“Y he aquí, vi las lágrimas de los oprimidos, sin que tuvieran consolador; en manos de sus opresores estaba el poder, sin que tuvieran consolador” (Eclesiastés 4,1).
Estoy absolutamente cansada de escuchar a políticos y políticas incompetentes contándonos mentiras y pretendiendo hacernos creer que ellos y ellas están trabajando para asegurarnos un futuro lleno de plenitud y de felicidad. Y no es que sea pesimista, es que la falta de realismo, de un análisis serio de las sociedades a las que pretenden dirigir (¿servir?) y de una mínima inteligencia me supera.
Día sí y día también se nos intenta convencer a través de una retórica que ni el mismísimo Platón calificaría de sofista (los sofistas eran mucho más serios y más inteligentes) de que las nefastas decisiones que se toman y que afectan negativamente la vida real de millones de personas reales son absoluta y completamente necesarias para construir un futuro sostenible.
Y mi pregunta es, ¿Cómo se puede construir un futuro sostenible si el presente ya es insostenible? Si la situación continua como hasta ahora, es muy probable que esa gran mejora, tan cacareada, anunciada para un porvenir incierto, sólo encuentre “un valle de huesos secos” en palabras del profeta Ezequiel. Lo que quiero decir es que cuando llegue, si es que llega, ese “hermoso futuro de amor y paz” (Joan Manuel Serrat), ya no estaremos aquí, estaremos todos muertos, ¿Y de qué y a quién servirá?
A través de políticas feroces y nefastas se pretende convencer a “los oprimidos que lloran” de que la austeridad –a la que, por otra parte, siempre han estado sometidos y a la que no se les ha dado la oportunidad de renunciar- es la única salida para un supuesto bienestar que cada vez se intuye más lejano. ¿Qué tipo de consuelo es este? ¿Acaso la austeridad consuela a los que no tienen más remedio que adoptarla como su única posibilidad de sobrevivir? ¡Qué razón tiene el sabio! Las lágrimas de los oprimidos no tienen consolador cuando son sus opresores los que ostentan el poder y no tienen que ser austeros ni dejarse la salud para obtener un estilo de vida confortable y alardean de su “bien hacer”.
Las religiones –sobre todo las institucionalizadas y las que pretenden institucionalizarse-, conscientes del saber y del poder que ejercen sobre las poblaciones, también se han encargado de promover las políticas del miedo para manipular, oprimir y saquear a las personas que forman parte de su círculo de influencia. Durante siglos han intentado convencernos de que el sacrificio, el sufrimiento, la miseria y la entrega incondicional forman parte, necesariamente, de nuestro tránsito por el mundo para poder alcanzar bienes futuros en un supuesto cielo metafísico que ellas mismas se han encargado de poblar de mitos y mentiras.
Jesús de Nazaret lo tuvo claro desde el principio: el futuro, o el discurso sobre él, es sólo una nube de humo que únicamente sirve para atemorizar y someter a los que no tienen nada, ni siquiera las expectativas a las que continuamente nos remiten. Por eso, en el sermón de los sermones, y en el más puro estilo mediterráneo, propone una alternativa mucho más realista, al mismo tiempo que esperanzadora:
“Nadie puede servir a dos señores; porque o aborrecerá a uno y amará a otro, o se apegará a uno y despreciara al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas.
Por eso os digo, no os preocupéis por vuestra vida, qué comeréis o qué beberéis; ni por vuestro cuerpo, qué vestiréis. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que la ropa?” (Mateo 6, 24-25).
En mi opinión, lo que Jesús nos está proponiendo es caer en la cuenta de que el futuro no debe preocuparnos, -entre otras cosas porque no existe, es una ilusión- sino que debemos ocuparnos con total responsabilidad y diligencia de nuestro presente, de nuestra vida, para poder tener la posibilidad de proyectar y construir, desde dicho presente, una realidad con sentido para nosotros y para las generaciones que nos sucederán.
Mi padre se pasó toda su vida ahorrando para la vejez; nunca invitó a mi madre a una cena romántica; jamás hizo un viaje más allá de su pueblo natal; nunca salió con amigos o familia a tomar un aperitivo o a comer a un restaurante; tampoco hizo regalos a sus hijas o les preparó fiestas para sus cumpleaños… Era una buena persona, pero le preocupaba demasiado su futuro… Y ese futuro llegó, y cuando lo hizo, nada sirvió para nada porque le llegó el momento de enfrentarse con lo que nadie ha sido capaz de eludir. Sus diversos presentes no fueron buenos y lo que él creyó su futuro tampoco: “Pues ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su vida?” (Marcos 8, 36).
No estoy intentando promover comportamientos irresponsables, políticas enloquecidas, éticas solipsistas o la filosofía de la cigarra, pero sí me gustaría transmitir que, en mi opinión, sin un presente prometedor es imposible construir un futuro esperanzador. No me convence eso de “tenemos que sufrir en el presente para disfrutar en el futuro”, entre otras cosas porque dicho futuro no nos pertenece y porque si nuestro presente no es bueno nada hace suponer que el futuro sea mejor: “Pero buscad primero su reino y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.
Por tanto, no os preocupéis por el día de mañana; porque el día de mañana se cuidará de sí mismo. Bástele a cada día sus propios problemas.” (Mateo 6, 33-34).
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