Mi admirado Alister McGrath tituló un libro de apologética como Bridge- building: Creative Christian Apologetics. No sé si es a raíz de este título que en los últimos años la expresión “tender puentes” es usada a menudo para referirse a la necesidad de establecer un diálogo entre cristianos y no cristianos, de manera que el puente sería aquello que tendemos para poder hablar con quienes tienen posiciones distintas. A veces el problema es que edificamos puentes para cruzarlos armados. Se construye un “otro” estereotipado, reducido a argumentos que podemos combatir, o a descalificaciones a partir de datos personales. Así ya tenemos las respuestas antes de hablar sin encontrar el “nosotros” del diálogo porque en realidad no se ha buscado. Es más, en ocasiones quienes tienden el puente son los que están al otro lado. Un caso paradigmático es Voltaire y su tratado sobre la tolerancia.
No es el suyo el primer tratado sobre el tema. Ya en la Inglaterra del siglo XVII, en plenas disputas religiosas, algunos entienden que quizá se está perdiendo un valor esencial: el del respeto al que no piensa igual que nosotros. Quienes defienden este valor entienden que si se niega la tolerancia de lo diverso, lo religioso se queda en nada. Sin duda, el ejemplo más famoso y con mayor repercusión es el del ilustre John Locke, quien en la Inglaterra posterior a la restauración de la monarquía y con el Acta de Tolerancia de 1689 para los diversos grupos religiosos protestantes, escribe en dos ocasiones sobre dicho valor, apelando a que no se puede obligar a nadie a practicar una religión, un culto, contra su voluntad; de manera que el gobierno sólo debe intervenir para garantizar la libertad de culto y que ningún grupo se quiera imponer a otro por la fuerza. También Pierre Bayle, hugonote, escribió sobre el tema aunque, a diferencia de Locke, consideraba que el ateísmo no tenía porque ser perjudicial para la sociedad y por eso extiende aún más el alcance de la tolerancia.
Tanto una como otra obra influyeron en Voltaire (1694-1778) que estaba enemistado con la religión, a la que en general calificaba de “Infame”. Tuvo problemas con la Ginebra calvinista por sus críticas al proceso de Servet; y también con el catolicismo, por sus críticas al clero, en la Francia que en aquel entonces era un bastión de Roma. Voltaire era además un crítico de la revelación positiva pero un defensor del deísmo, postulando la existencia de un diseñador del universo. Pero en esta época de la crítica, como ha calificado Paul Hazard a la Ilustración, especialmente la francesa, criticar implicaba que también el otro podía pensar distinto. Y Voltaire afirmó que daría su vida para que el otro pudiera defender ideas que él no podía aceptar. Y por ello se sumó a defender causas ajenas, como es el caso de la memoria del hugonote Jean Callas, ajusticiado en Francia.
Recordemos la situación histórica del país galo. El Edicto de Nantes de 1598, en época de Enrique IV (protestante que se volvió al catolicismo por razones políticas) daba libertad limitada de conciencia y de culto a los protestantes. Pero el Edicto fue revocado por Luis XIV en 1685, mediante el de Fointanebleau, lo que hizo que los protestantes fueran víctimas de persecución religiosa de nuevo, aunque de hecho, a efectos a prácticos, la represión ya había empezado cuando todavía estaba vigente el anterior Edicto. Los protestantes franceses tuvieron libertad de nuevo con el Edicto de Tolerancia de 1787, aunque era restringido a los derechos religiosos y civiles, no políticos. Los derechos en realidad eran privilegios que el rey otorgaba, como indica la palabra “privilegio” (que viene de “ley privada”), lo cual es distinto del concepto ilustrado de “derecho natural”. De ahí la crítica que expuso al Edicto el protestante Saint-Etienne, que fue revolucionario y, posteriormente, guillotinado en la época del terror. Además, esto sólo afectaba a calvinistas; otros grupos protestantes y los judíos tenían una consideración a parte. Los protestantes en general no volvieron a tener libertad plena hasta el período revolucionario, con la Constitución de 1791. Pero durante los años previos, muchos ilustrados actuaron en defensa de los grupos religiosos no católicos.
