A contramano

Posted On 19/12/2019 By In Opinión, portada With 1536 Views

Vivir a contramano | Adriana D’Agata

Hace más de treinta años que me casé y todavía, a veces me refiero a la casa de mis padres como “mi casa”. Es que la casa donde crecimos es más que las paredes, es donde quedó la infancia, los juegos, los padres y los hermanos, es el hogar que dejamos para formar otro; pero siempre queda en los corazones la referencia a esa casa como nuestra. Más que casa, suena a familia.

Allí aprendemos a ser hermanos y hermanas, hijos e hijas, a compartir, a ser familia. Es donde damos los primeros pasos y aprendemos las primeras palabras. Los primeros años de vida son esenciales para el desarrollo de la forma en que pensamos, sentimos, nos comportamos e interactuamos con los demás. Aprendemos a ser personas. La familia es el primer espacio de socialización de niños y niñas. En este espacio aprendemos a valorarnos o a menospreciarnos. Aprendemos a amar y respetar, a ser empáticos o a ser agresivos y egoístas.

Los aprendizajes adquiridos en este tiempo marcarán nuestras vidas de tal modo que muchas veces de adultos nos encontramos repitiendo modelos que aprendimos en la casa de nuestra infancia.

Sin duda la familia de la que venimos nos condiciona, pero no debería determinarnos.

Jesús fue un típico hijo de su época. Creció en el seno de una familia judía respetuosa de las tradiciones y los rituales de su religión.  Lo encontramos muchas veces en el templo aprendiendo o predicando. Sin embargo cambió algunas pautas aprendidas en el hogar paterno ya que vivió un judaísmo distinto, a tal punto que generó mucha oposición y odios por parte de los representantes religiosos de su tiempo. En tiempos de Jesús, mujeres y niños ocupaban lugares de subordinación tanto en la familia como en la sociedad, ambos grupos no eran legalmente aceptados. La casa era la estructura básica de la sociedad, donde el pater familias, la esposa, los hijos y los criados vivían.  Era el lugar de gobierno y autoridad del pater familias, dueño y señor de todos quienes formaban parte de esa estructura.  Había seguridad para quienes eran parte de esa casa.

Frente a esta realidad social, Jesús plantea una propuesta contracultural. Niños y mujeres, son colocados en lugares especiales, los más desfavorecidos en la estructura social de la época son elevados a lugares de dignidad. Unos, como paradigma del Reino y otras como testigos privilegiadas de la resurrección de Jesucristo.  ¡Pero hay más! Seguir a Jesús muchas veces implicó romper con las relaciones familiares. Los discípulos tuvieron que dejar padre y madre, es decir, la casa familiar. El mismo Jesús, quien por ser el primer hijo debía asumir el rol de pater familia a la muerte de José y hacerse cargo de madre, hermanos y demás descendientes, rompe con esta tradición proponiendo otro tipo de casa-familia, la familia del Reino. Una familia donde ya no hay jerarquías, sino que todos somos hermanos y hermanas con igualdad de derechos, donde Dios es el Padre.

Rompe así con el estilo de vida patriarcal, con las jerarquías de poder, proponiendo un nuevo modelo donde niños y mujeres gocen de participación plena. En Mateo 20:20-28 nos enseña que las estructuras de poder jerárquicas no deben caracterizar a sus seguidores y seguidoras, exhortándonos que entre sus seguidores no debe ser así.

En Gálatas 3:28 y 29 podemos entender el espíritu de esta contracultura  Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, sino que todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús.  Y, si ustedes pertenecen a Cristo, son la descendencia de Abraham y herederos según la promesa”.

¡Toda una revolución! ¡Todos iguales ante Dios! Las  mujeres, eternas menores de edad, sin derecho a herencia, heredando. Judío o extranjero, esclavo o libre, hombre o mujer, todos con los mismos derechos de herencia. Libres de todos lo que los oprimían. Superada toda barrera de clase, de género o de etnia somos hermanados en Cristo.

Podemos pensar que todo lo bueno se termina pronto. En realidad a veces es así.

Todo este movimiento contracultural que llenó de ímpetu a los y las seguidoras de Jesús y que inflama nuestros corazones aun hoy en día, fue decayendo. Podemos ver como paulatinamente se va cambiando el discurso revolucionario por otro más conformista adaptado a las exigencias de la sociedad. Los que junto a Jesús querían transformar la sociedad, ahora por miedo a la oposición, comienzan a acomodar el cuerpo y con ello adaptarse sacrificando como siempre a los más débiles. Mujeres y niños fueron desapareciendo del texto bíblico como reflejo de lo que sucedía en la iglesia primitiva. Volvían a ser invisibilizados.

La cultura patriarcal fue ganando espacio nuevamente entre los seguidores de Jesús que pronto olvidaron los sueños de una sociedad diferente. Habíamos avanzado siglos en las relaciones humanas y retrocedimos casi hasta el comienzo.

