Posted On 16/02/2016 By In Teología With 7282 Views

Y vimos su gloria… Como la del unigénito del Padre

  1. DIOS SE ENCARNÓ EN JESÚS PARA REDIMIR AL MUNDO

Y la Palabra se encarnó y habitó entre nosotros; y vimos su gloria, la que le corresponde como Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan 1.14, La Palabra (Hispanoamérica) 

Una mirada superficial sobre el Cuarto Evangelio afirmaría que a su autor no le interesó la historia del nacimiento de Jesús y que, por ello, no cuenta nada sobre los “sucesos navideños”. Otra, más mesurada, podría sugerir que si, en efecto, este evangelio no narra ninguno de esos acontecimientos es porque tuvo fuertes razones para “ir al grano” sobre las acciones y palabras de quien denomina la Palabra encarnada en el mundo. Alguna más intentaría explicar que, debido a la fuerte doctrina de Cristo que trasluce este documento, relatar los detalles previos al nacimiento de Jesús de Nazaret resultaba un tanto adicional o complementario para exponer el mensaje que él trajo como profeta, mensajero y representante de Dios. Pero lo cierto es que en Juan no encontramos nada al respecto y sí, un poema-prólogo, sumamente teológico y profundo acerca de los entretelones de la presencia de Dios en Jesús y de la forma en que vino al mundo para redimirlo.

Para él, el origen divino de Jesús establece una marca contundente en su realidad que va más allá de todas las posibilidades humanas. Por ello se remonta hasta la eternidad misma de Dios y penetra en el interior mismo de la divinidad para encontrar las relaciones entre el Padre y el Hijo eternos, entre lo que la doctrina llamaría después “las personas de la Trinidad” y descubre que existió y existe un diálogo continuo y una extraordinaria identidad entre ellas. No de otra manera pueden interpretarse las famosas palabras con que abre este evangelio y que remiten, inevitablemente, al libro del Génesis al usar sus mismas palabras y a Proverbios 8: “En el principio ya existía la Palabra;/ y la Palabra estaba junto a Dios y era Dios./ Ya en el principio estaba junto a Dios./ Todo fue hecho por medio de ella/ y nada se hizo sin contar con ella” (vv.1-3a). En el génesis de todas las cosas, la sabia palabra divina acompañó y condujo la creación, según el texto sapiencial, y esa misma palabra (el Verbo, el Logos) fue la razón de ser de todo lo existente. Era una Palabra personificada que estaba al lado de Dios y era ella misma, Dios también. El Cuarto Evangelio sitúa a sus lectores mucho antes de la creación de todas las cosas y los/as lleva a contemplar el interior mismo del ser creador desde una perspectiva casi mística.

No contento con ello, el texto profundiza en esa mirada mística e informa y reflexiona, al mismo tiempo, sobre las características y consecuencias de la eterna e inaccesible actuación divina: “Cuanto fue hecho era ya vida en ella,/y esa vida era luz para la humanidad;/ luz que resplandece en las tinieblas/ y que las tinieblas no han podido sofocar” (3b-5). El acto creador consistió, afirma, en instalar la vida en el cosmos para iluminar a la humanidad cuando ésta apareció, colocando a la luz, primera criatura divina, como el factor fundamental que vendría a revelar y a triunfar sobre las tinieblas del caos y el desorden. Referirse a las tinieblas, la oscuridad, opuestas a la luz divina, es ya un juicio teológico de valor sobre lo que acontece en el mundo, pues define la historia y la vida humanas como un conflicto en el que, inexorablemente, la luz de Dios saldrá victoriosa. Y, para probarlo, es que pasa a exponer, ahora sí con detalle, los hechos de la vida de Jesús de Nazaret, el Verbo de Dios encarnado en el mundo.

