Posted On 08/10/2014 By In Opinión With 3202 Views

Una tipología de lo religioso… Y de lo que no lo es

Esta reflexión tiene como sustento la lectura de un libro maravilloso, escrito por François Varone, que lleva por título el sugerente “El Dios Ausente”.

En su libro, Varone propone una lúcida reflexión sobre el Dios que se encuentra detrás —probablemente a su divino pesar— de las más reconocibles manifestaciones religiosas cristianas. Y dedica uno de sus capítulos (el quinto) a hurgar en una herida común a todas las formas de creencia y de increencia: ¿Por qué creen los cristianos como creen? ¿Por qué no creen —quienes no creen— como lo hacen? ¿Qué nos ha llevado a cristianos, agnósticos y ateos a escoger una de estas opciones? ¿Qué tipo de vivencias, qué experiencias y, por lo tanto, qué formas de percibir la “realidad” espiritual nos han conducido a pensar lo que pensamos sobre Dios?

En definitiva, ¿podríamos “tipificar” de alguna forma la experiencia cristiana, es decir, nombrar lo que vemos o cómo nos vemos, con la dificultad que entraña nombrarnos a nosotros mismos y nuestra manera de pensar? El riesgo no es desdeñable, porque en alguno de esos nombres podremos encontrarnos retratados, con el desasosiego que este descubrimiento pueda entrañar. Pero se me antoja imprescindible esta mirada crítica sobre nosotros mismos, creyentes, agnósticos o ateos, porque no hay nada como un espejo para detectar las manchas que nos pringan —de las que quizá no éramos siquiera conscientes— y tener la oportunidad de pasarles un agua con jabón.

Propongo el análisis de unos cuantos “retratos”, teniendo en cuenta que cuando hable de religión lo haré desde la perspectiva cristiana. Otras manifestaciones religiosas podrán encontrar en ellos curiosos puntos en común, pero no ahondaré en su idiosincrasia porque no quiero errar desde mi desconocimiento.

  1. EL RELIGIOSO DEL TEMOR

Lo que, en el fondo, anima su relación con Dios es el temor. En su forma más precisa y abierta es el integrista. Es extremadamente importante que entre él y Dios se alce la Fortaleza-Iglesia: Institución sólida, inmutable e inamovible; dotada de una jerarquía cuyo poder se hace fácilmente visible en los signos de una casta casi sagrada —pastoral o sacerdotal—, de una ley —lo que hay que creer, lo que hay que hacer y, sobre todo, lo que no hay que hacer—, de unos ritos que hay que celebrar —bautismo o bautizo, santa cena o eucaristía, matrimonio, unción de los enfermos o extremaunción, etcétera— igualmente inmutables e inamovibles. Y para acabar de exorcizar el temor —común a todos los seres humanos en medio de su fragilidad— es preciso que la Iglesia se alce con su rigidez y el anatema, para que acabe dándole la certeza de lo que es justo y, haciéndolo, no tenga nada que temer, asegurándole que la operación “Supervivencia ante Dios” es un éxito, y que será sobre los demás —“los demás” como todos aquellos que no creen como él— sobre quienes caerá el castigo divino.

Entre los religiosos del temor están los que se quejan de que se les cambia la religión cuando perciben aires nuevos, formas distintas de entender su propia forma de creer. Se quejan, es cierto, aunque aprenden a tolerarlas, como mal menor, porque no se sienten con fuerzas para combatirlas. Las mirarán con recelo, como quien sospecha que lo malo está entrando por las puertas de lo bueno. Si pudieran —o si se sintieran con fuerzas para hacerlo— acabarían con ellas. Pero no como adalides de la intransigencia, sino como defensores de la pura ortodoxia, que necesita ser defendida de ese mundo perverso —con sus novedades perversas— que la hostiga.

Aunque en grados distintos, la característica común en todos estos creyentes sigue siendo la voluntad de satisfacer las exigencias de un Dios implacable y, en cualquier caso, peligroso para el ser humano. Su binomio fundamental es la ley y el castigo: Si no haces lo que Dios te pide, sufrirás su castigo. Y su actitud verifica las palabras del apóstol Pablo: “Son religiosos estupendos, tienen un prodigioso celo por Dios, pero se equivocan de dios” (Romanos 10, 2).

Para ellos, las interpretaciones novedosas de la vida espiritual son una forma de alborotar al pueblo. Su Iglesia necesita certezas, no dudas; respuestas, no preguntas; amenes, no cuestionamientos impertinentes. No se dan cuenta de que Jesús, a ojos de los fariseos y de los profesionales de la religión, también alborotaba al pueblo (Lucas 23, 5).

  1. EL ATEO EXISTENCIALISTA

Es el ateo existencialista, en ocasiones, el exponente de la reacción a la religión del temor; reacción con la que el ser humano se libera de la alienación que cualquier religión así entendida produce, buscando una cierta libertad. Lo hace porque no está por la labor de entregar su razón a un Poder externo que aliena mediante la ley —lo que hay que hacer y no hacer para mantenerse en orden— y mediante el temor al castigo —lo que ocurre si no estás en orden.

