El hombre que se aparta del camino de la sabiduría, vendrá a parar en la compañía de los muertos (Proverbios 21, 16. RVR60)
Dicen los expertos en historia del séptimo arte que las llamadas “películas de zombis” (o de zombies, para los que prefieren la grafía original) constituyen algo así como un subgénero de lo que se ha dado en llamar “cine de terror” en general. No faltan en el día de hoy quienes prefieren encasillarlas más bien en eso que algunos denominan “cine gore” debido a las escenas truculentas y de inusitada violencia que suelen presentar, en las que no faltan desgarramientos literales de cuerpos humanos e ingesta de vísceras, todo ello bien regado de sangre, lo que impide a muchos visionarlas de forma relajada. Lo cierto es que el cine de zombis, como cualquier otra forma de arte, mucho más allá de sus motivaciones puramente estéticas, que sin duda las tiene, viene a reflejar un trasfondo social y cultural innegable, al que haríamos bien en prestar atención.
Desde la primera proyección de una muestra de este género, que tuvo lugar en 1932 con el título en inglés de White Zombie (en castellano se tituló La legión de los hombres sin alma), hasta la recentísima y por demás exitosa serie The Walking Dead, hemos visto desfilar por las pantallas una serie de títulos destacados y muy apreciados por sus incondicionales, algunos de ellos con sus remakes o reposiciones correspondientes, y en los que se detecta una clara evolución. En la ya mencionada White Zombie o en la sin par I walked with a zombie de 1943, el género se atenía a los patrones marcados por las tradiciones ancestrales del vudú haitiano y las prácticas mágicas de la costa occidental de África, según los cuales un zombi es sencillamente un cadáver reanimado, o como se suele decir, un cuerpo sin alma, sin voluntad, necesariamente torpe y lento, que puede ser hábilmente manipulado por una inteligencia perversa y utilizado para fines aviesos. Pero a partir del ya clásico de clásicos The night of the living dead, que vio la luz en 1968 y en castellano se tituló La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero, algo cambió. Las películas de Romero, entre ellas las archiconocidas Down of the Dead, de 1978 (El amanecer de los muertos en castellano) y Day of the Dead, de 1985 (Día de difuntos o El día de los muertos en castellano), ya no recurrían a prácticas mágicas ancestrales, sino que presentaban los zombis como una especie de plaga apocalíptica cuyas causas no siempre estaban claras, pero que tenían todos los visos de una infección contagiosa y una característica por demás repugnante: los muertos vivientes se movían por un instinto fundamental, alimentarse, y que no consistía en otra cosa que en la ingesta constante de carne humana. Tal ha sido después la tónica de las películas del género producidas más recientemente con los títulos de Resident Evil (unas cuantas entregas), I am legend (Soyleyenda en castellano), e incluso la serie ya mencionada The Walking Dead. En éstas y otras representaciones harto conocidas, cuyos títulos vienen sin duda a la mente de más de un amable lector, pero que no mencionamos en gracia a la brevedad, la causa del apocalipsis zombi no es otra que algún tipo de virus desatado por error o por la mala intención de alguien, que convierte a las personas en monstruos sádicos sin inteligencia, muertos vivientes en realidad, pero ya no lentos ni torpes, sino de una agilidad extraordinaria, auténticas bestias salvajes y sanguinarias que ponen en peligro de extinción a toda la especie humana. Aunque aún en las primeras películas de Romero era posible vislumbrar la idea de que había algo de sobrenatural en relación con el fenómeno zombi (recuérdese la frase lapidaria de uno de los protagonistas de Down of the Dead de 1978: “Cuando ya no hay sitio en el infierno, los muertos caminan sobre la tierra”), en las últimas, así como en las de otros productores, se apunta más bien a desastres ecológicos fortuitos, pero indefectiblemente generados por intereses particulares, especialmente de tipo militar.