En esa línea, y para recordar lo ambiguas que resultan las celebraciones navideñas a la luz de la encarnación del Hijo de Dios en la historia, Javier Sicilia ha escrito unas palabras muy pertinentes:

Diciembre es un mes puntuado por la Navidad. Sobre ese misterio cotidiano y sorprendente —un niño que, a causa del desplazamiento de su familia convocada al censo de Quirinio, nace en un establo de Belén y del que se afirma que es Dios encarnado— se fundó, nos guste o no, Occidente. La burguesía ha rodeado su celebración con la calidez de una buena cena familiar, acompañada de dulces y regalos, que hoy ha adquirido el rostro de un consumismo desmesurado.[1]

Porque, ciertamente, el horizonte en que se mueven estas celebraciones (se dice cada año) está muy lejos de la plataforma teológica, metafísica y escatológica que permitió el nacimiento del niño de Belén y su desarrollo hasta convertirse en la presencia actuante de la Palabra divina. Deja mucho que desear la manera en que ha sido domesticada y edulcorada esa enorme realidad divino-humana y por eso es preciso puntualizar las afirmaciones juaninas al respecto, incluso a contracorriente lo que hacen y enseñan muchas formas de cristianismo. De ahí que Sicilia agregue lo siguiente:

La fiesta, sin embargo, es lo contrario a esa malversación. Ese nacimiento, cuyo rostro es el de la pobreza y el desabrigo, tiene que ver con el amor que, a diferencia de lo que suponemos, no es el de la plenitud del ego, sino el del vacío y la renuncia. La tradición teológica le ha dado un nombre griego: la kenosis de Dios, cuyo significado es vaciarse, anonadarse, despojarse, deshacerse. La Navidad es así la revelación de un Dios que renuncia a todo lo que nosotros asociamos con el poder y sus prerrogativas para volverse impotencia pura en la contingencia. Blondel, un gran filósofo católico, comparaba ese acontecimiento con un suicidio, el suicidio de Dios.[2]

Sicilia alude, es claro, al clásico pasaje de Filipenses 2.6-7, en el que otro teólogo cristiano de los primeros tiempos, tampoco seducido por las “historias navideñas”, explicó a su modo la aparición del Hijo de Dios en el mundo: “…el cual, siendo de condición divina/ no quiso hacer de ello ostentación/ sino que se despojó de su grandeza,/ asumió la condición de siervo/ y se hizo semejante a los humanos”. Este vaciamiento, desempoderamiento o suicidio que practicó el Dios eterno representa la gran protesta divina contra los poderes (in)humanos que han intentado apoderarse de la historia y de la existencia. Ser “impotencia pura” en medio de la “contingencia” es la base del gran acto redentor de Dios, pues “renunciar” a la eternidad y sujetarse a los designios impredecibles e incómodos de la historia y la existencia implicó un sacudimiento mayor en el interior mismo de Dios. El gran teólogo Paul Tillich lo sintetizó así: “Este acontecimiento (la encarnación de Jesucristo) no sólo es el centro de la historia de la manifestación del reino de Dios; es también el único acontecimiento en el que se afirma plena y universalmente la dimensión histórica”.[3]

Quien dio testimonio de todo esto fue el profeta Juan (diferente al autodenominado Discípulo Amado), quien poéticamente es designado como “testigo de la luz” (8), sin serlo él mismo, para que de inmediato surja una fórmula que resume, en su grandiosidad, lo acontecido con la presencia del Logos en el mundo: “La verdadera luz, la que ilumina a toda la humanidad, estaba llegando al mundo” (9b). Porque la Palabra divina hacía tiempo que había “invadido” al mundo y su presencia en Jesús ameritó el fuerte cuestionamiento del texto sobre su recepción: “En el mundo estaba [la Palabra]/ y, aunque el mundo fue hecho por medio de ella,/ el mundo no la reconoció” (10). Ni siquiera los descendientes de Israel fueron capaces de reconocerla: “Vino a los suyos/ y los suyos no la recibieron” (11), en lo que este evangelio coincide claramente con el de Mateo para dar luego dar “el salto de calidad” hacia la predicación recibida por los gentiles, romanos inclusive: “…pero a cuantos la recibieron y creyeron en ella,/ les concedió el llegar a ser hijos de Dios” (12) mediante un lenguaje emparentado ostensiblemente con las epístolas de Juan. Eso permite al texto ahondar en la palingenesia, esto es, en la regeneración, en la nueva creación divina (y no por caprichos, vanidades o mezquindades humanas) que permite definir lo que es la redención con palabras doctrinales muy sólidas: “Éstos son los que nacen no por generación natural [jáimaton, “de sangres”[4]],/ por impulso pasional [thelématos sarkós] o porque el ser humano lo desee [thelématos andrós],/ sino que tienen por Padre a Dios” (13).

