“¡Oh, si mis palabras se escribieran, si se grabaran en un libro!
¡Si con cincel de hierro y con plomo fueran esculpidas en piedra para siempre!
Yo sé que mi Redentor vive, y al final se levantará sobre el polvo. Y después de deshecha mi piel, aun en mi carne veré a Dios; al cual yo mismo contemplaré, y a quien mis ojos verán y no los de otro.” (Job 19, 23-27ª).
El libro de Job siempre me ha parecido un texto escalofriante, al mismo tiempo que desafiante y aleccionador. No puedo evitar tener una especia de encuentro contradictorio, entre el rechazo y la admiración con las líneas que su autor nos ofrece.
La historia de nuestro protagonista empieza realmente mal. Al parecer se trataba de un hombre creyente, fiel a su Dios y al que, por lo tanto, todo le iba bien. Nos encontramos ante el prototipo de persona que querríamos ser: “intachable, recto, temeroso de Dios y apartado del mal.” (1,1). Sin embargo las cosas se tuercen, y las causas, de acuerdo con el texto, parecen bastante inquietantes: Leamos el texto (1,1-12).
El libro de Job empieza con un juego macabro entre una deidad todopoderosa y una deidad menor que se disponen a poner en peligro la integridad y la dignidad de un ser humano sometiéndole a un sufrimiento extremo sin que él pueda hacer nada por evitarlo y para probar si es una persona honesta o, simplemente si su comportamiento responde a determinados intereses.
Lo que viene después de esos doce primeros versículos es un cúmulo de sinrazones, de sinsentidos, de sufrimientos elevados a la máxima potencia, de una experiencia de soledad extrema, del sentimiento más profundo de abandono, impotencia e indefensión.
Y para colmo, Job tiene que aguantar a unos amigos que no entienden su sufrimiento, que no entienden sus razones, que lo único que hacen es juzgarle sin el más mínimo sentimiento de empatía, solidaridad o cercanía.
¿Acaso no compartimos, en algunas ocasiones, la experiencia de Job de pensar que en realidad estamos siendo víctimas de un juego macabro en el que nosotros no tenemos ni arte ni parte y del que sólo somos las víctimas? ¿Cuántas veces hemos pensado, pero Señor por qué me pasa esto si no he hecho nada malo, he intentado ser coherente, actuar de acuerdo con mi conciencia y con lo que entiendo que pides de mí? ¿Acaso no hemos pensado: no, no me puede estar pasando a mí… quiero despertar de esta pesadilla? Nuestras oraciones se multiplican, y las respuestas, como en el caso de Job, son escasas, por no decir inexistentes.
Y es entonces cuando creemos que hemos tocado fondo, cuando sabemos que nuestra única salida es hacer una autoafirmación contra todo pronóstico, contra toda señal, contra toda evidencia. Sólo esa autoafirmación podrá empezar el proceso de recuperación.
Creo que la experiencia de Job no nos es del todo ajena; puede que pensemos que nuestro sufrimiento ni siquiera se aproxima al padecimiento de ese hombre. Y, sin embargo, ¿Quién puede, quién se atreve a medir el sufrimiento humano en todos los aspectos en los que acaba afectándonos?
Nos encontramos con un hombre abatido; con sus fuerzas al límite: cuando era completamente feliz, una especie de juego cruel le puso a prueba y le arrebató todo lo que consideraba importante: su familia, sus amigos, sus posesiones, su salud, e incluso se atreve a discutir sus razones con Dios, al que de alguna manera –y como solemos hacer nosotros- hace responsable en última instancia de todo lo que le está pasando.
El capítulo 19 del libro de Job es verdaderamente demoledor. Nos encontramos con una persona a la que no le queda nada y que, probablemente, no entiende nada; ya no le queda familia, ni amigos, ni dinero, su compañera le aborrece y no entiende sus opciones, Dios no responde. Está sólo, y sin embargo, en el texto que nos ocupa nos encontramos con una afirmación de esas que no entendemos del todo, pero que nos gustaría tener la fuerza de hacer.
Pero, a pesar de todo, el protagonista nos ofrece una posible salida. Una salida que tiene que ver sobre todo con su firme propósito de no dejarse vencer, de no permitir que nada ni nadie le arrebate lo único que le queda: su dignidad, e incluso su identidad.
En un esfuerzo desesperado, Job intenta buscar dentro de sí mismo la forma de hacerse cargo de toda su desventura sin dejar de ser el que es: un hombre creyente, “recto, intachable, temeroso de Dios y apartado del mal”, al fin y al cabo, es lo único que le queda, es con lo único que cuenta.
