirtiendo rápidamente en un lugar inadaptado para su más noble habitante, y una nueva era de crímenes e imprevisiones humanas la reduciría a una condición de rendimiento empobrecido, de superficie aniquilada y de excesos climáticos tales que estaría amenazada de depravación, de barbarie, e incluso de extinción de especies”[2]. Posteriormente a esta advertencia vinieron otras. Quien no recuerda las del Club de Roma, que en los años 70 regularmente se pronunciaba sobre los riesgos en los que incurría la sociedad de no cambiar sus hábitos?. Hoy los malos presagios se cumplen y se añaden otros peores.
La situación actual nos llama a la reflexión, a hacer balance, y a la definición de una nueva manera de entender tanto nuestro lugar en la tierra, como nuestra relación con ella. Invocar esta necesidad no es nada fácil pues la rueda de la explotación sin límites, del consumo desmesurado, del crecimiento, gira y gira sin parar. Estamos en ella, y no vemos la manera de frenarla sin que ello provoque importantes y graves desajustes a nivel económico, por lo tanto social con consecuencias no leves para la humanidad. Nuestra civilización se ha convertido en una máquina que funciona desordenadamente con consecuencias perniciosas para sus principales usuarios. Una especie de gigante incontrolado que corre el riesgo de caerse.
Los pies de barro
Dominique Bourg considera el pedestal sobre el cual se dan las causas de la crisis ecológica actual[3]. Según él, los elementos que en él encuentra no son de tipo material sino espiritual. En ellos se definen los apriorismos de percepción que dan lugar a nuestra manera de ver el mundo, de entenderlo, y de actuar en él. Estos apriorismos se dan en occidente. Uno de ellos es la idea de progreso, “inventada” por Francis Bacon, filósofo inglés (1561 – 1626), el otro, el individualismo.
Para Bacon el progreso debía instituirse como principio de la actividad del hombre. Y a partir del progreso se trataba de “vencer a la naturaleza mediante el trabajo”. Y resulta altamente significativo comprobar los componentes espirituales presentes en el pensamiento de Bacon. Para él, el progreso debe permitir la reinstauración del orden de la creación antes de la caída. El hombre es llamado a recuperar el paraíso perdido. Las ciencias y las técnicas se lo van a permitir. Se trata para Bacon de volver, gracias a la ciencia moderna, a la condición adámica original, de antes de la caída, y de recuperar así la perfección humana. Y Bacon va más allá: lo que está en juego es la transformación de la condición humana, para arrancarla de todas sus imperfecciones que pesan sobre ella, de todo lo que la condena a la infelicidad, empezando por la misma muerte[4]. El progreso se lo debe permitir. El espíritu baconiano sigue vivo. Las ciencias y las técnicas heredadas de él han dado forma a nuestra sociedad, y la idea que la ciencia, con las técnicas y con el mercado, podrá superar todas las dificultades, persiste.
Otra de las causas de la situación actual está en la relación que se establece entre el ser humano y el progreso técnico, relación en la que el bien individual pasa por encima del colectivo. Se da un ejemplo de lo contrario en China, cuando al ser inventada la imprenta, o la pólvora, las autoridades imperiales habrían prohibido su difusión, so pena de muerte, para mantener la estabilidad social. En Europa, sin embargo, al mismo tiempo, donde se encuentran pequeños estados rivales, sin una autoridad política suficiente que los englobara, muy pronto se instituye un mercado abierto que da libre curso a la expresión de opciones e intereses individuales. Así se desarrolla una actividad en la que aparecerán y aumentarán las “necesidades relativas” al lado de las “necesidades absolutas”. En 1930 Keynes define las necesidades absolutas como aquellas que experimentamos independientemente de la situación de nuestros semejantes. Las relativas sin embargo son las que nos producen una sensación de superioridad en relación a nuestros semejantes.[5] Estas nos han llevado a un tipo de consumo bien conocido en el que, el mimetismo, el “no querer ser menos que el vecino”, la envidia, o la rivalidad se han convertido en importantes motores de consumo de bienes superfluos, de necesidad más que relativa. Hemos concebido el mundo como un depósito de recursos técnicamente e infinitamente manejables con el fin de satisfacer nuestras necesidades relativas por la vía del mercado.
A la idea de progreso y al individualismo se añaden elementos propios del espíritu moderno. Estos tienen una primera expresión en el naturalismo de Aristóteles según el cual los seres humanos están separados de todos los otros seres naturales. Posteriormente se da en la herencia del judeo-cristianismo otro elemento. La divinidad es anterior y exterior a la naturaleza. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, participa de su exterioridad en relación con el mundo. Esta exterioridad pasará a constituir la condición de su proyecto de dominación del mundo. La técnica da continuidad a la creación. La civilización occidental es la única entre todas las otras, en haber separado radicalmente al ser humano de todos los otros seres naturales. El hombre se ha desnaturalizado.
Si tenemos en cuenta el concepto de libertad, en un sentido individualista se afirma que la libertad del otro es el único límite a mi libertad. Esta afirmación en el contexto de crisis actual tiene implicaciones que sugieren su revisión, ya que “la libertad de producir y consumir de unos puede a partir de ahora alterar gravemente las condiciones biosféricas de la existencia de todos. La biosfera condiciona la existencia de todos, por lo tanto trasciende nuestra libertad”[6].
En conclusión, la idea de progreso, con la del ser humano separado de la naturaleza, que se considera superior a ella; la primacía del interés individual por encima del colectivo, con un concepto de libertad individual que se define tan sólo en relación a la del otro, todo ello constituye el pedestal sobre el que reposa nuestra manera de ver el mundo, entender nuestro lugar en él, y relacionarnos con él.
Al final constatamos que el gigante científico-tecnológico con el que interactuamos para sostener nuestro modelo de vida y de desarrollo occidental, reposa sobre un ser humano que corre tras el paraíso perdido intentando conquistarlo de nuevo, con el progreso tecnológico y científico como instrumento de transformación de los bienes terrestres puestos al servicio de su objetivo final: recuperar la perfección y la inmortalidad.
Esta manera de estar en el mundo y relacionarnos con él se sostiene pues sobre unos elementos culturales y espirituales que ya no corresponden a nuestra realidad. Hoy están desfasados, no nos sirven, la lógica de su argumentación es relativa. Hoy, al considerarlos, vemos su fragilidad. Son como pies de barro. Y el gigante parece ya no poder sostenerse sobre ellos.
[1] Dominique Bourg: Crise Ecologique, crise de valeurs?. Défis pour l’anthropologie et la spiritualité. Labor et Fides, 2010, p. 26.
[2] Citado por Dominique Bourg. op cit, p. 25.
[3] Technologie, environnement et spiritualité, in Crise Ecologique, crise de valeurs?. Défis pour l’anthropologie et la spiritualité. Labor et Fides, 2010, pp. 25-38.
[4] Dominique Bourg: op. cit. 27-28.
[5] Ibid., p. 31-32.
[6] Ibid. p. 37
**Artículo publicado en dos partee en la revista Cristianismo Protestante (Iglesia Evangélica Española)
- Un gigante con los pies de barro - 04/10/2011
- Crisis ecológica ¿Crisis de valores? - 22/11/2010