Todo esto preludia la gran afirmación de la superioridad de la Palabra hecha carne en el mundo para su redención y que constituye el pórtico impecable para todo lo que contiene el Cuarto Evangelio: “Y la Palabra se encarnó/ y habitó entre nosotros;/ y vimos su gloria, la que le corresponde/ como Hijo único del Padre,/ lleno de gracia y de verdad” (14). La Palabra vino y vivió en el mundo, pero sólo algunos fueron capaces (en su incapacidad humana comprensible) de percibir su gloria (con mayor claridad, posteriormente), correspondiente al Padre en su unidad y cercanía desde la eternidad. Acaso por ello impactó tanto a Jorge Luis Borges, quien dedicó al asunto dos poemas memorables titulados con la cita bíblica, como lo hizo varias veces.

Las conclusiones de Sicilia apuntan hacia una práctica cristiana más consecuente, derivada del esfuerzo divino por asumir la humanidad con todos sus riesgos, en el sendero de la debilidad y la impotencia, no en el detriunfalismo simbolizado por el regalo compulsivo e irresponsable:

La Navidad, por lo mismo, no es algo que debemos celebrar. Es más bien un misterio que en las actuales circunstancias por las que atravesamos debe interpelarnos de manera brutal y profunda en el orden del amor. Amar es vaciarse de sí y de todas nuestras pretensiones. Es, por lo tanto, ir al encuentro del otro, en particular al de los más pobres y desheredados, las víctimas, sin otra cosa que nuestro vacío. Ni el progreso ni el deseo de la abundancia, que nos centran sobre nosotros, pueden escuchar a la víctima ni siquiera al otro, porque todo otro, dice [Emmanuel] Levinas, es rostro, palabra orden, súplica que nos obliga a salir de nosotros, a vaciarnos, para responder. Contra lo que contradictoriamente nos enseñan siempre incluso en el catecismo —Dios como omnipotencia y omnipresencia—, el Dios de la Navidad es debilidad y vacío que acoge; es, incluso, como todo verdadero amor, impotencia[5]

  1. JUAN EL BAUTISTA, PRECURSOR DE LA ENCARNACIÓN DIVINA EN EL MUNDO

Juan dio testimonio de él proclamando: “Éste es aquel de quien yo dije: el que viene después de mí es superior a mí porque existía antes que yo”. Juan 1.15, La Palabra (Hispanoamérica) 

Juan, llamado el Bautista, es un personaje fundamental en los cuatro evangelios: figura enigmática, modelo de profeta independiente y radical, cubre un espacio cronológico previo a la aparición de Jesús de Nazaret en el panorama religioso de su tiempo. Ningún evangelio lo ignora, pero es en el cuarto donde su mensaje adquiere una dimensión muy ligada a los momentos iniciales de la vida y obra de quien introdujo el Reino de Dios en el mundo. Todos coinciden en que fue el precursor de la obra de Jesús y en que su mensaje y acción preludió elocuentemente lo que vendría después, aun cuando su imagen no fue lo suficientemente comprendida. Las palabras de Jesús en Mateo 11.7b-14 lo describen impecablemente: “Cuando ustedes salieron a ver a Juan al desierto, ¿qué esperaban encontrar? ¿Una caña agitada por el viento? ¿O esperaban encontrar un hombre espléndidamente vestido? ¡Los que visten con esplendidez viven en los palacios reales! ¿Qué esperaban entonces encontrar? ¿Un profeta? Pues sí, les aseguro, y más que profeta. Precisamente a él se refieren las Escrituras cuando dicen: Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino. [Mal 3.1] Les aseguro que no ha nacido nadie mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él. Desde que vino Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos es objeto de violencia y los violentos pretenden arrebatarlo. Así lo anunciaron todos los profetas y la ley de Moisés hasta que llegó Juan. Pues, en efecto, Juan es Elías, el profeta que tenía que venir”.

