Posted On 28/04/2014 By In Opinión With 1555 Views

Una carencia importante

¿Para qué envenenarme la vida con malos recuerdos si tengo a Dios a mi lado y el Paraíso enfrente de mí? (Proverbio afgano)

Cuando se tienen más de cincuenta años y se ha pasado más de la mitad de la vida entre seminarios, facultades de teología y diversas congregaciones, en calidad de alumno y miembro de iglesia con diversos cargos y responsabilidades, por un lado, y también de profesor y pastor, por el otro, uno puede realmente recapitular cuanto ha vivido y reflexionar sobre ello con ciertas garantías de certeza, no tanto por los conocimientos teóricos asimilados como por la práctica, por las “tablas” que ha ido adquiriendo con el decurso del tiempo. En algunos casos se logra alcanzar el status de sabio, dicen. Es posible. En otros, y es lo que hemos comprobado personalmente con no poca tristeza, sólo pareciera que se gana en frustraciones, en amarguras y hasta en rencores mejor o peor disimulados. Bueno, quienes los quieran disimular, pues conocemos a más de uno y más de dos que viven literalmente alimentando odios y removiendo de continuo fantasmas del pasado, de manera que se dirían estar vivos y presentes a cada momento del día.

Por decirlo claro y sin tapujos, lo que nos proponemos con esta sencilla reflexión es llamar la atención hacia el daño permanente que se autoinfligen de continuo personas que (¡se supone!) se habían consagrado de por vida al servicio de Dios y del prójimo, y también hacia el perjuicio inmenso que causan, sin poder evitarlo, a quienes los escuchan y en teoría debieran ser instruidos por ellos.

No podemos cerrar los ojos a una trágica realidad: no es oro todo lo que reluce, ni siquiera en los ambientes eclesiásticos. A lo mejor habría que decir: especialmente en los ambientes eclesiásticos. Resultaría insensato pretender que por el hecho de tratarse de cristianos y de servidores, clérigos, obreros o como se los prefiera llamar según la denominación respectiva, se hubiera de respirar siempre una atmósfera paradisíaca. Demasiadas veces los entramados religiosos muestran su peor cara con sus luchas de poder, sus envidias internas, sus rencores, sus venganzas, su crueldad, sus intereses particulares y, por llamarlo por su nombre, su total alejamiento de los ideales enseñados por Jesús de Nazaret. La corrupción y la degradación de los sistemas religiosos no es algo exclusivo de la antigüedad; no sólo se dio en el templo de Jerusalén y el sanedrín de los tiempos de Cristo, ni en la Iglesia oficial de la época de los Reformadores. Es algo que se puede encontrar en todas partes, desde los pasillos y oficinas del Vaticano hasta la capilla evangélica de barrio más sencilla; desde los palacios episcopales y patriarcales de Oriente y Occidente hasta los seminarios o institutos bíblicos del campo misionero en Asia, África o América. Y quien dice capillas, parroquias, iglesias o seminarios, dice también facultades de teología, universidades, hospitales y dispensarios, casas editoras, ONGs y cualquier tipo de institución. Nunca hay que olvidar que las entidades religiosas están dirigidas, administradas y atendidas por seres humanos débiles y caídos; no por ángeles.

El gran problema es cómo hacer frente a realidades tan amargas, o si se prefiere, qué actitud personal tomar frente a ellas. ¡Porque hay que tomar una!

San Pablo, que —como creyente primero y como apóstol después— debió conocer muy bien los entresijos de la Iglesia antigua, desde Jerusalén hasta Roma, y que sufrió como pocos en sus propias carnes verdaderas campañas de desprestigio hacia su persona y su ministerio, cuando no guerras declaradas bien orquestadas por sus enemigos doctrinales y personales —no hay más que leer sus epístolas a los Corintios y a los Gálatas, por no citar sino unos ejemplos muy bien conocidos por todos los creyentes—, es el apóstol que mejores declaraciones ha legado a la Cristiandad sobre el servicio gozoso y agradecido a Dios en medio de tormentas, tempestades y auténticos tsunamis religiosos y eclesiásticos. Palabras como ¡Gracias a Dios por su don inefable! (2 Co. 9, 15); …Cristo es anunciado; y en esto me gozo y me gozaré aún (Fil. 1, 18b); Todo lo puedo en Cristo[1] que me fortalece (Fil. 4, 13); Y todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él (Col. 3, 17); Estad siempre gozosos (1 Ts. 5, 16); o, por no cansar más al amable lector, el archiconocido Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús (1 Ts. 5, 18), nos dan la clave. Nadie podría, desde luego, acusar a San Pablo de ser un iluso, un idealista o alguien que no tuviera los pies en la tierra: los versículos mencionados se inscriben todos ellos en contextos de dificultades reales, la mayoría de las veces causadas por otros cristianos, no por judíos ni paganos. Y no era el Apóstol de los Gentiles una persona dada a buscar escapismos fáciles o a encastillarse en posturas mentales cómodas hasta que amainasen las tormentas.

Lo que hallamos en sus escritos, y en los de tantos otros siervos de Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento, es una clara toma de postura frente a realidades harto complicadas surgidas en el seno del pueblo del Señor y fundamentada en una dimensión que hoy echamos en falta. La Iglesia cristiana del siglo XXI, que ha sido especialmente bendecida al vivir en una época de oportunidades como jamás se habían soñado en épocas pretéritas, denota una gran carencia, vale decir, ese espíritu de gozo y de agradecimiento reales que sus siervos consagrados debieran evidenciar a pesar de las circunstancias vividas, las frustraciones o los sinsabores.

Que las adversidades dejan huella o “pasan factura”, como se dice vulgarmente, es cierto y nadie con dos dedos de frente osará rebatirlo. Que las vidas consagradas a los distintos ministerios de la Iglesia pueden parecer en ocasiones meras colecciones de disgustos y malos recuerdos, es una realidad demasiado evidente en más casos de los que fuera de desear. Pero ello no obsta para que quienes un día, obedeciendo a un llamado divino, se entregaran en cuerpo y alma al servicio divino en sus distintas áreas, muestren agradecimiento por ello y, siempre con la ayuda de Dios, sean capaces de obviar en su conversación y hasta en su predicación todos esos asuntos turbios que ni son muchas veces necesarios de conocer ni a nadie edifican, y mostrar más bien aquello que el Señor desea sirva para alimentar y nutrir adecuadamente a sus hijos.

En la actualidad se publican a diario y en todo el mundo millones de páginas consagradas a la higiene mental, a una actitud positiva ante la vida y asuntos del mismo tenor. Una simple visita a una librería o a los servidores de internet y hasta al quiosco del barrio nos lo demuestra con creces. Es una necesidad imperiosa de las sociedades humanas el enfrentar las realidades de forma adecuada y buscar atajos ante los obstáculos a fin de evitar depresiones y otros males relacionados.

Personalmente no pensamos que lo que San Pablo Apóstol postula sea exactamente eso, sino algo más profundo y que constituya, más allá de una simple convicción, un principio de vida. Diremos para concluir que el gozo y el agradecimiento reales a Dios por todo cuanto hemos vivido, sin descontar lo negativo, incluso aquellos males que se nos han infligido de manera injustificada y por motivos no demasiado claros, cimenta y edifica un tipo de vida más acorde con el testimonio que se exige a todos los siervos de Cristo y, como es lógico, un ministerio que redunda en bendición para aquéllos a quienes está dirigido.

[1] Algunos mss. leen mejor en aquél que me fortalece.

Juan María Tellería

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