El género del cine zombi evidencia a todas luces angustia, inseguridad, el miedo propio de una sociedad que ha perdido (¿o ha rechazado, más bien?) sus valores tradicionales y que es consciente, en un primer momento, de su progresiva despersonalización y su “aborregamiento”, hasta convertirse más tarde en un colectivo deshumanizado, salvaje y por demás despiadado, en el que ya nadie controla a nadie, en el que no existe ninguna garantía de seguridad porque se ha regresado a la ley de la jungla. En tanto que creyentes, encontramos interesante la evolución reflejada en este peculiar género cinematográfico de nuestro tiempo, en el que nos parece detectar una alarmante (y sin duda inconsciente) petición de ayuda. Las primeras proyecciones podrían muy bien haber sido leídas —y nos consta que así se hizo en cierto momento— como una descripción de lo que podría suponer para el mundo occidental, llamado a la sazón “el primer mundo”, la sumisión a ideologías de tipo totalitario, ya fueran fascistas o comunistas. Aquellos zombis producidos por la magia de hechiceros houngan de raza negra, eran mayormente hombres o mujeres de color —también blancos en ocasiones— a los que se había administrado hábilmente (o a la fuerza) algún tipo de pócima o bebedizo de efectos devastadores para la mente, de manera que se los había asesinado de hecho al reducirlos a un estado de no-vida en el que obedecían implícitamente las órdenes de su “creador”. La filmografía más reciente, por el contrario, pone sobre el tapete el temor a una masificación alienante y desintegradora de la persona que haga salir a la superficie los aspectos más oscuros de nuestra naturaleza, esa fiera por demás cruel que llevamos dentro y que no respeta autoridad ni institución alguna, dado que en su animalidad únicamente puede satisfacer instintos básicos, sin razonar, sin sentimientos, sin nada de todo aquello que nos hace realmente humanos. No hace falta que vengan regímenes totalitarios para ello. Si los primeros zombis se mostraban siempre enmarcados en contextos exóticos o países esencialmente tercermundistas y se entendían como un fenómeno propio de esos lugares, ahora salen a la luz en cualquier latitud, en las urbes más modernas y tecnificadas de los Estados Unidos o de Europa, por ejemplo, y en el marco de las más vigorosas democracias, cuya destrucción definitiva realizan en medio de carnicerías espantosas en las que no se respetan instituciones, edades ni estamentos: desde bebés hasta ancianos de edad provecta, desde las clases más bajas de la sociedad hasta las más acomodadas, todos somos susceptibles de transformarnos en muertos andantes medio devorados y devoradores de nuestros semejantes.
Una alarmante petición de ayuda, decíamos que vehiculaba este género. Angustiosa sería tal vez el adjetivo más adecuado.
No es necesario que el infierno esté lleno para que los difuntos deambulen por la tierra. De hecho, la condición de quienes “viven” sin noción exacta de quién es el Dios revelado en Cristo —y entrecomillamos adrede la palabra “viven”— es de alejamiento de la verdadera vida y de la verdadera luz. Como dice el texto que encabeza nuestra reflexión, apartados del camino de la auténtica sabiduría sólo tienen la opción de engrosar la compañía de los muertos, aunque continúen moviéndose y caminando. Esa zombificación masiva de las sociedades humanas que estas películas proyectan en todo su horror se nos antoja un cuadro muy gráfico de la condición caída del hombre en tanto que especie, y sobre todo un cuadro esencialmente pesimista. En líneas generales, esta particular género cinematográfico no suele presentar cura posible alguna de tal estado. Quien se convierte en un zombi está irremediable e irreversiblemente muerto, aunque se mueva, aunque incluso en algún caso muy concreto sea capaz de emitir sonidos articulados y hablar, o conservar o desarrollar recuerdos o habilidades de su vida pasada (el célebre Bub de Day of the Dead), hasta algún tipo de sentimiento humano, si se tercia y el guionista o el productor son generosos (el zombi R, protagonista de la ahora mismo recién estrenada Warm Bodies, en castellano Memorias de un zombie adolescente). El cine de zombis no ofrece esperanza por lo general debido a que el conjunto humano contemporáneo que representa no la tiene, o mejor dicho, no es capaz de encontrarla. Aunque el zombi se vista de seda…
Podemos compartir la visión realista de nuestras sociedades actuales que plantea este tipo de películas y entender que transitamos por un mundo en el que, debido a muy diversos y prolijos factores, los seres humanos hemos malogrado la prístina imagen del Creador con que fuimos diseñados y nos hemos sumergido en un proceso de degradación que destruye los fundamentos mismos de nuestra existencia. Hasta ahí de acuerdo. Pero, honestamente, no podemos caer en pesimismos culturales exagerados que desvirtúen nuestro particular mensaje cristiano, sean los que reflejan estas producciones cinematográficas o cualquier otra ideología circundante del tipo que fuere. Hay una posibilidad de redención para nuestros contemporáneos, para la gran familia que componemos todos los descendientes de Adán, una esperanza siempre presente en la proclamación del Evangelio, que ha de ser compartida con quienes nos rodean. Como personas humanas tenemos desde la Creación algo que nos hace diferentes del resto de los seres de nuestro mundo, una dignidad constitutiva que Dios nos devuelve plenamente en Cristo y que nada ni nadie nos puede quitar.
Ni siquiera un apocalipsis zombi.