Semejante reivindicación coloca al propio Jesús en línea directa con la actuación de Juan, aunque sus discípulos no entendieron bien lo que aquel haría. El Cuarto Evangelio, desde el principio, practica también una reivindicación de su persona al presentar su mensaje en función de la persona de Jesús pues lo presenta como un testigo suyo (1.15) y aquel de quien había hablado antes, “porque era primero que yo”. El mensaje de Jesús es infinitamente superior al de Juan a causa de su preexistencia, una enseñanza muy característica del Cuarto Evangelio. Las siguientes palabras retoman el hilo del comienzo del evangelio como parte de una cristología muy sólida: “Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia. Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (16-18). Plenitud, gracia, ley, verdad: todo engarzado en una argumentación que desemboca en la visión superior de la preexistencia del Logos divino anterior a la encarnación histórica que afirma el traslado de éste desde la eternidad misma del Dios invisible, de cuyo seno (kólpon, “regazo”) ha venido. Jesús es visto, así, como el icono del Padre en el mundo procedente desde su interior más profundo.

A continuación, hay un relato del diálogo entablado con los enviados desde Jerusalén para preguntarle sobre su ministerio, en el cual él zanja la discusión al afirmar que no es el Ungido esperado (19-22). Más bien, se sitúa en continuidad con la profecía antigua de Isaías (40.3) para ubicar su actuación de manera enigmática (22-24) sin dejarlos satisfechos, pues ellos insistieron en saber la razón de sus acciones, a lo que nuevamente respondió destacando la figura del que vendría detrás de él: “Yo bautizo con agua; mas en medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis. Éste es el que viene después de mí, el que es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado” (26-27). Juan limita la importancia de su bautismo para anunciar a quien viene tras él y se contrasta a sí mismo con esa figura en términos de un siervo inferior.[6] Esas palabras tampoco cumplieron las expectativas de los espías.

Pero será el propio evangelio el que desvele el misterio de la relación entre Juan y Jesús cuando, más adelante, cite las palabras del primero, en 1.29-30: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo dije: Después de mí viene un varón, el cual es antes de mí; porque era primero que yo”. Y en 1.31, hace una afirmación sorprendente: “Ni yo mismo sabía quién era, pero Dios me encomendó bautizar con agua precisamente para que él tenga ocasión de darse a conocer a Israel” (31). Para que luego, en 3.28-30 (mientras Juan y Jesús actúan simultáneamente, sin ningún signo de subordinación por parte del segundo[7]) reitere que fue el “enviado como precursor” (¡cuya muerte ni siquiera es mencionada en este evangelio!) y en 31-36 se agreguen una serie de observaciones propias del más puro pensamiento doctrinal juanino:

  1. a) “El que de arriba viene, es sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla; el que viene del cielo, es sobre todos” (31). La preexistencia de Jesús, anterior a la encarnación, remite al interior de Dios mismo. Tal es el alcance de esta reflexión.
  2. b) “Y lo que vio y oyó, esto testifica; y nadie recibe su testimonio” (32). Alusión al diálogo interno entre el Padre y el Hijo, el llamado “pacto eterno”. Aquí se alude al diálogo entre las personas de la Trinidad del que hablan los Padres de la Iglesia. “¿No afirmamos siempre que las divinas personas son originalmente simultáneas y que coexisten eternamente en comunión e interpenetración (perijóresis)?”.[8] Esto significa “que una persona contiene a las otras dos (sentido estático) o que cada una de las personas interpenetra a las otras, y recíprocamente (sentido activo). El adjetivo perijorético designa el carácter de comunión que rige entre las divinas personas”.[9]
  3. c) “El que recibe su testimonio, éste atestigua que Dios es veraz” (33). Quienes responden positivamente tienen acceso a la verdad de Dios.
  4. d) “Porque el que Dios envió, las palabras de Dios hablan; pues Dios no da el Espíritu por medida” (34). El Logos encarnado dice las palabras mismas de Dios en el mundo: de ahí su autoridad.
  5. e) “El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano” (35). La filiación divina del Logos es la garantía absoluta de confiabilidad para ganar la salvación.
  6. f) “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (36). A cambio de la ira para quienes lo rechazan, quienes creen en el Hijo alcanzan la vida eterna.

