Posted On 24/07/2013 By In Opinión With 3044 Views

Una fe pequeña

No es fácil creer en Dios hoy, no es fácil. No es sencillo afirmar que le importamos, que todavía tiene un mínimo interés por este loco mundo en el que vivimos. Siempre nos movemos en una zona peligrosa, donde corremos el riesgo de perder esa fe que, no sabemos bien por qué, nos acompaña siempre. Quizás no haya otra manera de creer, me digo a veces, quizás sea eso a lo máximo que podemos aspirar: tener una fe pequeña, débil y totalmente dependiente de un Dios que, si existe, será capaz de acompañarnos y perdonarnos si algún día no podemos ya creer en Él.

La fe con mayúsculas me da miedo, me produce desconfianza, y hasta temor. Conozco gente que dice tenerla y que, como Abraham, está dispuesta a traspasar con un cuchillo afilado el pecho de su hijo si Dios se lo pide[1]. Máquinas frías al servicio de la verdad y la voluntad divina, soldados insensibles a las órdenes de un Dios que les pide no pensar, no dudar, no desobedecer, e incluso no amar. Fe con mayúsculas que sólo sabe leer, y no quiere interpretar, que no para de hablar y condenar, pero no está dispuesta a escuchar.

Mi fe pequeña se parece más bien a la de Sara, que no pudo contener la risa cuando anciana ya, un ángel anunció que se quedaría embarazada y tendría un hijo[2]. Risa e incluso misericordia, eso es lo que me producen los enviados de Dios que prometen soluciones fáciles y maravillosas. Y no mentiré a ningún ángel si me lo pregunta, me río por infantil e ingenua de esa absurda manera de entender la fe, aunque sea una fe tan grande. La fe pequeña sólo da para creer y soñar que con esfuerzo y tesón podemos cambiar alguna de las innumerables injusticias en las que vivimos envueltos. No da para mucho más, así que nos dedicamos a eso.

Una de las características de la fe pequeña es la arrogancia, la capacidad de no morderse la lengua cuando las cosas no son como creemos deberían ser. Eso le pasó a Job con su pobre fe cuando le dijo a Dios lo que pensaba de Él: que cegaba la vista de quienes sufrían y no les dejaba ninguna salida[3]. Así, como una rata de laboratorio, se sentía Job con Dios, y así de claro se lo expuso. ¿Quién no ha pensado alguna vez que si Dios existe es un torturador sin ningún tipo de empatía por los seres humanos? Supongo que los de la fe infinita no han pasado por aquí, pero los que la tenemos minúscula y hemos sufrido alguna vez, solemos despacharnos a gusto con Dios. Somos tan estúpidamente humanos que a veces dudamos de la providencia del Todopoderoso, y se lo decimos con toda vehemencia y, a la vez, con una cruda sinceridad.

La fe pequeña nace del sentimiento de abandono y soledad que nos envuelve tan a menudo. Los que poseen una fe como una montaña siempre tienen y ven a Dios por todos los lados; me pregunto a menudo con qué sustancia alucinante impregnarán las hojas de sus Biblias y la realidad en la que viven. De lo que sí estoy convencido es de que en la cruz de Jesús esa sustancia no estaba por ningún lado, su grito de desesperación lo dejó claro: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?[4]”. Cuantas veces nos hemos sentido así, abandonados, pero no abandonados con la esperanza de un final feliz, sino abandonados con la seguridad de que Dios no aparecerá por ningún lado. ¿Cuántas personas viven cada día con ese sentimiento?, ¿Cuánta gente no sabe lo que significa la palabra esperanza o salvación? ¿Cuánta tiene que hacer esfuerzos titánicos para que su fe pequeña no desaparezca? ¿Perdió Jesús su fe en la cruz, como tantas y tantas personas hoy? Es posible. Pero Dios no dejo de creer en Él y le resucitó de los muertos. Me aferro a la idea de que la fe de Dios suplirá la que algún día pueda faltarnos.

Dijo Tomás que no creería en la resurrección si no la tocaba, si no hurgaba en las heridas de Jesús[5]. Un pecado terrible para quienes no tienen la capacidad de dudar, pero una muestra de inteligencia y salud mental para los que tenemos una fe pequeña. No, no somos capaces de creer en cuentos, en sueños o fantasmas. Necesitamos algún resquicio que nos permita creer que todo lo que perdimos en alguna cruz, o aquello que dejamos atrás por cobardía, volverá a nosotros algún día para darnos una segunda oportunidad. Es difícil esperar lo imposible sin tener algo en lo que apoyarse, es complicado tener fe si nada hace imaginable lo que deseas. Es absurdo creer en vidas que salen del infierno, cuando no podemos ver y tocar a mujeres y hombres reales que han pasado por allí.

Quizá sea esta fe pequeña la que impide que otras personas puedan encontrar a Dios en nuestros actos y palabras. Lo reconozco, las “fes” tan minúsculas no dicen cosas maravillosas, ni son capaces de hechos prodigiosos que cambien el mundo en un instante. No sé si debería pedir perdón por ello, pero no lo voy a hacer, porque las “fes” más grandes no me gustan. Y porque no creo en hechos milagrosos ni apariciones divinas, sólo en pequeñas y costosas transformaciones que ocurren cada día, sin apenas notarse, en las vidas de tanta gente que, como yo a veces, no somos capaces de ver a Dios por ninguna parte.


[1] Gen 22,1-19

[2] Gen 18, 1-15

[3] Job 3, 20-23

[4] Mc 15, 33

[5] Jn 20, 24

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Carlos Osma

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