Llevaban también con Jesús a otros dos, que eran malhechores, para ser ejecutados. Cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera, lo crucificaron allí, y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía:
–Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Y repartieron entre sí sus vestidos, echando suertes. El pueblo estaba mirando, y aun los gobernantes se burlaban de él diciendo:
–A otros salvó; sálvese a sí mismo, si este es el Cristo, el escogido de Dios.
Los soldados también se burlaban de él, y se acercaban ofreciéndole vinagre y diciendo:
–Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
Había también sobre él un título escrito con letras griegas, latinas y hebreas: «Este es el Rey de los judíos».
Uno de los malhechores que estaban colgados lo insultaba diciendo:
–Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros.
Respondiendo el otro, lo reprendió, diciendo:
–¿Ni siquiera estando en la misma condenación temes tú a Dios? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; pero este ningún mal hizo. Y dijo a Jesús:
–Acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino.
Entonces Jesús le dijo:
–De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
Cuando era como la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. El sol se oscureció y el velo del Templo se rasgó por la mitad. Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo:
–Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, habiendo dicho esto, expiró.
(Luc. 23:32-46)
Jesús murió de forma violenta. Algo predecible si uno lee y medita, con atención, su vida, su mensaje y su forma de actuar.
Sin embargo, la muerte de Jesús, paradójicamente, nos invita a la vida. Una vida que sólo tiene sentido si la entregamos al servicio de los demás a través del seguimiento de su persona y mensaje.
Acabamos leer la narración que Lucas escribe relatando la crucifixión de su maestro y el nuestro. Una narración que sólo recoge tres palabras de Jesús: una palabra de perdón, una palabra de esperanza y una palabra de confianza. No es de extrañar que el centurión romano que, según el evangelista, presenció la muerte del Cristo diera gloria a Dios diciendo, “verdaderamente este hombre era justo” (23:47).
Hoy, que el calendario cristiano celebra Viernes Santo, se nos invita a meditar sobre la muerte de Jesús. Pero también se debe afirmar que la muerte de Jesús, como ya hemos apuntado, no se puede desgajar de su vida. Pero tampoco, su muerte, se puede separar de la vida y actitudes de sus discípulos y discípulas. Lo que la hace, si cabe, más dramática.
Y ahí nos encontramos tu y yo, los discípulos y discípulas que hemos alcanzado la primera década del siglo XXI. Por ello quisiera meditar, a través de las actitudes de los seguidores de Jesús en su momento existencial más crítico, sobre la exhortación que recibimos a través de la muerte violenta del Mesías.
De ahí que, a la luz del texto de Lucano, me proponga responder a dos preguntas. Dos cuestiones que confrontan, a la luz de la Cruz, a los que nos calificamos como cristianos y cristianas.
La primera pregunta tiene que ver las actitudes de los discípulos de Jesús horas antes de su muerte en cruz. La segunda cuestión guarda relación con las actitudes de los seguidores de Jesús momentos, u horas, después de su crucifixión.
1. Permitidme formular la primera pregunta de una forma, tal vez, un tanto chocante: ¿En qué se entretenían los discípulos de Jesús horas antes de su muerte?
La verdad sea dicha, parece que los discípulos practicaban una especie de “divertimento” que les procuraba una especie de distracción de lo que su Maestro, Jesús de Nazaret, les había enseñado a través de su vida. Una distracción que les alejaba de su fidelidad al seguimiento de Jesús en la hora de su muerte.
Regresemos al evangelio según Lucas, 22:23: “Entonces ellos comenzaron a discutir entre sí, quién de ellos sería el que había de hacer esto”.
Jesús había celebrado una cena con los “los doce” apóstoles. En ella les había explicado que era su última cena con ellos, que iba a padecer, pero también introdujo una palabra de esperanza: “no la comeré más, hasta que se cumpla el reino de Dios”. También les desvela que entre ellos hay uno que le va a entregar. Jesús no les revela el nombre del que le va a traicionar. No estaba interesado en ello. Sin embargo, sus discípulos, sí.
Y por ello se enzarzaron en una discusión para descubrir al traidor. ¿Por qué? Porque descubrir al que iba a entregar a Jesús exculpaba al resto. No estaban interesados en reflexionar acerca de las palabra fundamentales de su Maestro, sino en las secundarias. Estaban interesados en discriminar entre culpables e inocentes. ¿Deseaban proteger a Jesús, o proteger su propia honorabilidad? Ahí está la cuestión.
Ante el Crucificado debiera disolverse cualquier discusión acerca de quién, o quiénes, son los traidores y los aguerridos, entre los fieles y los infieles. Todos participamos, de alguna manera, en ambos grupos. Lo que tocaba en ese momento era acompañar a Jesús en su camino a la Cruz, y no desviarse por otros caminos. No tocaba hacer averiguaciones, sino meditar, reitero de nuevo, en la enseñanza que el Cristo les había impartido en su última cena con ellos.
