Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza (Génesis 1, 26a RVR60)
¿Quién hubiera podido imaginar algo semejante hace tan sólo tres décadas? Sí, cuando nuestra joven democracia española (joven en comparación con otras del entorno europeo y occidental) empezaba a consolidarse dando por superado el proceso que se ha dado en llamar “Transición” y comenzaba a caminar en el escenario político con pie firme, o al menos así lo pretendía. ¿A quién se le hubiera pasado por la cabeza en aquel entonces que una iniciativa particular de un ciudadano desconocido, de a pie, alcanzara en un tiempo récord un millón de firmas de otros tantos exigiendo la dimisión del presidente del gobierno de turno y de toda la cúpula que lo rodease? A nadie, desde luego. Pero no sólo porque aún no existiera Internet al alcance de todos. Aquella a la sazón joven democracia española se promocionaba como un valor inquebrantable en sí mismo, una especie de sistema ideal en el que todo el mundo tenía su representatividad (¡que ya era hora!) y todos íbamos a ser (¡por fin!) felices y prósperos.
La realidad ha sido otra, pero no sólo en esta vieja España de contrastes marcados, saltos bruscos e historia turbulenta. Las democracias, tanto las consolidadas desde hace mucho tiempo como las más jóvenes, en Europa y en otros continentes, no son capaces de ocultar sus miserias, su corrupción interna a todos los niveles, su debilidad inherente que hace soñar a los nostálgicos de las dictaduras —que cada día acrecientan su número, nos guste reconocerlo o no— con un retorno inevitable “al orden natural” tal como ellos lo entienden.
No se nos malentienda. No nos hemos levantado hoy “con el pie izquierdo” ni conlleva esta jornada del 9 de febrero, cuando redactamos nuestra reflexión, significado negativo alguno a nivel estrictamente personal. Simplemente constatamos un hecho por demás trágico que viene marcando de forma indeleble la historia humana general, no ya la historia de España o de cualquier otro país en particular, con un signo altamente reprobable.
Como hemos tenido ocasión de expresar tiempo atrás en alguna que otra meditación compartida a través de la Lupa Protestante u otros medios, el libro del Génesis nos encanta por muchas razones, no sólo desde el punto de vista puramente religioso o teológico, sino también por su admirable estilo poético, por su inigualable sensibilidad estética a lo largo de todos sus capítulos y versículos. Dicho de otra forma, por la manera admirable que tiene de proclamar principios universales en mayor medida que otros escritos del Antiguo Testamento con una expresividad y un encanto tales que lo convierten en patrimonio cultural de la humanidad. Y uno de ellos es el que leemos ya en su primer capítulo, en el versículo que citamos al comienzo de esta reflexión, y que, en líneas generales, lo encontramos en la primera página de nuestras biblias impresas. De alguna manera, la Palabra de Dios que este texto nos transmite tiene buen cuidado de que los lectores de las Escrituras aprendan de entrada algo tan fundamental como el valor del ser humano, de la persona humana, de ese hombre que iba a ser hecho a imagen y semejanza del Creador, y que no es otro que el conjunto de nuestra especie, de todos y cada uno de sus miembros, sin distinciones de época, lugar, raza (o etnia), edad, sexo, condición sociocultural, lengua, ideología o religión.
Reflejar la imagen de Dios es mucho más que, como una lectura rápida del texto podría darnos a entender, ejercer dominio sobre los otros seres creados. Va aún más allá de la idea tradicional de que en nosotros hay un componente espiritual de que carecen las otras criaturas que nos rodean y por ello estamos llamados a vivir eternamente. Implica una dignidad intrínseca, inherente a cada miembro de nuestra especie por igual, que es además inalienable y que ha de colorear e impregnar todas las relaciones entre las personas humanas. Porque el hombre de que habla nuestro versículo, traducción del vocablo genérico hebreo adam, no contempla en exclusiva a cada individuo en sí, sino que más bien señala el conjunto de nuestra especie, un conjunto vivo, en el que sus componentes se entrelazan y forman un todo, en el que nadie puede prescindir del otro, ni mucho menos alienarlo, despreciarlo o minusvalorarlo. Conceptos éstos que en el Nuevo Testamento alcanzarán su plenitud en la figura de Cristo, el Hijo del Hombre, es decir, el Hombre por antonomasia, cuyos seguidores formamos ese todo orgánico y vivo que es la Iglesia.
El gran error de los sistemas políticos humanos, democracias incluidas (hasta la española), ha sido el reducir —¿o sería mejor llamarlo por su nombre: “ignorar”?— ese valor que se nos ha otorgado por creación. Quienes otrora criticaban y censuraban los hoy ya históricos regímenes comunistas de la Europa del Este o sus homólogos de otros continentes que aún subsisten, gustaban de señalar que en ellos el hombre quedaba reducido a ser una máquina, una simple herramienta al servicio de un todopoderoso e inmisericorde estado. Prodigaban grandes discursos contra la deshumanización que se vivía en ese tipo de sociedades, señalando en cambio la prosperidad y la felicidad de los bienaventurados que habían tenido la fortuna de nacer en un mundo occidental al que llamaban “el mundo libre”. Hoy son muchos los nacidos en este presunto “mundo libre” que se han visto, y se ven, reducidos a la indigencia más degradante, no sólo sin empleo ni salario, sino incluso sin hogar, tras habérseles arrebatado en un momento el fruto del esfuerzo de toda una vida; son demasiados los que se percatan de que su valor como personas no va más allá del voto que depositan en unas elecciones para dar carta blanca a políticos corruptos, venales y deshumanizados, que aplauden con grandes aspavientos decisiones tomadas por sus gobiernos en contra de sus propios conciudadanos; se incrementa día a día el número de quienes, con amarga decepción, comprueban que la justicia está muy lejos de ser igual para todos, que los ladrones “de guante blanco” parecen gozar de una impunidad no atribuible al delincuente callejero, y que incluso cuando se destapan grandes escándalos de figuras públicas, hay todo un entramado que parece protegerlas, incluso blindarlas, a fin de que puedan salir airosas contra vientos y mareas, y a costa del sufrido ciudadano de a pie.
La plataforma Change.org, como han destacado todos los medios de comunicación, oficiales y extraoficiales, ya ha conseguido el millón de votos exigiendo en nuestro país la dimisión del actual presidente del gobierno, D. Mariano Rajoy Bey, y de la cúpula del así llamado Partido Popular (vulgo PP) que lo rodea. En el momento en que redactamos estas líneas ya ha superado esa cifra y sigue acrecentándose. No es la única voz que se ha alzado contra la situación en la que hoy se vive. Hay otras, en España y fuera de ella, en Europa y en otros continentes. Lo más probable es que no se les haga demasiado caso en las altas esferas, o incluso que se las ridiculice en ciertos medios. Pero lo cierto es que se hacen notar, y eso es positivo: presagia cambios.
Hay algo en la persona humana que resulta difícil de explicar en términos adecuados, pero que le confiere su mayor valor, su dignidad. El libro del Génesis, como hemos visto, lo llama imagen y semejanza del Creador, y siempre estará ahí. Se podrá ignorar, despreciar, pisotear, despedazar incluso, pero nunca aniquilar.
Si quienes tienen la responsabilidad de gobernar las naciones no saben, o no quieren, tomarlo en consideración, se enfrentarán de continuo a problemas insolubles, cíclicos, permanentes, de muy difícil solución.
Porque Dios el Creador, y nunca lo olvidemos, es terriblemente solidario con los que padecen injusticias, o por decirlo de otro modo, muy celoso de su propia imagen.