La perspectiva cristológica del Cuarto Evangelio hace ver a Juan como el más genuino precursor del Logos encarnado y acompañante, en la primera etapa del ministerio de Jesús. Primero como testigo, luego como colega y, finalmente, como alguien que cedió su lugar para la manifestación plena del Hijo de Dios en el mundo. Testigo privilegiado de la encarnación divina, fue un profeta intransigente que avizoró las transformaciones radicales que Dios llevaría a cabo en la historia.

  1. LA ENCARNACIÓN DE DIOS EN MARCHA

Ni yo mismo sabía quién era, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y permanece sobre él, ese es quien ha de bautizar con Espíritu Santo”. Y, puesto que yo lo he visto, testifico que este es el Hijo de Dios. Juan 1.33-34, La Palabra (Hispanoamérica)

Juan el Bautista fue un testigo privilegiado de la encarnación del Hijo de Dios en el mundo. Según el Cuarto Evangelio, la relación personal entre ellos fue bastante distante, aun cuando según el mismo (y en algunos momentos según los demás evangelios) existió una relación de continuidad-discontinuidad. De ahí que el ímpetu narrativo y expositivo de este documento consista en acercar sus intuiciones sobre la enorme realidad de la eternidad de la cual provino el Logos con las situaciones humanas y la historia del momento. Pablo Richard, basándose en los evangelios sinópticos (pues no podía ser de otro modo) ha escrito sobre eso en estos días acerca del contexto de la “Navidad” cristiana: “El nacimiento de Jesús acontece en un contexto de dos reyes crueles y fracasados (Herodes y Arquelao) y tres migraciones forzadas (de Belén a Egipto, de Egipto a Israel, de Israel a Nazaret)”.[10] Y agrega: “Vemos así que el nacimiento de Jesús se da en clima violento de dos reyes asesinos y tres migraciones extremadamente dolorosas y peligrosas”.

Confrontar esos dos ambientes, el divino y el humano, ponerlos lado a lado, cara, es lo que caracteriza a los relatos del nacimiento de Jesús. Al optar por no incluirlos y por ir directamente a los sucesos en los que el Jesús-Logos ya mayor inicia su labor en el mundo, se ve obligado a enlazar los dos contextos mediante una estrategia genial: exponer la perspectiva propia de la encarnación del Hijo de Dios y sus orígenes proféticos en la persona de Juan. Para el Cuarto Evangelio, entre ellos no hay ninguna forma de consanguinidad, que resulta innecesaria para situar en las afinidades proféticas la continuidad requerida para poner en marcha la actuación del Logos en el mundo. Eso explicaría las enigmáticas palabras del propio Juan sobre su desconocimiento de Jesús (v. 33). Él mismo debía ajustar su pensamiento hacia la nueva orientación dada por Dios para conducir la historia de salvación: él únicamente es testigo de esa orientación …aun cuando no comprenda del todo lo que estaba sucediendo. De ahí que hablar de la relación continua y discontinua entre Juan y Jesús no esté lejos de la verdad.

