Por favor, lean estas palabras del papa Francisco:
“Hemos creado nuevos ídolos. La antigua veneración del becerro de oro ha tomado una nueva y desalmada forma en el culto al dinero y la dictadura de la economía”.
«Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?”
“¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!”
“Quiero que se salga fuera, quiero que la Iglesia salga a la calle, quiero que la Iglesia abandone la mundanidad, la comodidad y el clericalismo, que dejemos de estar encerrados en nosotros mismos”.
“En la curia hay gente santa, de verdad, hay gente santa. Pero también hay una corriente de corrupción, también la hay, es verdad. Se habla del ‘lobby gay’, y es verdad, está ahí hay que ver qué podemos hacer”
“Como muchos de ustedes no pertenecen a la Iglesia Católica, otros no son creyentes de corazón, doy esta bendición en silencio a cada uno de ustedes, respetando la conciencia de cada uno”.
“Los obispos y sacerdotes deben ser pastores y no lobos rapaces”.
¿Podemos hablar por fin de una apertura de la Iglesia o de un simple paréntesis en la historia del papado? Este nuevo estilo “transgresor” que marca su Pontificado desde el momento de asumir el cargo, tan alejado del lujo y el boato que reina en la Santa Sede es, según mi opinión, la prueba más fehaciente del comienzo de un cambio en el seno de la Iglesia. Que a diferencia de sus predecesores haya rechazado la mitra con oro y piedras preciosas, la muceta púrpura orlada con armiño, los zapatos y el sombrero rojos a medida y el pomposo trono con la tiara; que rehúya de los gestos patéticos y la retórica obsoleta y pretenciosa para hablar en la lengua del pueblo, y sobre todo, que el Jueves Santo lavara los pies a jóvenes reclusos, a mujeres, e incluso a una musulmana, –cuando el ritualismo vaticano de la Iglesia católica desde su fundación, había marginado a la mujer en estos rituales–, ha provocado tal rebote entre los sectores más radicales y conservadores de la Iglesia, que si ya a esta altura de mi vida hay pocas cosas que me sorprendan, la reacción de estos fundamentalistas, lo ha conseguido.
Los sectores más extremistas de la Iglesia miran con horror al papa Francisco. Que haga caso omiso a las reglas y normas de la Iglesia Católica, actuando sin consultar ni pedir permiso a nadie para hacer excepciones sobre la forma en que las reglas eclesiásticas se relacionan con él, o que haya hecho un llamado público a la Iglesia Católica a estrechar el diálogo y las relaciones con el Islam, está propiciando unas críticas –algunas excesivamente agresivas– y unos ataques a través de medios de comunicación, sitios webs y redes sociales, que hasta el Opus Dei ha prohibido a todas sus librerías «Troa» la venta del primer libro acerca del nuevo papa Francisco. Y lo curioso, lo que ha llamado mi atención y lo que me está haciendo escribir este artículo, es que precisamente este papa, sin declamar grandes discursos dogmáticos ni elucubraciones abstractas, es el más coherente con el Evangelio, el más cristiano después de Juan XXIII. ¿Quizás sea por ello –me pregunto– que molesta a los mismos que Jesús molestó: a los fariseos?
Si estos radicales se sienten incapaces para experimentar la religión en esencia, en libertad, sin ideologías de un color u otro, si sólo se identifican con las leyes, las reglas, los dogmas sin ni siquiera cuestionarlas con la vida, la razón o la lógica, ¿qué sentido tiene entonces la Palabra de Jesús para ellos? Es sorprendente conocer que durante el pontificado de Juan Pablo II más de 140 teólogos han sido silenciados –actualmente ya van más de 500 a decir de José Luis Vigil–. ¿No va siendo hora de que la Iglesia católica deje de ser tan jerárquica, centralista y absolutista? ¿Por qué siguen afirmando que siempre fue así y así tiene que seguir siendo? Cada vez son más los colectivos católicos que reclaman una Iglesia a la par de la sociedad en la que vivimos, es decir con plena igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Una Iglesia menos preocupada en mecanismos demasiados estructurados y jerarquizados en lo “establecido”, una Iglesia que no haga lo contrario de lo que predica, una Iglesia que no siga educando a través del miedo: de la amenaza, del chantaje emocional, del remordimiento –como a mí me educaron–. ¿Cómo se le puede temer a Dios cuando precisamente Dios es amor y el amor es Dios? No digo con esto que se pretenda reinventar una nueva Iglesia. Lo que sí digo, es que no se siga sesgando tanto la realidad del Evangelio.
No sé si el nombramiento del papa Francisco, con su actitud reformista, conciliadora, su opción por los pobres, su sobriedad, humildad y capacidad de escucha, vaya a servir para un cambio profundo en la Iglesia o al menos para intentar poner un mínimo de coherencia entre la Curia Romana y la Palabra de Cristo. No lo sé, habrá que darle tiempo. Pero, por lo pronto, el sábado 31 de agosto de 2013, el Papa Francisco puso fin a la etapa del todopoderoso y controvertido Tarcisio Bertone, salpicado por el escándalo Vatileaks, con el nombramiento del nuncio en Venezuela, el italiano Pietro Parolin, como nuevo secretario de Estado. Por ello, vislumbro la primacía de una Iglesia carismática y servidora por encima de una Iglesia principesca y alejada de la gente. Puede decirse que Francisco ha entreabierto las ventanas de la Iglesia y algo de aire del Espíritu se ha respirado. Sí, ya sé que evidentemente no bastan esos gestos de sencillez y cercanía, que convendrá que afronte los cambios profundos que necesita la Iglesia. Y sobre todo, que los avances y aire frescos que trajo el Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII, no se continúe frenando como se ha venido haciendo en los dos últimos pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI.
- Bienvenidos a Europa - 25/02/2014
- Por un mundo sin muro - 21/11/2013
- Queridísimos políticos - 29/10/2013