Me he sentido inquieto estos días al leer las Escrituras cuando repasaba las decisiones que tomaron Esdras y Nehemías en aras de la santidad (Esdras 10 y Nehemías 13). La confesión de Secanías es tajante: “Nosotros hemos pecado contra nuestro Dios, pues tomamos mujeres extranjeras de los pueblos de la tierra” (Esdras 10.2); se identifica el pecado con el hecho de casarse con mujeres extranjeras y propone cumplir la ley expulsándolas a ellas y a sus hijos de Israel. Nehemías, en la misma línea, vio a judíos que habían tomado mujeres extranjeras, y sin pestañear, añade el texto: “y reñí con ellos, y los maldije, y herí a algunos de ellos, y les arranqué los cabellos, y les hice jurar diciendo: No daréis vuestras hijas a sus hijos, y no tomaréis de sus hijas para vuestros hijos, ni para vosotros mismos” (Neh 13.25). Tanto Esdras como Nehemías hicieron un trabajo encomiable a favor del pueblo de Dios, pero los últimos textos me dejan un sabor agridulce que me lleva a preguntarme si hemos entendido correctamente el concepto de santidad.
La Torah advertía contra las naciones que había en Canaán, pronosticaba que Israel ibaa derrotarlas y exigía su destrucción total (Dt 7.2, “herem”) y añade: “no harás con ellas alianza, ni tendrás de ellas misericordia. Y no emparentarás con ellas; no darás tu hija a su hijo, ni tomarás a su hija para tu hijo” (Dt 7.3). El exterminio está atestiguado en Deuteronomio: “y destruimos todas las ciudades, hombres, mujeres y niños, no dejamos ninguno” (Dt 2.34) y un poco más adelante dice “…matando en toda ciudad a hombres, mujeres y niños” (Dt 3.6). Textos así producen desasosiego en la mentalidad del siglo XXI porque ¿es posible que el Dios conocido como el misericordioso exija una conducta tan extrema? Esto levanta ciertas dudas sobre la intención del texto porque un Dios bueno, misericordioso, bondadoso y lleno de amor no puede solicitar el exterminio de otros pueblos (sería una negación de su propia esencia) y en el día de hoy podríamos considerarlo como una aberración. Además, si Jesús de Nazaret es la máxima expresión y aclaración de quién es Dios (Juan 1.18), dista mucho de semejante planteamiento, ya que Jesús no vino a exterminar (condenar, Jn 3.17) al mundo para preservar a su pueblo, sino a salvar la vida de todo aquel que se acerque a él (creer). El Dios de la Escritura no es un Dios de muertos, sino de vivos; a Dios le interesa la vida.
La separación entre Israel y los demás pueblos está recogida en la ley mosaica como una consecuencia lógica de la pureza que tenía que preservar (el término sigue al acádico qadish) y el pueblo estaba llamado a preservar la santidad (pureza). Es más, cuando el pueblo desobedeció y se produjo una renovación del pacto con la vuelta del exilio, se hizo una lectura literal de las exigencias de la ley y se solicitaba, entre otras cosas, la expulsión de las mujeres extranjeras (Esdras y Nehemías) para mantener la pureza del pueblo. De la misma manera que el Señor es santo, el pueblo debía ser santo(Lev 19.2; pureza, H. P. Müller) y de esto se deriva el hecho de apartarse de todo aquello que lo pudiera contaminar. El pueblo de Israel era muy amante de las dicotomías: santo-profano, limpio-contaminado, bendición-maldición, bueno-malo…. Nosotros hemos heredado esta teología que hace caso omiso a consideraciones menospolarizadas. ¿Quién es limpio, santo, bueno… de manera absoluta? Ni siquiera Jesús aceptó el calificativo de “bueno” cuando uno le dice “Maestro bueno…”, y le responde que solo hay uno bueno, que es Dios. Por ello, la realidad no es blanca o negra, hay muchos matices intermedios en la diversidad que nos rodea y el entendimiento de la santidad es uno de esos temas que hay que tratar con sumo cuidado para no tener una visión desenfocada.
Una lectura literalista de la Escritura nos lleva a posiciones dogmáticas sobre la santidad, a apartarnos de los demás pueblos, a censurar al que no sigue la sana doctrina (según nuestros criterios, claro), al que es diferente, al que está contaminado por la enfermedad, al raro, al extraño…; de esta manera, la teología se torna intolerante, distante. La santidad no tiene nada que ver con esto. Llama la atención que los que abogan por esta línea literalista y legalista de la Escritura se han olvidado de que lo más importante de la ley es la misericordia, la justicia social, el amor... (cf. Rom 13.9-10), y no denuncian la codicia, el dominio de unos sobre otros, la explotación económica, el enriquecimiento ilícito, el falso testimonio, el fraude, la soberbia, la pobreza…, males endémicos de las sociedades neoliberales. Ya el profeta tuvo que denunciar “Misericordia quiero y no sacrificios” (Os 6.6) porque el pueblo se había desviado gravemente de la esencia de Dios. Es más, la justicia divina no es tanto retributiva, sino justificativa (Walter Kasper). Dios no condena al pecador (Jn 3.17), sino que lo justifica en Cristo (Rom 5.1), de ahí que su gracia y misericordia sean inagotables (Ef 2.7).