Ese Poder es tanto Dios mismo como el aparato religioso que administra ese ciclo de temor, manteniendo en él al ser humano: ley, pecado, culpabilidad, compensación, etcétera. Es la negativa, también, a encerrar la existencia del ser humano en un binomio: ley/castigo, o pecado/gracia; es resistirse a desnaturalizar su existencia en una especie de angustiosa marcha a través de un campo minado.

Este ateo tiene la determinación de abrir la vida, por el contrario, a todos los valores profundamente humanos, a la aventura, a la experimentación, al futuro personal, a la duda, a la búsqueda, a la responsabilidad individual, a los datos reales de la vida, a la libertad.

Se niega, en fin, a permitir que el ser humano se aliene por culpa de un dios hipotético; de unos quehaceres religiosos que lo distraigan de su verdadera tarea humana; de una creencia religiosa que lo aparte de su compromiso y de su responsabilidad con el mundo. “O Dios existe, y el hombre no es nada; o existe el hombre…”. Así formulaba Sartre el violento dilema en que la religión del temor sume inevitablemente a todo ser humano que se hace consciente del valor fundamental: su propia existencia.

A mi humilde entender, el religioso del temor deberá cuestionarse, de forma sincera y enérgica, su cuota de participación en esta reacción humana ante el tipo de dios que él mismo propone.

  1. EL RELIGIOSO DE LO ÚTIL

Este tipo de creyente tiene al rito, a la oración, y a todas sus derivadas, en muy alta estima, porque le atribuyen el poder de atraerse a Dios y obtener de Él una ayuda útil: encontrar vivienda o trabajo (aun a costa de otros que lo piden como él…), tener salud (aunque no a costa de dejar ciertos hábitos que le son perjudiciales…), etcétera. Se percibe a Dios, fundamentalmente, desde el ángulo de lo útil.

Este tipo de religión funciona sobre la base de un contrato muy simple: el trueque, el intercambio. Sus formas son también muy diversas. Hay quienes cultivan la religión de lo útil de manera habitual: “practican”, mantienen buenas relaciones con Dios porque nunca se sabe cuándo puede sobrevenir la desgracia, y no conviene estar en números rojos ni andar faltos de crédito. Otros llegan a lo mismo de forma esporádica, sobre todo cuando el infortunio de una enfermedad o de un fracaso hace que reaparezca la fragilidad humana y, con ella, la torpe esperanza en que “cumplir” con Dios paliará las consecuencias de ser —simplemente— humano.

Para él, el ser humano no tiene acceso a Dios desde lo radicalmente humano, desde lo común y lo cotidiano. Es el templo — su proximidad tanto física como espiritual— lo que le confiere idoneidad ante lo divino. Solo lo sagrado es útil para su acercamiento a Dios. Nada ve, en su propia humanidad, que le pueda ser útil para agradar a ese Dios al que necesita de su parte en ese momento concreto. Y se produce la inefable dicotomía entre lo santo y lo común, lo religioso y lo secular, lo sagrado y lo profano. Si la adversidad proviene de lo humano, habrá de situarse del lado opuesto. Para él, lo opuesto a lo humano es lo divino. Desde la simple humanidad no tiene acceso a Dios en absoluto, así que invierte sus esfuerzos en una especie de violencia mágica, en una forma de practicar la religión que fuerce a Dios a ser fiel a sus promesas: “Si hago esto, tendré a Dios de mi parte. Si no lo hago, lo tendré en mi contra”.

Debería recordar este religioso que Jesús, lejos del templo y de la religión establecida, ejerció su forma de ser Dios en lo común, en lo secular, en lo profano. En la calle ejercía su ministerio, porque allí estaban los hombres y las mujeres que a él se acercaban. En el templo nunca, porque no le dejaban los especialistas y profesionales de lo divino.

  1. EL ATEO PRÁCTICO

Debido a un progresivo relajamiento a partir, quizá, de la adolescencia, o tal vez por causa de una revisión tajante del asunto religioso tras algún fracaso particularmente contundente, la práctica religiosa ha sido abandonada por este tipo de ateo. Comprende la dimensión espiritual en los demás, pero solo en la medida en que se concreta en dedicación y en una eficacia determinada.

La religión, para él, es inútil porque proviene de la ignorancia acerca del funcionamiento de la realidad, de una ingenua voluntad de rehuir la condición humana, hecha a la vez de poder y de impotencia, y de la que se sirven las autoridades religiosas para ejercer un oficio rentable.

Desde el euro que se deposita en el lebrillo hasta la gran operación financiera de un jefe religioso que promete curación, abundan los ejemplos que justifican esa crítica a la religión y, desgraciadamente, bloquean a estos no creyentes la percepción de un Dios visto de otro modo. ¿Seremos capaces, los creyentes, de mostrarlo de otro modo?