Esta vuelta atrás fue la base teológica (junto con interpretaciones patriarcales de otros textos bíblicos) para avalar la supremacía del varón sobre la mujer. Fue la que aportó los modelos de hombre y mujer y lo que se espera de ellos. Tristemente estos modelos han llegado hasta nuestros días. La iglesia ha sido incapaz, salvo honrosas excepciones, de romper con el modelo patriarcal y retomar el modelo justo, amoroso y liberador de Jesús.

La iglesia ha fomentado el modelo machista, un modelo violento en esencia en el cual se justifica la vulneración de derechos con actitudes protectoras. Donde no es que entre todos nos cuidemos y juntos protejamos a los niños, sino que los más fuertes, los hombres, protegen a las más débiles, las mujeres. Interpretaciones machistas de conceptos como el de vasos frágiles, del pecado original y el código doméstico de Colosenses entre otros, nos han causado mucho daño.

San Agustín afirma que entre los hombres está vigente el orden natural, según el cual las mujeres están sujetas a sus maridos y los hijos a sus padres, «ya que también en este caso es justo que la razón más débil esté sujeta a la más fuerte». Y continúa diciendo que, respecto al mandar y al servir, es justo que los que sobresalen en la razón, sobresalgan también en el mando. Hay otros textos en los que Agustín vuelve a hablar sobre este tema: “…en el ámbito de la casa, manda el que provee, como el hombre a la mujer, los padres a los hijos, los amos a los siervos, mientras que obedecen aquellos a los que se provee, como las mujeres a los maridos, los hijos a los padres, los siervos a los amos”.

Líneas de pensamiento tan fuertes como la de Agustín han marcado la forma de pensar y la comprensión de lo que significa ser hombre o mujer.  La iglesia nos ha trasmitido una forma de ser hombres y mujeres que no siempre se ajusta al plan de Dios para sus hijos e hijas, muchas veces basadas en prácticas culturales o cosmovisiones paganas.

Ese plan primigenio, que descubrimos en Génesis 1 y 2, y redescubrimos en Jesús, muchas veces ha quedado oculto tras modelos culturales injustos, deshumanizantes y abusivos que la iglesia ha legitimado y defendido a capa y espada. Estas concepciones han pautado el lugar de cada uno en las jerarquías eclesiásticas. Hombres en los puestos de dirección y toma de decisiones, mujeres en puestos de enseñanza a otras mujeres y niños, y en lo más bajo de la escala niños y niñas (junto con ancianos y discapacitados, que a los efectos son considerados niños), excluidos en un esquema adultocéntrico. Aquellos que Jesús había puesto en el centro como paradigma del Reino volvieron a quedar afuera como era la idea original de los discípulos que molestos los querían alejar de Jesús. Las relaciones interpersonales basadas en dominación–sumisión violan las enseñanzas de Jesús.

Hoy en día, frente a las discusiones sobre perspectiva de género, la interpretación de los textos bíblicos nos ha puesto en conflicto. Dogmatismos que imponen una sola perspectiva teológica no solo rechazan otros puntos de vista sino descalifican en nombre de lo sagrado a quienes piensen distinto. Las radicalizaciones ideológicas que estamos percibiendo en nuestras iglesias nos están conduciendo a un nuevo tiempo de caza de brujas.

Iglesias poderosas, predicadores poderosos, canciones poderosas, me asustan. ¿Dónde hay lugar para la debilidad de lo pequeño? ¿Dónde hay lugar para el que sufre y no tiene fuerzas para gritar fuerte porque apenas puede respirar? ¿Dónde hay lugar para el que se atreve a pensar distinto?

Cada vez que leo la Biblia me encuentro con un Dios que no se ajusta al estereotipo del  superhéroe que tanto proclaman, yo me encuentro con el Cordero, ¿cómo es que no veo al León de las canciones? ¿Por qué cuesta tanto ver a Dios en Jesús?

Dios se nos reveló en Jesús, nos dio una imagen que para muchos es de debilidad, quizás lo sea según lo que se espera de un hombre adulto. Pero Dios muestra otras posibilidades, puede ser un hombre adulto pero no es un macho adulto, también puede ser una madre amorosa, puede ser un niño perdido, puede ser un migrante odiado, puede ser una mujer desechada. Nos mostró la ternura de Dios y nos insta a practicar la ternura en los contextos violentos en los que estamos. Vivir a contramano, encarnar la contracultura de la ternura como la que vimos en Gálatas 3, donde el corazón y las puertas están abiertas para recibir a todos y todas sin excluidos.

Me pregunto si todavía hay oportunidad para la iglesia del siglo XXI de revertir los modelos patriarcales sustentados por décadas tan arraigados en nuestras mentes. La palabra de Dios nos dice que todavía tenemos oportunidad “No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente.” Rom 12.2.

Tenemos que renovar nuestras mentes, releer la Palabra y dejar que ella nos transforme, solo así comprenderemos la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta.

En este sentido la iglesia todavía puede hacer mucho. Renovar la mente es la oportunidad que todavía tenemos de ser más humanos, de practicar la ternura. Sería bueno empezar pidiendo perdón por nuestras injusticias, nuestra falta de misericordia, por nuestra dureza de corazón y pedir fuerzas para romper las cadenas de la violencia estructural.

Adriana D'Agata
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