Posted On 11/08/2013 By In Opinión With 2157 Views

Un salto al vacío

Cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca (Lc. 21, 28)

Hace no demasiados años existía entre los protestantes y evangélicos españoles (y sin duda de otros países occidentales, europeos o americanos) la idea de que las persecuciones y las angustias de los creyentes eran cosa del pasado, de épocas especialmente turbulentas y marcadas por el oscurantismo y la barbarie. Al concluir los oficios religiosos dominicales, por lo general se acostumbraba a charlar con los amigos y conocidos de la congregación, tomar café todos juntos en la misma iglesia, comentar los asuntos de la semana, hablar un poco de todo y de nada en definitiva con esa tranquilidad que da el saber que las cosas van bien, o por lo menos el creerlo así. Hoy en día ya no es igual. Al concluir el culto, demasiadas veces las conversaciones se dirigen por otros derroteros, y de alguna manera se percibe cierto grado de angustia entre los creyentes actuales. Ello nos ha llevado a preguntarnos directamente qué sucede y a compartir nuestra inquietud con otros. A partir de ahí hemos recabado los siguientes datos.

Existe en nuestro país (y en los del entorno occidental en que vivimos) una clara conciencia de inseguridad económica y política, es decir, social. Cuando se leen o se escuchan noticias como —por no mencionar sino dos ejemplos muy recientes, de última hornada cuando escribimos estas líneas— las propuestas del FMI en relación con los salarios o las de la CEOE referentes a los empleos, y se las compara con lo que los medios de comunicación no dejan de difundir acerca de las corruptelas de gobernantes, potentados y familias de sangre azul, o simplemente sobre los salarios multimillonarios de ciertos deportistas de élite o de algunos artistas, es lógico que se genere un malestar palpable del que nadie se puede librar, sea creyente o no. El implacable y creciente desempleo, los recortes salariales y la trampa hipotecaria se ceban por igual en toda la clase trabajadora, y desde luego, la filiación religiosa no le exime a nadie de pagos fijos ni le asegura un puesto de trabajo estable.

Si a ello añadimos el bombardeo constante del catastrofismo ecologista, al que muchos creyentes actuales son especialmente sensibles, sobre todo los más jóvenes, y según el cual pareciera que de aquí a dos días nadie podrá respirar gracias a la contaminación atmosférica o estaremos todos bajo el agua debido a un deshielo masivo de los casquetes polares, nos podemos hacer cargo de la sensación de angustia vital que ello puede conllevar. Dado que los ecologistas tienen la rara habilidad de culpabilizar a todo el mundo por los cambios climáticos que sufre el planeta Tierra, sin, al parecer, tener en cuenta que tales alteraciones son cíclicas en la historia natural (existan o no los seres humanos), y presentándose a sí mismos como gentes que nunca han roto un plato —los malos somos siempre los demás—, la conciencia general de destrucción inminente y colectiva que flota en el ambiente no deja de hacer mella en el ánimo de la población. Y como decimos, son muchos los creyentes a quienes estos temas llaman poderosamente la atención y, como es lógico, les afectan profundamente.

Y si como guinda del pastel, por no extendernos en otros muchos detalles, colocamos la creciente y escandalosa descristianización de muchas iglesias y denominaciones evangélicas actuales, que cada día se alejan más de los ideales realmente reformados, de la más pura Teología de la Gracia, sustituyendo no sólo la solemnidad de los cultos por circos y espectáculos degradantes excesivamente similares a los ritos del vudú o la santería caribeña, sino incluso la figura de un Dios Padre y un Cristo Redentor y Salvador por una serie de ideas a cual más confusa sobre Dios y el Espíritu Santo (asuntos sobre los que evidencian demasiado no tener ni idea), pues tenemos un cuadro completo que nos permite comprender el porqué del decaimiento de tantos creyentes, su condición de angustia creciente y su inmersión en una especie de depresión espiritual que no presagia nada bueno para el futuro de las iglesias. Imaginémonos la situación de un creyente promedio, persona de unos treinta o cuarenta años de edad, con responsabilidades domésticas (cónyuge e hijos pequeños o adolescentes, en ocasiones con otros parientes de edad provecta a su cargo), inestabilidad laboral cuando no claro desempleo (con todas las consecuencias concomitantes en los ámbitos personal y familiar), y además bombardeado por todas partes con mensajes catastróficos, amén de una inmisericorde “predicación” (?) dominical en la que sólo se le responsabiliza de sus desgracias porque tal vez no es demasiado “espiritual”, se coloca sobre sus hombros la carga de salvarse a sí mismo y a los suyos frente a un dios estúpido e impotente que sólo sabe (¡o puede!) moverse a base de “decisiones humanas”, o se llega a cuestionar su propia conversión por no “cumplir” con tales o cuales “normas” o por no haber recibido ciertos “dones” o no haber experimentado ciertos “milagros” de juzgado de guardia, o mejor, de hospital psiquiátrico.

El creyente de hoy, como el de ayer, se ve acosado y perseguido por una serie de fuerzas hostiles y realmente diabólicas —al pan pan, y al vino vino— que buscan minarlo, acabar con él. Si bien es cierto que en nuestros países occidentales de la actualidad —no sé si añadir “de momento”— no se persigue a nadie arrojándolo a circos infestados de leones ni aherrojándolo en cárceles inquisitoriales, también lo es que la presión anímica se desarrolla por cauces insidiosos que penetran por todas partes y pueden muy bien minar y destruir a la persona.

Los creyentes de épocas pretéritas tuvieron que desarrollar un espíritu de combate que recibieron como un don especial de Dios, un don auténtico, no como otros que se venden por ahí. En el día de hoy Dios Padre sigue siendo el Señor del Universo y sigue dirigiendo las vidas de sus hijos contra vientos y mareas, por lo que tenemos muchas razones para creer que los fieles de nuestros días estamos llamados a hacer frente a tanto bombardeo mediático y tanta crisis real y a veces imaginaria con esperanza y confianza, levantando la cabeza porque la redención está ahí. No porque los problemas que vivimos no sean auténticos, sino porque el Dios Verdadero y padre de Jesucristo, el que muestra la Biblia, es alguien cuya existencia no podemos poner en duda.

Hoy como siempre, los creyentes estamos llamados a vivir en este mundo como saltando sobre un vacío, pero no a la desesperada, sino por el contrario, sabiendo que ese salto no lo efectuamos solos y que el suelo es firme al otro lado.

Juan María Tellería

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