Y ahí entramos en escena nosotros, cristianos y cristianas del siglo XXI. No nos toca entrar en discusiones para desenmascarar a los traidores para convertirlos en peana que nos eleve sobre el resto de los mortales para demostrar así nuestra fidelidad. No, no es ese el camino. El camino pasa, a la manera de Jesús, por la Cruz y no por su soslayamiento existencial. ¡Cuánto tiempo perdemos en ello! El Crucificado nos indica otro camino, no está interesado en dar nombres, sino en ser fiel a su vocación. Así también nosotros.
De nuevo el texto lucano reclama nuestra atención cuando nos relata que entre los discípulos, horas antes de la crucifixión de Jesús, se enzarzan en una disputa acerca de quién, entre ellos, “sería el mayor” (23:24ss.).
Otra vez encontramos a los discípulos “tirando balones fuera”. Evidentemente, obviaban las palabras de Jesús acerca de su cercana muerte. Lo importante para ellos no eran sus enseñanzas, sino una manera de entender el reino de Dios que les alejaba de la comprensión de Jesús y que les permitían construir una peana más sobre la que auparse en medio del resto.
Momentos antes la pregunta giraba en torno a “quién era el traidor”, ahora giraba en torno a “quién sería el mayor”, el más importante, el ostentador del poder sobre el resto. Jesú, nuestro Señor, tiene que recordarles que el mayor no es el que se sienta a la mesa, sino el que sirve… “Yo estoy entre vosotros como el que sirve”, les dirá.
Divertimento absurdo y obnubilador de lo que iba a suceder horas después: Jesús iba a ser ejecutado. Mientras tanto, pareciera que la pregunta sugiriera que estaban preocupados -permitidme la libertad- acerca de quién iba a ocupar su lugar.
Y ahí estamos. Hoy hacemos memoria del Jesús crucificado, y nosotros, cristianos del siglo XXI parece que seguimos enzarzados en la misma discusión. ¿Quién es el mayor entre nosotros? El mayor es que el que sirve, el que no evita la cruz a manos de los poderes de este mundo a causa de su compromiso con el Evangelio de Jesús que se traduce en opción por la justicia, la misericordia y la fidelidad hasta la muerte. Eso es lo que nos enseña “Viernes Santo”.
De nuevo Lucas llama a nuestra puerta para explicarnos, en tercer lugar, que los discípulos, en Getsemaní, estaban dormidos a causa de la tristeza (23:45).
Jesús no estaba dormido. Estaba orando. “Su sudor era como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra”, nos recordará Lucas. Les había dicho, pocos momentos antes, que oraran para que no entraran en tentación… Ni caso.
¿Acaso Jesús no estaba triste? ¿no estaba en agonía (en lucha)? ¿no estaba sufriendo? Por supuesto que sí. Sus discípulos, sin embargo, dormían.
Dormir es una forma de huir de una realidad que nos es hostil. Horas antes vemos a los discípulos discutiendo, disputando entre ellos con apasionamiento…Ahora los encontramos dormidos. Lucas nos dirá que ello era a causa de la tristeza.
Doña “Tristeza” puede que llame a nuestra puerta, pero no es el momento para quedarnos inmóviles, dormidos… Sino que hora es de que, a pesar de la tristeza, podamos permanecer de pie ante el Crucificado. No podemos permitirnos, ante el ejemplo de Jesús, huir de la realidad mediante la dormición. No… La cruz nos invita a seguir caminando y a vivir de pie… No en vano existe un dicho que afirma que es preferible “morir de pie, que vivir de rodillas”. Eso fue lo que hizo Jesús de Nazaret.
2. Permitidme, de nuevo, formular la segunda pregunta de una forma, también, algo chocante: ¿En qué se entretenían los discípulos de Jesús horas después de su muerte?
Jesús había sido crucificado. Los gobernantes se burlaban de él. Los soldados le escarnecían. Hasta uno de los malhechores también se burlaba de él. El Mesías, sin duda, estaba sufriendo de forma indecible. Y sus discípulos, ¿a qué se dedicaban..?
Lucas, de nuevo, nos resuelve el enigma: “Todos sus conocidos y las mujeres que le habían seguido desde Galilea, estaban lejos mirando estas cosas” (23:49).
Pocas horas antes de la crucifixión encontrábamos a los discípulos discutiendo y disputando entre ellos: ¿Quién es el traidor? ¿Quién es el mayor?. Luego los hallábamos durmiendo. Ahora, cuando su Maestro, está siendo crucificado, ¿qué es lo que hacen..? Están lejos y mirando.
