“Y he aquí cierto intérprete de la ley se levantó, y para ponerle a prueba, dijo: Maestro, ¿qué haré para heredar la vida eterna?
Y él le dijo: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?
Respondiendo él, dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.
Entonces Jesús le dijo: Has respondido bien; haz esto y vivirás.
Pero queriendo él justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: Y, ¿quién es mi prójimo?
Respondiendo Jesús, dijo: Cierto hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, los cuales después de despojarlo y de darle golpes, se fueron, dejándolo medio muerto.
Por casualidad cierto sacerdote bajaba por aquel camino, y cuando lo vio, pasó por el otro lado del camino.
Del mismo modo, también un levita, cuando llegó al lugar y lo vio, pasó por el otro lado del camino.
Pero cierto samaritano, que iba de viaje, llegó adonde él estaba; y cuando lo vio tuvo compasión, y acercándose le vendó sus heridas, derramando aceite y vino sobre ellas; y poniéndolo sobre su propia cabalgadura, lo llevó a un mesón y lo cuidó.
Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al mesonero, y dijo: Cuídalo, y todo lo demás que gastes, cuando yo regrese lo pagaré.
¿Cuál de estos tres piensas tú que demostró ser prójimo del que cayó en manos de los salteadores?
Y él dijo: El que tuvo misericordia de él. Y Jesús le dijo: Ve y haz tú lo mismo.” (Lucas 10, 25-37).
¿Cuántas veces hemos tenido que enfrentarnos a personas que, supuestamente versadas en las Escrituras, nos han venido con la Biblia en la mano a plantearnos preguntas que, claramente, no pretenden obtener ningún tipo de información, sino únicamente tendernos una trampa para poder descalificarnos y darnos algún tipo de lección “espiritual”?
A Jesús también le pasó en algunas ocasiones, pero a mí me gustaría detenerme en una de ellas, concretamente la del texto propuesto del evangelio de Lucas. Y para hacerlo me gustaría utilizar un formato diferente, como el de reescribir la narración que nos ofrece el evangelista desde la posible experiencia de uno de sus dos protagonistas: el “intérprete de la ley”. Así que, ¡manos a la obra!
“Probablemente mi pequeña historia carezca de interés, sobre todo teniendo en cuenta que ya hace mucho tiempo que sucedió y que el más impresionado por ella fui especialmente yo.
Puede que no importe demasiado pero, por si acaso, y para que se me entienda, debo poner a mis supuestos interlocutores sobre ciertos antecedentes. Veréis, soy lo que se suele llamar un experto, sí, un teólogo profesional, uno que pertenece a esa rara especie –tan desconocida para vosotros- de intérpretes de los textos sagrados. En concreto, soy un profesional de lo que conocéis como el Antiguo Testamento, y mi especialidad es la Toráh.
Un día llegó a mi ciudad un galileo, de Nazaret creo, un simple carpintero al que llamaban Jesús y que proclamaba un mensaje un tanto heterodoxo, en mi opinión, dirigido a los enfermos, los excluidos, los extranjeros, los pobres… en fin a todos esos que son insignificantes e incluso un lastre para la buena marcha de una sociedad desarrollada, elegida y bendecida por Dios como la nuestra. Ese Jesús andaba diciendo a toda esa gente que ellos también eran objeto de la bendición de Yahvéh, y que la promesa de vida eterna también les pertenecía. ¡Un absoluto despropósito, vamos!
En una ocasión tuve la oportunidad de escucharle –creedme que lo hice con mucha atención- y se atrevió a ponerse por encima de nuestra tradición cuestionando a nuestros profetas y reyes. No podía soportarlo más… Tenía que hacer algo. Un simple carpintero no podía, no debía atreverse a cargarse de un plumazo una tradición tan importante y tan lucrativa –todo hay que decirlo- como la nuestra. Así que me dispuse –no sin una buena dosis de mala fe, lo reconozco- a pillarle en un renuncio. Al fin y al cabo, él era solo un artesano, y yo un experto, un intelectual, una persona con estudios… No debería resultarme demasiado difícil dejarle en ridículo de una vez por todas, desautorizando de esa manera su discurso y su persona ante sus oyentes y seguidores.
