Se movía con rapidez de un lado a otro. Pequeños frascos de peticiones de oración llenaban sus manos. Repartía entre los que se hallaban presentes las necesidades que había metido dentro. Más que una persona parecía un cohete dislocado con la mecha prendida. Ya que en el punto medio está la virtud —eso afirman—, para compensar la balanza ante las pesas de Dios y la de los humanos, procuraba que los ruegos estuviesen repartidos entre carnales y espirituales al 50%.
Cada vez que alguien se acercaba a saludarle, como contrapartida le adjudicaba una petición. Además exigía al receptor tener presente en todo momento el frasquito; de día, sobre la almohada de noche; dentro o fuera de casa; en el baño; colgado en el espejo delantero del coche; en la cocina, sobre el mantel y en la sopa. Se aseguraba de hacer entender que dentro de cada uno de ellos había una solicitud de la que dependía su vida. Tal era el trajín que cualquiera, con dos dedos de frente, podía entender que todos los días se encontraba en peligro de muerte. Es cierto que por muy creyente que sea una persona, por mucho que crea en la resurrección de los muertos y por mucho que espere mudarse a la morada que Jesús fue a prepararle en el cielo, nadie quiere morirse ni pronto ni tarde.
Su lema era: “A Dios rogando y con el frasco dando”.
Algo que tenía en cuenta antes de la entrega era la situación del aceptante. Si consideraba que disfrutaba de mucho tiempo libre le entregaba varios. Así no tendría tiempo para desviar el pensamiento hacia temas mundanos. De esta manera ponía su granito de arena en salvar a los hermanos de estar ociosos. El tiempo libre mata, les advertía, mata porque las malas ideas entran enseguida en la cabeza, hacen nido y tienen crías.
A veces visitaba otros templos y, como si de inmensos mares se tratase, echaba sus frasquitos contra las costas fraternales. Los que le sobraban los enviaba a través de Internet por medio de fotografía con destino a los océanos de la conciencia.
Normalmente no le faltaban motivos para enfrascar, pero si algún día había que inventar el contenido, lo inventaba; si había que acusar de no recibir respuesta divina, acusaba. La cosa era no parar. Siempre quiso tener el título de “Mártir de las peores Desgracias”, cada cual es feliz a su manera. La clave estaba en el constante machaqueo.
Pasaba apuros cuando alguien le preguntaba cómo iba la cosa, a pesar de su insistencia sufría el grave problema de olvidarlo todo. Olvidaba en qué lugar había dejado los frascos; olvidaba a quién se los había entregado; olvidaba qué había depositado en ellos. Por olvidar, olvidaba hasta dar las gracias a aquellas y aquellos que con tanta paciencia y amor le dedicaban atención.
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