Lejos para no implicarse. Mirando porque no podían evitar eludir lo que estaba sucediendo. Por mucho esfuerzo que hicieran, no lo podían eludir. ¿Dónde está el valor que habían querido demostrar con sus discusiones internas? ¿Dónde la valentía para sacar la espada cuando iban a detener a Jesús? Se había desvanecido. Ahora los encontramos lejos y mirando, como buenos “balconeros”, como aquellos que “miran los toros desde la barrera”.
Y ahí estamos todavía. Lejos del Crucificado y mirándolo, tal vez, desde una lejanía cobarde. Nos comportamos como gente aguerrida en nuestras discusiones internas, en torno a una mesa o en la barra de una cafetería, pero cobardes cuando hay que dar la cara ante los poderes de este mundo. Hoy es Viernes Santo. Y el Crucificado nos dice, no me miréis desde la lejanía, sino sentid mi aliento en vuestra cara… Y caminad por este mundo si bajar la cabeza… Hasta el final. Identificaos conmigo, llevad también vuestra cruz, que es la mía, hasta el Gólgota.
Lucas, también nos dirá que tres días después de la muerte de Jesús, cuando las mujeres les dicen que Jesús ha resucitado, a los discípulos les pareció una locura (24:11).
Jesús ha muerto. Los “once”, junto con los demás seguidores de Jesús están juntos. ¿Qué hacían? Muy posiblemente se lamentaban de lo acontecido… ¿Qué discusiones se daba entre ellos? No lo sabemos. Pero es de suponer que el tono que utilizaron antes de que Jesús fuera crucificado había bajado más de una octava.
Lo que sí sabemos es que tres mujeres que habían acudido al sepulcro de Jesús para ungirlo con especias aromáticas, regresaron rápidamente al lugar donde estaban los discípulos, aquellos que unos días antes estaban mirando, de lejos, a Jesús. Les traían un mensaje: ¡Jesús había resucitado!.
Su reacción ante el anuncio de las mujeres fue rotunda: esas discípulas de Jesús estaban locas. No las creyeron. Dos o tres años acompañando a Jesús, escuchando sus enseñanzas, viendo lo que hacía… Y para nada sirvió. Para ellos Jesús estaba muerto, y bien muerto. Todo había acabado.
En pocos días, apenas tres, todo se había desvanecido.
Hoy, nosotros también confesamos junto a aquellas mujeres que Jesús ha resucitado, pero en más ocasiones de las que quisiéramos reconocer, esa confesión nos parece una locura. Las expectativas y las esperanzas que nuestro creer en Él despertaron en un pasado quizás lejano, quizás reciente, se han ido por tierra, aunque no lo confesemos.
La cruz nos insta a mirar más allá de la muerte y el sufrimiento, y encontrarnos cara a cara con la esperanza de que la última palabra no la tiene la muerte.
¿Qué es lo que los discípulos y seguidores de Jesús rumiaban en su interior?
Lucas, de nuevo, acude en nuestro auxilio y nos dice lo que aquellos discípulos pensaban: “Esperábamos que él era el que había de redimir a Israel; y ahora, además de todo esto, hoy ya es el tercer día que esto ha acontecido…” (24: 21-24).
La desilusión entró en el corazón de los discípulos. ¿En qué se entretenían? En regresar, si se me permite decirlo así, a sus lugares de origen, a lo que era su anterior vida antes de conocer a Jesús.
Así es la vida, así somos los seres humanos. Decimos creer, confesamos ser seguidores de Jesús pero cuando no vemos al Crucificado, o sólo lo experimentamos como “muerto y sepultado”, volvemos atrás como aquellos antiguos discípulos. Mantenemos las formas y las confesiones de fe, pero regresamos a nuestro lugar de origen y optamos por caminos que nunca fueron transitados por Jesús.
Seguimos discutiendo sobre “quién nosotros es el mayor”. Seguimos “disputando para desenmascarar a los traidores”, pero a la hora de la verdad nos quedamos dormidos.
Seguimos afirmando que Jesús fué crucificado por nuestros pecados, que fue asesinado como resultado de su opción por el reino de Dios e incluso afirmamos su resurrección, pero en nuestro entretuétano, muchos de nosotros estamos mirando la cruz de lejos, pensando que todo es una locura y regresamos a nuestro lugares de origen vestidos de religiosidad.
Hoy, Viernes santo, desde la Cruz, se nos apunta otra dirección… La dirección del camino de la entrega, de la ilusión, de la lucha por el Evangelio del reino de Dios hasta las últimas consecuencias.
Hoy, Viernes santo, desde la Cruz, se nos invita a que pongamos nuestros “ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios. Considerar a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar. Porque aún no habéis resistido hasta la sangre, combatiendo contra el pecado” (Heb. 12:2-4).
*Este sermón fue predicado en el Culto Unido de la Església Evangélica de Catalunya – Iglesia Evangélica Española el pasado viernes santo (2009)
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