Al ponerse en marcha la encarnación del Hijo de Dios en el mundo, todo debía ajustarse o modificarse para tomar una postura nueva ante las consecuencias de semejante decisión divina. Las esperanzas humanas nunca alcanzaron a imaginar la forma en que Dios se conduciría para introducir su presencia en el mundo de una manera radical. Por ello la relación entre la encarnación del Verbo divino no puede tener con la fiesta y la fecha de la Navidad más que una relación dialéctica, es decir, no debemos quedarnos con el dedo que apunta hacia el sol, sino que debemos intentar seguir hacia el sol. Tal como lo explica Karl Barth: “Si en la Encarnación nos encontramos con la realidad, en la Navidad nos encontramos con el signo de dicha realidad. No se deben confundir ambas cosas. La realidad de la que se trata en la Navidad es verdad en sí y de por sí. Pero se muestra, se desvela, en el milagro de la Navidad”.[11] Ésa es la causa y razón de la fiesta en sí, pero su contenido la rebasa y obliga a que la sigamos viendo únicamente como un signo. Por ello es posible afirmar, con el presente continuo propio de un acercamiento respetuoso a la eternidad del Dios Trino y Uno, que el Señor sigue y seguirá naciendo, entre la humanidad y en el mundo, todos los días. Si lo hizo una vez, lo hará siempre a fin de manifestar su gracia, su amor y su justicia.

  1. DIOS SE HIZO UNA CRIATURA PARA SALVARNOS

Pero, al llegar el momento cumbre de la historia [pléroma tou kronou], Dios envió a su Hijo, nacido [genómenon] de mujer, nacido [genómenon] bajo el régimen de la ley, para liberarnos del yugo de la ley y alcanzarnos la condición de hijos adoptivos de Dios Gálatas 4.4-5, La Palabra (Hispanoamérica)

Dios ha tomado carne en él. En sus palabras, sus gestos y su vida entera nos estamos encontrando con Dios. Dios es así, como dice Jesús; mira a las personas como las mira él; acoge, cura, defiende, ama, perdona como lo hace él. Dios se parece a Jesús. Más aún. Jesús es Dios hablándonos desde la vida frágil y vulnerable de este ser humano[12]  J. A. Pagola 

La afirmación de la realidad de la encarnación del Hijo de Dios en el mundo adquiere, en los escritos de San Pablo, una dimensión situada en el marco de la acción divina para aplicar la filiación de su Hijo a los seres humanos ligados a él. En tres lugares ligados a su tradición escritural aparecen sólidos argumentos para referirse a ella: Gálatas 4, Filipenses 2 y I Tim contienen afirmaciones en las que se destaca la manifestación divina en el Jesús histórico: “I Tim 3.16 dice del modo más bello que el gran misterio de piedad ‘se ha manifestado como hombre’”.[13] En Fil 2.5-11, “Pablo une al descenso del Verbo de Dios en la encarnación el anonadamiento del Verbo de Dios en la cruz”.[14] La encarnación consiste en que “el Padre se comunica diciendo su Palabra a la humanidad: dando a los hombres esa Palabra. A su vez, la Palabra realiza, en el doble abajamiento y humillación de la encarnación y de la cruz, la obra que le ha encomendado el Padre”.

En Gálatas 4, es donde se habla expresamente de la filiación que el Hijo de Dios encarnado en el mundo transfiere a quienes se ligan a la fe en el Cristo resucitado. La paternidad de Dios es aplicada tanto a judíos como gentiles (3.28-29) y es allí donde la metáfora de la herencia representa el acceso a la filiación de hijos e hijas de Dios. Pasar de la categoría de esclavos a hijos (4.1-2) es un salto enorme en el proceso de la salvación ofrecida por Dios. La “minoría de edad” (4.3) hace referencia a una etapa de la historia de salvación en la que aún existieron diferencias raciales, de género y culturales que impedían el acceso universal a la gracia de Dios. Se requería que la historia llegara a un punto culminante para que eso cambiase radicalmente. Ése fue el gran trasfondo necesario para arraigar, por así decirlo, al Hijo de Dios en la historia. La plenitud (pléroma) del tiempo, de la historia, (4.4a) es el punto crucial del devenir humano y cósmico, puesto que “no sólo significa que se ha cumplido un plazo o que se ha llegado a un instante fijado, sino más bien que, en la economía salvífica divina, el tiempo humano ha llegado a su término”.[15] De ahí que “en Ef 1.9b-10a [‘Los designios que benévolamente/ había decidido realizar/ por medio de Cristo,/ llevando la historia/ a su punto culminante’], pone Pablo en relación la oikonomía con el pléroma de los tiempos (kairós), es decir, el proyecto que Dios tenía, con la plena realización de la historia humana”.[16]