Como decíamos anteriormente, la Ilustración es época de crítica. Y la crítica a la religión era uno de los focos principales. En especial se centraron en el catolicismo y el cesarismo papal, pero tampoco los otros grupos religiosos quedaron aparte. Los ilustrados tomaron nota de los conflictos religiosos entre católicos y protestantes, y entre los diversos grupos de estos últimos. Si no entendemos esto, no podemos entender la crítica ilustrada a la religión. Para los ilustrados, los diversos grupos religiosos se peleaban por lo que los diferenciaba, y negaban en los modos de esas disputas los valores humanos comunes que los unían. De ahí que muchos fueran deístas, pero no confesaran una religión. Ello no quita que los ilustrados también reconocieron las diferencias entre la intransigencia de Roma y el protestantismo donde de alguna manera estaban implícitos valores como la libertad de conciencia y de culto, algo que ya empieza ser evidente en la Inglaterra del siglo XVII. Por ello Voltaire, que vivió unos años en el país de su admirado Locke, dijo con su habitual toque de ironía que en Inglaterra cada uno iba al cielo como quería, pues al no haber dos confesiones religiosas sino treinta, por fuerza tenían que tolerarse.
No eran así las cosas en Francia. Jean Callas era un protestante de Toulouse. Su hijo fue encontrado muerto, en lo que a todas luces parecía un suicidio. Sin embargo, se divulgaron rumores que acabaron en una acusación al padre; según dichos rumores este mató al hijo porque éste se había convertido al catolicismo. Esto fue lo que motivó en 1763 la atroz ejecución de Jean Callas. Voltaire se hizo cargo de restituir el honor de esta familia. Esta defensa constituye el cuerpo de su tratado sobre la tolerancia, publicado y censurado en 1763, y que a la postre sirvió también para que se acabara con la tortura como forma de dilucidar la verdad en un juicio o de ejecutar a un acusado. Voltaire no fue un buen religioso, pero sí un buen samaritano.
El ilustrado francés no ahorra palabras a las incoherencias de los cristianos. Como ejemplo, dice que “cuanto más divina es la religión cristina, menos corresponde al hombre imponerla; si Dios la hizo, Dios la sostendrá sin vos”. Y también: “Si queréis pareceros a Jesucristo, sed mártires, y no verdugos”. Voltaire, en algunos aspectos, hizo más defensa de la auténtica fe que muchos cristianos. Y nos enseña, paradójicamente, que la apologética tiene que ver, en primer lugar, con intentar entender al otro. Y a veces entender al otro es entender las razones por las cuales critica nuestras posturas. Es ésta una buena forma de poner en práctica valores cristianos que también son comunes a otros. Y si tal vez si cruzáramos el puente sin armas, veríamos que a veces esa es la actitud de aquellos con quienes podemos disentir intelectualmente. Después ya habrá tiempo para la confrontación de ideas sobre aquello distintivamente cristiano. Si no, lo que ocurre es que, si negamos lo común humano, acabamos negando credibilidad a lo particular del cristianismo.
Y, por último, y desde otro ángulo, también cabría afirmar que la actitud de Voltaire tiene poco que ver con nuestra pretendida libertad de expresión y pensamiento de nuestra plaza pública hoy en día. Voltaire no era “cristianófobo” ni “religionófobo”. Por supuesto que nadie lo acusaría de eso, pues ya sabemos que los etiquetadores de fobias, los “filofóbicos”, son selectivos. Pero la actitud de Voltaire está lejos de la “pseudointelectualidad” que acuña patologías a quienes no piensan como ellos. Deberíamos todos aprender de Voltaire.
David Galcerà