  1. EL MALCREYENTE

Estas figuras-tipo que estamos tratando de describir se encuentran, en realidad, de forma muy mezclada. Religión del temor y religión de lo útil no se excluyen mutuamente: se pueden mezclar ambas, creando la tormenta perfecta, y se puede pasar de una a otra. Y es posible que religión y ateísmo tampoco se excluyan pura y simplemente, sino que se mezclen ciertos restos de práctica religiosa, pequeños residuos de crítica y de rechazo, y hasta elementos de fe. Véase, por ejemplo, cómo jugadores de fútbol que no practican religión alguna, ni suelen tener a Dios en mente, se persignan de forma refleja y compulsiva cuando entran a jugar al campo.

En estos tiempos de crítica, de sospecha, de incertidumbre y de violencia verbal (o de formas más contundentes…) de unas opiniones contra otras, el malcreyente es, probablemente, el tipo más difundido. Su característica principal es el desasosiego. Y su actitud, la de nadar entre dos aguas. Sigue asistiendo a algunos servicios religiosos porque no ha perdido el miedo a las consecuencias del pecado. Permanece en la Iglesia, pero justamente el tiempo mínimo necesario para no cortar los puentes, porque “nunca se sabe…”. Se considera creyente, pero se refiere con ello a restos de conocimiento transmitidos antaño, y que tienen muy poco que ver con su existencia real.

Se encuentre en la escala que se encuentre, el malcreyente puede deslizarse con mucha facilidad hacia el ateísmo: a base de desprenderse progresivamente de los elementos externos de la religión, llega un momento en que la evidencia de su ateísmo resulta innegable. O, al contrario, conmocionado por ese desmoronamiento que se produce en él y en torno a él, regresa con celo renovado, con la intolerancia del fariseo —la intolerancia, a falta de percepción y de experiencia personal, sobre todo contra los demás, puede por algún tiempo proporcionar certezas—, a la religión del temor.

Son estos, a la vez, la oportunidad y el drama de nuestra época: el entorno es tal que el religioso, en uno u otro momento, se encuentra inevitablemente privado de la evidencia sosegada de la religión. Se descubre malcreyente. Pero la malcreencia puede ser un estado transitorio. Es preciso hacer de ella un camino hacia la fe.

  1. EL CREYENTE (POR FIN…)

Es el último retrato de nuestra galería. Es aquel que se relaciona con Dios no en términos de temor o de utilidad, sino como un hijo con su padre cariñoso. Que sabe que el amor no se basa en trueques o intercambios, sino en la propia naturaleza de la relación. Que entiende que Dios lo ama —y solo eso— porque no sabe hacer otra cosa. Y que el amor que él le devuelve no es una forma de compensación, sino la expresión de una inmensa e íntima sorpresa. Se pensaba solo, y se descubre acompañado por alguien que no le pide nada a cuenta.

Pero no hagamos del creyente un personaje definitivamente instalado en la fe. De hecho, el ser humano suele moverse entre los tres polos de la religión/el ateísmo-agnosticismo/la fe. Pero es cierto que, si se progresa en la verdadera vida del espíritu, entonces se da una experiencia y, por tanto, una certeza que poco a poco, piedra a piedra, va formando una morada en la que uno puede vivir y acoger, pacífica y serenamente, al Dios que se aleja del temor y de lo útil.

En sí misma, además, la fe no es un estado petrificado. Conoce la confianza, pero no la seguridad. Es una circulación, un movimiento, una manera de invertir la vida, con su misterio y su realidad. Es fuente inagotable y aventura infinita. Es centro y horizonte, pero también marcha en equilibrio inestable. Es fuerza y certidumbre, pero también ternura y sensibilidad. Y vulnerabilidad. Es experiencia viva de esa vida y esa circulación, ese éxodo que la Biblia nos ha descrito suficientemente. Para el creyente no hay, de momento, más retrato que el rostro de Zaqueo bajando de su higuera.

CONCLUYENDO…

Estos seis tipos forman, todos ellos juntos, una clave de lectura que sirve para descifrar mejor el comportamiento creyente o increyente, propio y de los demás. Para poder cambiar —si es que se siente la necesidad— hay que entender lo que pasa, y lo que nos pasa. Nadie puede jactarse de responder plena y únicamente a uno de esos retratos. La realidad personal es siempre más movediza, y más enmarañada. Y, sobre todo, la historia de nuestras vidas nos hace movernos constantemente entre esos tres polos que son la religión, el ateísmo-agnosticismo y la fe.

Podría ser esta reflexión que os propongo el pretexto para analizar nuestra experiencia espiritual, o la ausencia de ella. El porqué somos creyentes o no lo somos; el cómo lo somos o no lo somos; el para qué; el cuándo y el dónde; el qué y el quién… Podría ser la oportunidad, también, de explicarnos… El tiempo del testigo: de quien quiere compartir su vivencia de la fe y relatarla; de quien desea expresar las razones de su increencia, y revelar sus cómos y porqués; de quien se atreve a describir su tránsito de una a otra opción; de quien pretende reconocerse tal como es, y desvelar sus preguntas, sus respuestas y sus dudas más íntimas. Y todo esto en un espacio en el que jamás se juzgará a nadie por lo que piensa, y en el que todos pretenderemos crecer desde lo más profundo de nuestra humanidad.

¿Qué os parece? ¿Lo intentamos?

Juan Ramón Junqueras

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