A todo ello alude el hecho de que ni las condiciones ni las posibilidades humanas (desgaste social y espiritual, esperanzas mesiánicas acumuladas, manejo materialista y cínico del poder para asesinar inocentes) pudieron producir (o impedir, en su caso) el acontecimiento de Cristo, sino únicamente el designio de Dios (descenso del Espíritu en María; virginidad materna; ninguna intervención paterna y, por ende, patriarcal; interacción con seres sobrenaturales; victoria real y simbólica sobre los poderes imperialistas): “…la vida de Jesús, desde su Encarnación hasta la donación de su propio Espíritu, es el acontecer de la misma Trinidad comunicada o ‘económica’”.[17] San Pablo afirma que, con el nacimiento de Cristo en el mundo, la historia humana dio un salto descomunal para manifestarse abiertamente y de manera universal como una auténtica historia de salvación abierta para todos los seres humanos sin ninguna distinción. La oferta de salvación sería capaz, a partir de entonces, de desbordar las barreras nacionalistas para afianzarse como una llamada general para que cualquier ser humano aprehendiese y se situase en la órbita de la antigua promesa a Abraham: “La bendición de Abraham alcanzará así, por medio de Cristo Jesús, a todas las naciones y nosotros recibiremos, mediante la fe, el Espíritu prometido” (3.14). Hay, pues, una línea directa de salvación que va desde el “padre de la fe” (no olvidar las religiones abrahámicas) hasta Jesús de Nazaret, “nacido de mujer, nacido bajo el régimen de la ley” para obtener la libertad de ese yugo y ganar la condición de hijos/as para todos sus seguidores (4.5), manifestación efectiva de la nueva vida en el mundo. El siguiente logro fue la presencia del Espíritu de hijos en cada creyente (4.6). Con ello, se habrá tenido acceso a la herencia plena, con el derecho completo que otorga esa filiación.

Ése es el enfoque típicamente paulino, en continuidad directa con la apreciación doctrinal y teológica de la iglesia inicial, que colocó el hecho mismo del nacimiento del verbo divino en el marco mayor de la encarnación divina, un suceso supra-temporal que aterrizó, literalmente, en un momento específico de la historia:

Una confesión de Cristo formulada en categorías estáticas puede ayudar a una precisión conceptual, pero puede conducir a ignorar el proceso histórico de la vida de Jesús y la inserción del Hijo de Dios en la historia humana. La encarnación no es una realidad acabada en el seno de María. El Hijo de Dios se va haciendo hombre a lo largo de todo el proceso histórico de la vida de Jesús, que, según testimonio de san Lucas, “crecía en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2.52).[18]

Así como los evangelios cuentan cómo Jesús se fue haciendo un hombre mayor en su vida cronológica, es preciso que el Niño de Belén también crezca y madure en los corazones de quienes dicen seguirlo, pues como escribe Pagola: “No basta confesar que Jesús es la encarnación de Dios si luego no nos preocupa saber cómo era, qué vivía o cómo actuaba ese hombre en el que Dios se ha encarnado”.[19] Pues tal como afirma el Cuarto Evangelio, el Logos encarnado y nacido en Belén es el único camino para conocer a Dios como Padre en todas sus manifestaciones a consecuencia de ese esfuerzo encarnacional extraordinario que partió la historia en dos:

