Siempre que sucede una catástrofe natural, o una crisis de cualquier tipo, como la triste situación que nos toca afrontar en la actualidad, provocada por la pandemia del Coronavirus, se levantan voces de todos los tipos, buscando las causas de dicha desgracia o peor incluso, buscando culpables.
Por la parte que me toca, como cristiana, me entristecen de una manera especial, los mensajes que surgen desde el seno de algunas iglesias evangélicas, aunque he oído el mismo discurso culpabilizante en otras confesiones. Con todo respeto, lamento discrepar con esa visión de la realidad.
Hace unos días, vi un video donde se decía literalmente, que «los desastres naturales son un altavoz de la misericordia divina en medio del juicio», lo cual implica si no una intencionalidad, cierta permisividad de Dios ante esta tragedia. Más adelante decía que “este virus es un megáfono para que los gobernantes se arrepientan y se vuelvan a Él”.
Al aceptar esas afirmaciones fomentamos la idea de un Dios cruel, alejándonos de la esencia de su persona, «El amor».
Un Dios que es AMOR en estado puro, no envía desastres naturales, ni virus, para que la gente se vuelva a Él. Por el contrario, deberíamos centrarnos en sus promesas, en las que nos ofrece su mano en medio del dolor y nos hace decir como el salmista: «aunque camine por valles sombríos no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo».
En este mundo hay dolor, es un hecho. Intentar buscarle un sentido al dolor, es un sinsentido.
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