Así que en el turno de preguntas, me levante y le dije: Maestro, ¿qué haré para heredar la vida eterna? ¡Vaya pregunta! ¡Como si yo, un experto en la Ley no supiera la respuesta exacta! Obviamente, no buscaba información o ayuda, sólo pretendía poner de manifiesto la ignorancia de aquel hombre y dejarle en evidencia. No podía pasar ni un minuto más sin que ese pretencioso aprendiera una importante lección, y yo se la daría.
¡Pobre infeliz! al final la lección la recibí yo. Ese presunto maestro, lejos de contestar a mi pregunta, y supongo que intuyendo mis intenciones y sabiendo quién era, me hizo a mí otra: ¿Qué dice la ley?
Bueno -le contesté- eso todo el mundo lo sabe: Ama a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a tí mismo. En ese mismo instante tuve la sensación de ser el cazador cazado. Por momentos iba cayendo en la cuenta de que el simple carpintero de Nazaret estaba a punto de ofrecer una gran lección, no sólo a los presentes, sino y sobre todo a mí, el experto, el hombre con estudios, la persona que creía saberlo todo y tener todas las respuestas.
Jesús me dio la razón, no podía ser de otro modo. Yo estaba en lo cierto, al fin y al cabo su pregunta no era tan difícil. Pero la cosa no acabó ahí, y yo mantenía mi intención de ridiculizarle; no podía darme por vencido: ¿Y quién es mi prójimo? pregunté. Ahora estoy convencido de que esta pregunta solo puso de manifiesto mis propios prejuicios y mi tendencia a excluir a los que yo considero que no son de mi clase. En ese momento, para mí, la respuesta adecuada era obvia: tu prójimo es tu compañero de facultad, tu hermano de la sinagoga, tu conciudadano (siempre y cuando tenga papeles, pague sus impuestos, no sea mujer, ni ladrón, ni pobre, ni con una conducta ética dudosa…).
Pero ese carpintero no me respondió –de hecho la respuesta sólo me pertenecía a mí-, y me refirió una historia, que contextualizaré para que podáis entenderla mejor:
‘Había un hombre que, buscando un futuro mejor para él y para su familia, se embarcó en un peligroso viaje hacia un país del que no conocía nada y con el que no compartía nada. Cuando estaba a punto de llegar, un grupo de personas le asaltó, le robaron su dinero, le golpearon, y lo dejaron malherido y abandonado a su suerte.
Al cabo de unas horas, acertó a pasar por allí una autoridad eclesiástica –sí, un personaje de esos que pretende estar en posesión de la verdad divina y dar lecciones de moral- y viendo al hombre, pasó de largo.
Al poco tiempo, pasó un político –ese tipo al que se le llena la boca hablando de solidaridad, responsabilidad, compromiso, honestidad, transparencia…-, pero también pasó de largo, dejando al pobre y maltrecho individuo tirado en la cuneta.
Por suerte para la persona agredida, también pasó por allí un “nadie”, quien al verla maltrecha, malherida y despojada de lo poco que tenía, decidió ocuparse y preocuparse por ella hasta que su precaria situación se hubiera solucionado.’
Al acabar su historia, Jesús me hizo otra pregunta: ¿Quién crees tú que demostró ser prójimo? Las piernas me temblaban, pero estaba obligado a responder, y lo peor de todo es que la respuesta era obvia: El que tuvo misericordia, respondí. El cazador había sido definitivamente cazado: Ve y haz tú lo mismo, me dijo el carpintero. ¡Jaque mate!
Yo, que con toda mi sabiduría, pretendía dar una lección ejemplar, al final me tocó recibirla. Desde ese día tengo claro que el amor manifestado en actos de misericordia es una puerta abierta de par en par hacia la vida eterna. Ese amor no hace ningún tipo de exclusión, ni prejuzga, ni considera a los demás en inferioridad de condiciones, simplemente se pone en acción y nos dirige hacia esa vida eterna que tanto anhelamos.
Por si no ha quedado claro del todo, me gustaría compartir un microcuento de Eduardo Galeano, uno de vuestros contemporáneos:
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pié derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de los nadies, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata. (Los nadies. Eduardo Galeano).
Lo que hace Jesús es restituir a los nadies su categoría de alguien, su categoría de prójimo. Y esa es la gran lección sobre la vida eterna que aprendí ese día y que nunca olvidaré.
¡Ah! Y un último consejo, no hagáis preguntas trampa, porque corréis el riesgo de quedar atrapados en vuestra propia red.”
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