Posted On 30/07/2010 By In Opinión With 1114 Views

Un pacto para la laicidad

El “Moviment laic i progressista” de Catalunya que, según se define a si mismo, “fomenta el librepensamiento desde la ciudadanía con el fin de alcanzar las más altas cotas de felicidad personal y pública”, propone “un debate político y social que tenga como objetivo llegar a un gran Pacto Nacional para la Laicidad». ”La propuesta ha sido bien recibida en amplios sectores de la sociedad. Nos dicen que la apoyan 180 entidades y proyectos de Catalunya y hay unas 17.000 persona asociadas».

La iniciativa nos parece interesante y correcta siempre que sea, como desean sus promotores, un pacto de país “que cuente con la participación activa del conjunto de la ciudadanía: asociaciones cívicas y confesiones religiosas, partidos políticos, agentes sociales, comunidad educativa, mundo académico, medios de comunicación, etc.” Esto es muy importante enfatizarlo  para que no se convierta, una vez más, en un ataque del laicismo que quiere imponer sus criterios a toda la ciudadanía. A menudo nos ha sucedido: se ha pasado de la hegemonía del clericalismo a la del laicismo y ambos han sido funestos. Si no se consigue un consenso entre todos, el proyecto debería abandonarse.

Posiblemente, ninguno de los sectores sociales y religiosos de nuestra sociedad tendría nada en contra de establecer unas normas de convivencia basadas en el respeto, la tolerancia y la libertad de conciencia. Todo lo contrario.  Después de las dolorosas experiencias de la época franquista en la que se nos impuso el nacional-catolicismo, estamos en condiciones de abordar un último esfuerzo para una laicidad real que ahonde en la necesidad de la convivencia y el respeto entre todos.

Sin embargo, antes de abordar en concreto el pacto que se propone, deberíamos tener muy clara la diferencia que existe entre laicismo y laicidad, para evitar la confusión que se produce cuando ambos términos son usados como sinónimos. El laicismo es una ideología más entre las muchas, religiosas o no, que abundan en nuestra sociedad. Pertenece al grupo de los –ismos en los que se encuentran las religiones, los partidos políticos, o el ateismo. Son opciones humanas que se dan en la sociedad que deben ser respetadas y a las que se les ha de conceder plena libertad de acción, pero que no pueden pretender tener primacía sobre otras.

En España, a través de los siglos, la primacía ha estado en manos de la  Iglesia Católica que, tanto en  la Constitución de 1812, como en los Principios del Movimiento Nacional (1958), fue proclamada  “la única verdadera”. Pero esta primacía, sancionada  por Ley, no fue aceptada sin grandes resistencias. En un país como el nuestro, de grandes vaivenes político sociales, la primacía de la Iglesia Católica ha sido una y otra vez contestada por un laicismo violento del que tenemos sangrientos ejemplos no muy lejanos. Si en los años que llevamos de vida democrática, la situación se ha estabilizado y las posturas religiosas y antirreligiosas se han moderado, es preciso aclarar que tanto el clericalismo del nacional catolicismo como el laicismo que está al acecho son fuerzas que han de ser rechazadas si no entran en el juego democrático. Tanto el uno como el otro deben renunciar a sus ansias de hegemonía si aspiran  a tener un lugar legítimo en la sociedad. El problema es que, a menudo, guardando las formas, se vive en una continua tensión entre fuerzas ideológicas que, en el fondo, no se toleran. Es por esta razón que un pacto no puede ser un simple cese de hostilidades. Ha de ir mucho más allá y ha de llegar a un verdadero reconocimiento de los valores de los unos y de los otros. Es decir, lo positivo que los –ismos pueden aportar al acervo común.

Es preciso, pues, pasar del laicismo a la laicidad, que ya no pertenece al grupo de los –ismos y trata de expresar una realidad en la que los diferentes grupos ideológicos, no sólo se respetan, sino que también se aceptan como fuerzas positivas que pueden ser enriquecedoras para la ciudadanía. La laicidad es la neutralidad. Nadie tiene respuestas definitivas e infalibles. No hay una verdad objetiva que se pueda definir desde tribunas religiosas o laicas. Lo más que podemos decir de forma objetiva, es que todos los esfuerzos humanos en el campo de las ideas no son otra cosa que aproximaciones, más o menos válidas, a la verdad, y ésta ha de ser entendida como punto de coincidencia al final de un diálogo.

Es en este escenario ideológico que podemos hablar de una laicidad positiva, que tanto Sarkozy como Benedicto XVI, han propuesto como modelo en Francia. La laicidad positiva no puede significar privilegios para la Iglesia, sino una apreciación laica de la aportación de la Iglesia a la sociedad. Esta apreciación también se ha de dar a la inversa, mediante el reconocimiento de la importancia de la laicidad para el establecimiento de una sociedad más justa y equitativa.

Hay que reconocer que el caso de España es complicado. Con el final de la época franquista se acabó la inflación religiosa que se dio en estos años de predominio del nacional catolicismo, y con la Constitución de 1978 entramos en una situación nueva, pero confusa en la que lo estatal y lo religioso se superponen y entran en conflicto. Por una parte, la Ley de Libertad Religiosa de 1980 establece la plena libertad para todas las confesiones religiosas. Todas son, en principio, iguales ante la ley. Pero quedan restos de la situación anterior. Por una parte, está la mención especial de la Iglesia Católica en el texto de la Constitución, que incide y pone en duda la verdadera naturaleza aconfesional del Estado. Por otra parte, está el Concordato con el Vaticano que concede a la Iglesia Católica derechos no aplicables a otros colectivos. En tercer lugar, está el papel de la Iglesia Católica en actos institucionales del Estado. Para llegar a un Pacto Nacional para la Laicidad, tanto a nivel estatal como nacional del Catalunya, será preciso reformar esta situación, no a partir de privar a la Iglesia Católica de sus derechos, sino mediante un acuerdo con ella y con las demás confesiones religiosas en el que todos los participantes suscriban unos principios de mutua respeto. La laicidad no ha de ser vista como una losa que se impone y que, de grado o a la fuerza, ha de ser aceptada, sino que es en si misma un bien común al que se ha de llegar con el concurso voluntario  y libre de todos.

Necesitamos promocionar una cultura de la laicidad. Hemos de llegar a verla como una meta apetecible a la que llegar. Y esto, tanto por parte de los que ahora son discriminados negativamente como por los que lo son positivamente. Las situaciones de dominio y de privilegio han de ser descartadas, no por fuerza y a regañadientes, sino como situaciones que rompen la convivencia y enturbian las relaciones de amistad que debería presidir nuestra sociedad. Las fuerzas religiosas y las ideologías laicas que perviven entre nosotros, tienen –han de tener- como fin de su acción el bien común y han de aceptar que los otros tienen fines igualmente nobles. Se debería evitar, siempre que sea posible, la imposición y estimular el diálogo y los consensos.

En principio, los problemas podrían surgir de la Iglesia que ha sido privilegiada en el estado español y que, también, ha sufrido la violencia del laicismo. Pero, tanto a nivel nacional como internacional –el Vaticano- ha habido una evolución hacia la libertad religiosa y de conciencia y una toma de posición más respetuosa hacia  las demás opciones. La necesidad de un verdadera laicidad en el país está siendo  totalmente aceptada por amplios sectores de la Iglesia Católica, que quieren acabar con los restos del nacional catolicismo que nos legó Franco y entrar un una madurez plenamente democrática. En esto confiamos.

Lupa Protestante

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