A la luz del momento crítico que atraviesan un buen número de iglesias en su teología y praxis, hemos planteado en diversas ocasiones le necesidad de una transición que, en coherencia con el espíritu de la Reforma, permita el acercamiento a la sociedad y el establecimiento de puentes de diálogo entre la fe, la ciencia y la cultura en general. Este proceso comporta preguntarnos: ¿Qué ideas y prácticas han quedado desfasadas por su incompatibilidad con los presupuestos, no tan sólo científicos, sino también por las aportaciones de una teología actualizada y superadora de conceptos que hunden sus raíces en el mundo helénico o en la escolástica que nada transmiten a la generación de la Inteligencia Artificial? ¿Qué cabe reinterpretar para hacer evidente una transición hacia una fe madura que pueda ser comprendida por el hombre y la mujer de estas primeras décadas del siglo XXI?
Es evidente que dar una respuesta amplia y satisfactoria a estos interrogantes excede los límites de un breve artículo. Pero no renunciamos a plantear algunas cuestiones que pueden facilitar la presentación de la fe cristiana sin violencia conceptual, por parte del emisor del mensaje, y en el código que el receptor pueda comprender.
Desde algunos de los maestros de la sospecha y desde el psicoanálisis conocemos los mecanismos de la proyección psicológica que nos ha inducido a la ideación de un ser sobrenatural, con atributos compensatorios de nuestra finitud. Ya no es necesario ser psicólogo para saber que esta idea de la divinidad solo está en nuestra mente. La apologética se hace imposible desde criterios obsoletos. Tendremos que transitar hacia un nuevo concepto de Dios como Misterio, como Fuente u Origen Permanente de una realidad que nos provoca asombro y fascinación si pretendemos dialogar con la cultura contemporánea.
Del Dios del juicio, del pecado, de la culpa, de la condenación eterna… que infunde temor, habrá que orientarse al Dios del amor que ejemplariza Jesús de Nazaret. La práctica religiosa no ha quedado excluida del uso perverso del miedo para mantener controlada la conciencia y la vida de los fieles, como históricamente se constata, ya que el miedo distorsiona la percepción de la realidad y facilita la manipulación de quien teme. Felizmente, cada vez hay menos mercado para la religión del miedo. Son pocos los que están interesados en un producto que impide la felicidad a la que estamos llamados. Dios es amor y cuanto de Él proviene: el universo, la vida, la conciencia reflexiva… es el resultado de su esencialidad
De la concepción antropomórfica de Dios, como ser superior habitando un cielo metafísico propio de las cosmologías de antaño que la astrofísica actual desautorizan, cabe transitar a una comprensión de Dios como elemento de profundidad de la realidad. Ubicar a Dios fuera de la realidad es muy habitual entre cristianos que buscan «arriba», «fuera», «en el cielo» aquello que está en nosotros. José María Mardones, doctor en sociología y teología, al comentar las palabras de Pablo en Atenas: «en Dios vivimos, nos movemos y existimos» nos recuerda que: «Dios no está, al modo de los objetos, situado aquí o allá. […] no vivimos fuera de Dios. Dios nos envuelve […] El mundo y el universo entero está en Dios, abrazado y penetrado por él» sin que ello signifique panteísmo.
Otra transición necesaria es desplazarnos de la banalidad generalizada en muchos estamentos sociales al rigor. Desde el respeto a las plurales formas de vivir la fe, descritas algunas de ellas hacen más de un siglo por el psicólogo norteamericano William James en su magna obra Variedades de la experiencia religiosa, se constata que la extrema superficialidad, a la que aludíamos, afecta también al ámbito espiritual. El teólogo de la República Checa Tomás Halík habla directamente de «poca profundidad» y el teólogo gallego Pedro Castelao de «banalidad intrascendente» cuando se refieren a las formas infantiles que conserva todavía la religiosidad de nuestro siglo.
Ir a lo profundo no es necesariamente un repliegue introspectivo que nos aleja de la realidad cotidiana. El teólogo José M. Castillo, recientemente fallecido, definía la espiritualidad como: «la vida tomada en serio.» Es configurar nuestro ser y obrar según el modelo paradigmático de humanidad que representa Jesús de Nazaret.
También la iglesia debe ir a lo profundo, a lo esencial. Los ismos tan en boga (integrismo, fundamentalismo…) denotan superficialidad. La incapacidad de hacer real el principio tan proclamado en el protestantismo de: Ecclesia reformata semper reformanda y el quedarse anclados en postulados pretéritos es un signo de inmadurez, por mucho que los edulcoremos con un atrezzo de luz, sonido, proyecciones, gestualidad impostada y mantras. La transición que se requiere no es solo cuestión de envoltorio, sino de contenidos y lenguaje. No solo de packaging vive el hombre.
De la endogamia al pluralismo es también cuestión de cambio necesario. El miedo a la contaminación ideológica y a la incapacidad de afrontar dialécticamente nuestras convicciones con otras personas que poseen sus propias ideas nos ha mantenido dentro de nuestras fronteras psicosociales. Encerrados en nuestras pretendidas jaulas de oro y desconectados de toda realidad que no sea la propia; pero la fe exige el valor de hacer camino, como Abraham, hacia futuros inciertos.
Escribe Halík: «El respeto a la diversidad y la aceptación de los demás en su diferencia, esta dimensión del amor, que es el criterio de su autenticidad, es necesario no solo en las relaciones entre individuos, sino también en las relaciones entre pueblos, culturas y religiones.» Superamos nuestros estrechos límites en las relaciones ecuménicas y en el diálogo interreligioso e interconviccional. La comprensión y respeto de las ideas de los demás es transitar desde la endogamia a la madurez.
El discernimiento de los signos de los tiempos o cambios de todo orden (ideológicos, científicos, técnicos, sociales…) debe impulsarnos a una necesaria evolución para no quedar convertidos en una anomalía difícilmente comprensible, como sucede ya en determinados estamentos sociales en los que todo cuanto tiene que ver con la religiosidad es considerado un anacronismo. La actitud de permanente reforma no puede ser un simple eslogan, ha de convertirse en nuestra seña de identidad.
Jaume Triginé
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