El esfuerzo por aproximamos históricamente a Jesús nos invita a creyentes y no creyentes, a poco creyentes o malos creyentes, a acercamos con fe más viva y concreta al Misterio de Dios encarnado en la fragilidad de Jesús. Al ver sus gestos y escuchar sus palabras podemos intuirlo mejor. Ahora “sabemos” que los pequeños e indefensos ocupan un lugar privilegiado en su corazón de Padre. A Dios le gusta abrazar a los niños de la calle y envolver con su bendición a los enfermos y desgraciados. A los que lloran los quiere ver riendo, a los que tienen hambre les quiere ver comer. Dios toca a leprosos e indeseables que nosotros tememos tocar. No discrimina ni excluye a nadie de su amor. Acoge como amigo a pecadores, desviados y gentes de vida ambigua. A nadie olvida, a nadie da por perdido. Él tiene sus caminos para buscar y encontrar a quienes las religiones olvidan. Siente compasión al contemplar a los que viven como ovejas sin pastor y llora ante un mundo que no conoce los caminos de la paz. Dios quiere que en la tierra reine su justicia, que los pueblos pongan su mirada en los que sufren, que las religiones siembren compasión. Él ama a sus criaturas hasta el extremo. Identificado en la cruz con todos los derrotados y crucificados de la historia, Dios nos arrastra hacia sí mismo, a una vida liberada del mal en la que ya no habrá muerte, ni penas, ni llanto, ni dolor. Todo esto habrá pasado para siempre. Por toda la eternidad, Dios hará lo mismo que hacía su Hijo por los caminos de Galilea: enjugar las lágrimas de nuestros ojos y llenar nuestro corazón de dicha plena.[20]

__________________________

[1] J. Sicilia, “Navidad y encarnación”, en La Jornada Semanal, 6 de diciembre de 2015, http://semanal.jornada.com.mx/2015/12/04/casa-sosegada-1743.html.

[2] Idem. Énfasis agregado.

[3] Cit. por Óscar Cruz Cuevas, Las doctrina del kairós en Paul Tillich. Tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid, 2007, p. 205, http://eprints.ucm.es/7734/1/T30051.pdf.

[4] Elsa Tamez y Alma Isela Trujillo Tamez, El Nuevo Testamento griego palabra por palabra. Sociedades Bíblicas Unidas, 2012, p. 337.

[5] J. Sicilia, op. cit. Énfasis agregado.

[6] Robert L. Webb, John the Baptizer and Prophet: a socio-historical study. Eugene, Wipf & Stock, 1991, p. 72.

[7] Walter Wink, John the Baptist in the Gospel Tradition. Nueva York-Cambridge, Universidad de Cambridge, 1968, p. 94.

[8] L. Boff, “Lo que es la Santísima Trinidad: la comunión de vida y de amor entre los tres divinos”, en La Santísima Trinidad es la mejor comunidad. Madrid, Paulinas, 1990, www.mercaba.org/FICHAS/TRINIDAD/Boff/067-083_cap_05.htm

[9] L. Boff, “Palabras técnicas y afines de la reflexión trinitaria”, en op. cit., www.mercaba.org/FICHAS/TRINIDAD/Boff/glosario.htm

[10] P. Richard, “Verdad histórica y bíblica de Navidad”, en Amerindia en la Red, http://amerindiaenlared.org/noticia/626/verdad-historica-y-biblica-de-navidad–por-pablo-richard.

[11] K. Barth, “El misterio y el milagro de la Navidad”, en Bosquejo de dogmática. Santander, Sal Terrae, 2000 (Presencia teológica, 108), pp. 113-114. Énfasis del original.

[12] José Antonio Pagola, Jesús: aproximación histórica. Madrid, PPC, 2007, pp. 452-453. Énfasis agregado.

[13] Josep María Rovira Belloso, “Principio de la encarnación”, Nuevo diccionario de catequética, en www.mercaba.org/Catequetica/E/encarnacion_principio_de_la.htm. Cf. José Antonio Pagola, “Encarnación”, en Nuevo diccionario de catequética, en www.mercaba.org/Catequetica/E/encarnacion.htm.

[14] Ídem.

[15] R. Schippers, “Plenitud, sobreabundancia”, en L. Coenen et al., dirs., Diccionario teológico del Nuevo Testamento. Vol. III. 3ª ed. Salamanca, Sígueme, 1993, p. 375.

[16] Ídem.

[17] J.M. Rovira Belloso, Introducción a la teología. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1996 (Manuales de teología, 1), p. 23, en estudiosdeteologia.wordpress.com.

[18] J.A. Pagola, “Encarnación”.

[19] J.A. Pagola, Jesús…, p. 5.

[20] Ibíd., pp. 456-457. Énfasis agregado.

Leopoldo Cervantes-Ortiz

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