Si leemos con cuidado Deuteronomio podemos entender mejor el concepto de santidad. Desde mi punto de vista el problema no estaba tanto en el hecho de separarse de los demás pueblos (las Escrituras ya dejan claro que eso no iba a ser posible), sino en el hecho de que los demás pueblos podían desviar a los hijos de Israel para servir a dioses ajenos (Deut 7.4). Así que, el error que cometieron fue entender la separación como norma absoluta en lugar de verla como un medio (entre otros, por lo tanto relativo, variable según las circunstancias) para conseguir un fin supremo, seguir a Dios. Lo que estaba mal era apartarse de Dios, servir a dioses ajenos, dejar de practicar la justicia y la misericordia…, no el convivir con otros pueblos. De hecho, hay leyes específicas en la Toráh sobre cómo había que tratar al extranjero que decidiera vivir en medio de Israel: “Como a un natural de vosotros tendréis al extranjero que more entre vosotros, y lo amarás como a ti mismo” (Lev 19.34). En la línea sucesoria del Mesías estaba Booz que se casó con Rut, moabita. Entonces, el mal no está en el otro, sino en el hecho de desviarse del camino correcto.
Fijémonos si es importante esta cuestión que una interpretación estrecha del texto bíblico nos llevará a posiciones xenófobas, tan de moda en nuestros días. El extranjero no es malo por ser extranjero. La maldad se puede manifestar tanto en el otro como en uno mismo. Practicamos la maldad cuando nos apartamos del derecho, de la justicia, de la paz, de la misericordia, de la bondad… De ahí la advertencia de la Toráh: cuidado con emparentar con aquel que te puede alejar de tu Dios porque las consecuencias serán dañinas para ti y para los que te rodean. Entonces, ¿dónde está el mal, en emparentar o en alejarse de Dios? Creo que la respuesta es clara. Si el mal estuviera en emparentar o en establecer algún tipo de relación con gente ajena al pueblo Dios, la Iglesia tendría que vivir apartada del mundo por el peligro de la contaminación y los cristianos no podrían desarrollar ningún tipo de alianza con los inconversos.
Sin embargo, vemos que Jesús se hizo seguir de gente de mala reputación, sospechosa de malas prácticas. Uno de sus seguidores era un independentista violento (los zelotes mataban a conciudadanos para sembrar el miedo y que no colaboraran con el ejército invasor); y Jesús llama a uno de ellos al seguimiento. Otro era publicano, un colaboracionista de los romanos que abusaba de su posición privilegiada recaudatoria. Jesús se acerca a una mujer samaritana y habla con ella (¡sorpresa!). Cuando tiene que poner un ejemplo de amor al prójimo, menciona al samaritano, no a los sacerdotes que conocían la ley. Judas era uno de los doce, y era ladrón y Jesús consentía en que le siguiera, no lo apartó ni en el último momento, dejando siempre la puerta abierta…Entonces, ¿qué clase de santidad practicaba Jesús? No era la de apartarse de los que estaban manchados por el pecado, sino la de mantener la pureza en relación a Dios en medio de la sociedad.
Jesús se mezclaba con la gente, no distinguía a los santos de los pecadores; bueno, sí lo hizo y optó por acercarse a los pecadores porque los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos (Mat 9.12). Por eso Jesús es tan fascinante porque pone el mundo patas arriba, pero no solo el mundo judío de su época, sino el mundo religioso de nuestros días (católico, evangélico o protestante…) que tiene una comprensión de la santidad ajena al Espíritu de Dios. Por ello, los cristianos estamos llamados a proclamar la libertad plena, en todo el sentido de nuestra existencia porque la letra mata, pero el espíritu vivifica (2ª Cor 3.6).
Santo es aquel que es apartado para Dios, pero que se mezcla con el mundo para servirle y mostrarle la senda de la vida, no tanto con palabras (que también), sino con el amor, la misericordia, el servicio, la justicia social, la bondad, la paz, la tolerancia… Los santos no están solo en las iglesias, sino en el mundo, luchando a favor de los derechos de los demás. Así, mientras algunos cristianos discuten sobre la santidad y señalan al que no se acomoda a ciertos estándares “bíblicos”, perdemos un tiempo muy valioso porque la humanidad necesita la luz de la esperanza en un mundo lleno de tinieblas y, muchas veces, estas tinieblas son la expresión misma de una santidad mal enfocada que anida en el pueblo de Dios.