Al final del capítulo 19 (vv. 23-24) del libro de Job, nos encontramos con un hombre que tiene la impresión de ser anónimo. Nadie piensa en él, a nadie parece importarle su situación, a nadie le interesa su opinión, ni sus sentimientos, ni su experiencia de Dios, ni sus pérdidas… Ni siquiera a Dios parece preocuparle: “He aquí yo grito: “¡Violencia!”, pero no obtengo respuesta; clamo pidiendo ayuda, pero no hay justicia. Él ha amurallado mi camino y no puedo pasar, y ha puesto tinieblas en mis sendas.” (19,7-8).
Y sin embargo, y a pesar de todo, Job hace un ejercicio de memoria, aún más, un ejercicio de fe, que le servirá para emprender el camino de regreso a casa. Es algo así como si quisiera darle a Dios la oportunidad de renunciar a la decisión de jugar con él, con su vida y con su dignidad, para que pueda recuperar su verdadero carácter; “Yo sé que mi Redentor vive, y al final se levantará sobre el polvo.” (19,25). Job entiende, de alguna manera, que Dios se reserva la capacidad de reivindicarle, de poner las cosas en su sitio; sólo es cuestión de esperar… a pesar de que la espera sea amarga, dolorosa, humillante e indigna. De acuerdo con el escritor de Job, la vida, la de verdad, la que dignifica, siempre triunfa y acaba desplegándose en todo su esplendor: “…mi Redentor vive y se levantará sobre el polvo.”
Una vez superada la impresión de anonimato y el sentimiento de no importarle a nadie, el siguiente paso para nuestro protagonista es una afirmación de la vida como principio rector de la propia existencia, a pesar de que las circunstancias no son nada alentadoras y nada presagia que las cosas vayan a mejorar, sino más bien al contrario. Sin embargo, él no está dispuesto, bajo ningún concepto a dejarse vencer; ha tomado una decisión firme, reflexionada, pensada… sus sentimientos, su situación le encaminan a otra cosa, pero toma las riendas y decide rendirse a la esperanza, a la utopía, aunque no haya ninguna indicación de que su realización sea mínimamente probable: “Y después de deshecha mi piel, aún en mi carne veré a Dios; al cual yo mismo contemplaré, y a quien mis ojos verán y no los de otro.” (19,26-27). Resulta verdaderamente fascinante; en realidad, estoy convencida de que este tipo de decisiones han sido las que han cambiado la historia y la han hecho progresar.
Lo que el libro de Job nos proporciona en este texto parece una huida hacia adelante; sólo una forma de intentar convivir con una situación vital absolutamente insoportable, sin ninguna solución ni a corto, ni a medio, ni a largo plazo. Y, sin embargo, es mucho más que eso. Se trata de la firme convicción de una persona, de que más allá de sus propias circunstancias, de las injusticias que vive en su propia vida, de que se sienta ignorada, incluso por Dios, a pesar de ser creyente, la vida, la esperanza siempre forman parte de la solución, aunque esa solución no sea exactamente la que esperamos.
Job no sabía su final, aunque nosotros, sí…lo hemos leído mil veces, e incluso nos hemos consolado con él, creyendo que nos pasará lo mismo: “Y el Señor restauró el bienestar de Job cuando éste oró por sus amigos; y el Señor restauró al doble todo lo que Job había poseído.
Entonces todos sus hermanos y todas sus hermanas y todos los que le habían conocido antes, vinieron a él y comieron pan con él en su casa; se condolieron con él y lo consolaron por todo el mal que el Señor había traído sobre él. Cada uno le dio una moneda de plata y un anillo de oro.
El Señor bendijo los últimos días de Job más que los primeros, y tuvo catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil asnas.
Y tuvo siete hijos y tres hijas…
Después de esto vivió Job ciento cuarenta años, y vio a sus hijos y a los hijos de sus hijos, hasta cuatro generaciones.
Y murió Job, anciano y lleno de días.” (42, 10-17).
¡Qué bonito! ¿Y el sufrimiento? ¿Y el sentimiento de pérdida y abandono? ¿Y los hijos muertos? ¿Y el desprecio e incomprensión de los amigos? ¿Y la profunda decepción de aquello que constituye la propia razón de ser y las más profundas creencias? ¿Y lo que se deja en el camino? ¿Y la experiencia de la violencia más extrema?
Puede que Dios no nos restaure el doble de lo que hemos perdido; incluso es posible que nunca nos reivindique y que, lejos de morir ancianos y llenos de días, nuestras vidas se caractericen por el conflicto, las contradicciones, las decepciones y una sensación de abandono casi trascendental, y sin embargo, nuestra opción, pensada, reflexionada, voluntaria, siempre debería ser la misma, a pesar de todo: “Yo sé que mi Redentor vive, y al final se levantará sobre el polvo. Y después de deshecha mi piel, aún en mi carne veré a Dios; al cual yo mismo contemplaré, y a quien mis ojos verán y no los de otro.»
(Homilía compartida en l’Església Betel de l’Hospitalet el 10 de noviembre de 2013)
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